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Laila pasó la mano por encima de la maleta y sujetó el suave brazo de su hija.

En la estación de autobuses de Lahore Gate, cerca de Pol Mahmud Jan, en Kabul este, había una hilera de autobuses aparcados. Hombres con turbante se afanaban en subir cajas y bultos a los tejadillos, donde afianzaban las maletas con cuerdas. Dentro de la estación, había una larga cola de hombres hasta la ventanilla de venta de billetes. También vieron mujeres con burka, charlando en grupos, rodeadas de sus bártulos, mientras acunaban a sus bebés o regañaban a sus hijos por alejarse demasiado.

Milicianos muyahidines patrullaban dentro y fuera de la estación, soltando órdenes tajantes a diestro y siniestro. Llevaban botas, pakols y polvorientos uniformes verdes de faena. Y todos empuñaban kalashnikovs.

Laila se sentía observada. No miraba a nadie a la cara, pero tenía la impresión de que todos lo sabían, de que contemplaban con desaprobación lo que estaban haciendo Mariam y ella.

– ¿Ves a alguien? -preguntó la joven.

La mujer mayor cambió de posición a Aziza en sus brazos.

– Estoy buscando.

Aquélla sería la primera parte arriesgada de su plan, como había previsto Laila: encontrar a un hombre adecuado para que se hiciera pasar por un pariente de ellas dos. Las libertades y oportunidades de las que habían disfrutado las mujeres entre 1978 y 1992 eran cosa del pasado. Laila aún recordaba las palabras de su padre al hablar sobre aquellos años de gobierno comunista: «Ahora es un buen momento para ser mujer en Afganistán, Laila.» Desde que los muyahidines se habían hecho con el poder en abril de 1992, el país había pasado a llamarse Estado Islámico de Afganistán. Y ahora, bajo el gobierno de Rabbani, el Tribunal Supremo estaba formado sobre todo por ulemas integristas que habían sustituido los decretos de la era comunista, que otorgaban mayor libertad a las mujeres, por la sharia, las estrictas leyes islámicas que ordenaban a las mujeres cubrirse de pies a cabeza, les prohibían viajar sin la compañía de un pariente masculino, y castigaban el adulterio femenino con la lapidación; aun cuando la aplicación de tales leyes no pasaba de ser esporádica. «Pero las aplicarían eficazmente si no estuvieran tan ocupados matándose entre ellos, o a nosotros», había dicho Laila a Mariam.

La segunda parte arriesgada del viaje llegaría cuando se encontraran en Pakistán. Con la llegada de casi dos millones de refugiados afganos, el país vecino había cerrado sus fronteras a los afganos en enero de aquel mismo año. Laila había oído decir que sólo se admitía a los viajeros que disponían de visado. Pero la frontera era permeable, como siempre, y la joven sabía que miles de afganos seguían cruzándola gracias a los sobornos, o bien aduciendo motivos humanitarios. Y siempre se podía pagar a algún contrabandista. «Hallaremos la manera cuando lleguemos allí», había asegurado.

– ¿Qué tal ése? -propuso Mariam, señalando con el mentón.

– No parece muy digno de fiar.

– ¿Y ése?

– Demasiado viejo. Y viaja con dos hombres más.

Al final, la joven lo encontró sentado en un banco del parque, con una mujer velada a su lado y un niño pequeño, más o menos de la edad de Aziza, sentado en sus rodillas. Era alto y delgado, con barba, y llevaba una camisa con el cuello abierto y una modesta chaqueta gris a la que le faltaban un par de botones.

– Espera aquí -indicó la joven. Mientras se alejaba, volvió a oír a su compañera musitando una plegaría.

El hombre levantó la vista cuando Laila se acercó a él, protegiéndose los ojos con una mano.

– Perdóname, hermano, pero ¿vas a Peshawar?

– Sí -respondió él, entornando los párpados.

– Tal vez podrías ayudarnos. ¿Querrías hacernos un favor?

El hombre entregó el niño a su esposa. Luego se alejó un poco con Laila.

– ¿Qué es, hamshira?

La joven se animó al ver que tenía la mirada dulce y la expresión bondadosa, y se dispuso a contarle la historia que había convenido con Mariam. Era una biwa, dijo, una viuda. Su madre, su hija y ella se habían quedado solas en Kabul. Querían ir a Peshawar, a casa de su tío.

– Y queréis venir con mi familia -concluyó el joven.

– Sé que es zamat para ti. Pero pareces un hermano decente y yo…

– No te preocupes, hamshira. Lo entiendo. No es ningún problema. Iré a comprar vuestros billetes.

– Gracias, hermano. Lo que estás haciendo es una sawab, una buena acción. Dios te recompensará por ello.

Laila sacó el sobre del bolsillo del burka y se lo entregó. En su interior había mil quinientos afganis, más o menos la mitad del dinero que había recogido durante un año, más lo que había obtenido por el anillo. El hombre se metió el sobre en el bolsillo del pantalón.

– Esperad aquí.

Ella lo vio entrar en la estación, de la que regresó media hora más tarde.

– Será mejor que yo os guarde los billetes -señaló-. El autobús saldrá dentro de una hora, a las once. Subiremos todos juntos. Me llamo Wakil. Si me preguntan, aunque seguro que no será así, les diré que eres mi prima.

Laila le dio sus nombres y él afirmó que los recordaría.

– No os alejéis -advirtió.

Se sentaron en el banco contiguo al de Wakil y su familia. La mañana era cálida y soleada, y en el cielo sólo había unas cuantas nubes algodonosas sobre las colinas distantes. Mariam dio a Aziza unas galletas que se había acordado de coger pese a las prisas por hacer el equipaje. También ofreció a la joven.

– La vomitaría -dijo ella, entre risas-. Estoy demasiado nerviosa.

– Yo también.

– Gracias, Mariam.

– ¿Por qué?

– Por esto. Por venir con nosotras -respondió Laila-. No creo que hubiera podido hacerlo sola.

– No lo estás.

– Todo irá bien, ¿verdad?

Mariam alargó la mano para coger la de su compañera.

– El Corán dice que Alá es el este y el oeste, por lo tanto, allá donde vayas, hallarás a Alá.

– Bov! -exclamó Aziza, señalando un autobús-. ¡Mayam, bov!

– Ya lo veo, Aziza yo -dijo Mariam-. Eso es, bov. Pronto iremos las tres en un bov. Oh, la de cosas nuevas que vas a ver.

Laila sonrió. Al otro lado de la calle vio a un carpintero en su taller manejando la sierra, que hacía volar las astillas de madera. Vio pasar los coches con las ventanillas cubiertas de polvo y suciedad. Vio los autobuses aparcados, con el motor al ralentí, y en los costados, imágenes de pavos reales, leones, soles nacientes y espadas centelleantes.

Al calor del sol matinal, se sentía mareada y audaz. Experimentó un nuevo y fugaz ataque de euforia, y cuando un perro callejero de ojos amarillos se acercó cojeando, ella se inclinó y le acarició el lomo.

Unos minutos antes de las once, un hombre con un megáfono llamó a los pasajeros con destino a Peshawar para que subieran al autobús. Las puertas hidráulicas se abrieron con un intenso silbido. Los viajeros corrieron hacia el vehículo, adelantándose unos a otros, empujándose para ser los primeros en subir.

Wakil cogió en brazos a su hijo y dirigió una seña a Laila.

– Nos vamos -anunció ella.

Wakil caminaba delante. Cuando se acercaron, Laila vio rostros en las ventanillas, con la nariz y las manos apretadas contra el cristal. Por todas partes se oían gritos de despedida.

Un joven soldado miliciano comprobaba los billetes en la puerta del autobús.

– Bov! -exclamó Aziza.

Wakil entregó los billetes al soldado, que los partió por la mitad y se los devolvió. El hombre hizo subir primero a su esposa. Laila vio que Wakil y el miliciano intercambiaban una mirada. Cuando se hallaba en el primer escalón del autobús, Wakil se inclinó y murmuró algo al oído del soldado, y éste asintió.

A Laila se le cayó el alma a los pies.

– Vosotras dos, las de la niña, haceos a un lado -ordenó el militar.

Laila fingió no haber oído nada. Quiso subir los escalones del autobús, pero el miliciano la agarró por el hombro y la sacó a la fuerza de la fila.

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