Afirmaba que la Unión Soviética era la mejor nación del mundo junto con Afganistán. Allí se trataba bien a los trabajadores, que eran todos iguales. En la Unión Soviética todo el mundo era feliz y cordial, al contrario que en América, donde se producían tantos delitos que la gente tenía miedo de salir a la calle. Y todo el mundo sería feliz también en Afganistán, aseguraba, en cuanto derrotaran a los bandidos contrarios al progreso.
– Para eso vinieron nuestros camaradas soviéticos en mil novecientos setenta y nueve: para echar una mano a sus vecinos, para ayudarnos a derrotar a esos brutos que quieren que nuestro país sea una nación atrasada y primitiva. Y vosotros también tenéis que arrimar el hombro, niños. Debéis informar de cualquiera que pueda tener información sobre los rebeldes. Es vuestro deber. Debéis escuchar y luego informar. Aunque se trate de vuestros padres, tíos o tías. Porque ninguno de ellos os ama tanto como vuestro país. ¡Vuestro país es lo primero, recordadlo bien! Yo estaré orgullosa de vosotros, y también vuestro país lo estará.
En la pared, detrás de la mesa de Jala Rangmaal, había un mapa de la Unión Soviética, uno de Afganistán y una foto enmarcada del último presidente comunista, Nayibulá, que, según decía babi, había sido el jefe del temido KHAD, la policía secreta afgana. También había otras fotos, sobre todo de jóvenes soldados soviéticos estrechando la mano a campesinos, plantando nuevos manzanos y construyendo casas, siempre con una amistosa sonrisa en los labios.
– Bueno -dijo Jala Rangmaal-, ¿te he despertado de tus ensoñaciones, Niña Inquilabi?
Aquél era el apodo de Laila, la Niña Revolucionaria, porque había nacido la noche del golpe de abril de 1978, aunque Jala Rangmaal se enfurecía si algún alumno de su clase usaba la palabra «golpe». Ella insistía en que se trataba de una inquilab, una revolución, un levantamiento del pueblo contra la desigualdad. Yihad era otra palabra prohibida. Según ella, ni siquiera había guerra en las provincias, sólo escaramuzas contra revoltosos incitados por personas a las que ella llamaba agitadores extranjeros. Y desde luego, nadie, nadie en absoluto se atrevía a repetir en su presencia los crecientes rumores de que, al cabo de ocho años de guerra, los soviéticos estaban siendo derrotados. Sobre todo ahora que el presidente americano Reagan había empezado a entregar misiles Stinger a los muyahidines para que derribaran helicópteros soviéticos, y que musulmanes de todo el mundo se estaban adhiriendo a la causa: egipcios, pakistaníes, e incluso los ricos saudíes, que dejaban sus millones atrás para irse a combatir en la yihad de Afganistán.
– Bucarest. La Habana -consiguió decir Laila.
– ¿Y esos países son amigos o no?
– Lo son, moalim sahib. Son países amigos.
Jala Rangmaal asintió con una brusca inclinación de la cabeza.
Cuando acabaron las clases, mammy no fue a buscarla, como ocurría con frecuencia. Al final Laila volvió a casa con dos de sus compañeras de clase, Giti y Hasina.
Giti era una niña huesuda y muy envarada que llevaba el pelo recogido en dos coletas sujetas con gomas. Siempre fruncía el ceño y caminaba con los libros apretados contra el pecho, como un escudo. Hasina tenía doce años, tres más que Laila y Giti, pero había repetido el tercer curso una vez y dos veces el cuarto. Lo que le faltaba en inteligencia lo compensaba con malicia y una boca que, según decía Giti, era rápida como una máquina de coser. El apodo de Jala Rangmaal se le había ocurrido a ella.
Ese día Hasina les daba consejos para defenderse de pretendientes poco atractivos.
– Método infalible, éxito garantizado. Os doy mi palabra.
– Eso es una estupidez. ¡Soy demasiado joven para tener pretendientes! -replicó Giti.
– No eres demasiado joven.
– Bueno, pues nadie ha venido a pedir mi mano.
– Eso es porque tienes barba, hija mía.
Giti se llevó la mano a la barbilla y miró alarmada a Laila, que sonrió con expresión compasiva -Giti era la persona con menos sentido del humor que conocía- y negó con la cabeza para tranquilizarla.
– Bueno, ¿queréis saber lo que hay que hacer o no, señoritas?
– Cuenta -dijo Laila.
– Judías. No menos de cuatro latas. Justo la noche en que ese lagarto desdentado vaya a pedir vuestra mano. Pero hay que saber elegir el momento, señoritas. Tenéis que reprimir vuestros ímpetus hasta que llegue el momento de servirle el té.
– Lo recordaré -aseguró Laila.
– Y él también, te lo aseguro.
Laila podría haberle dicho que no necesitaba sus consejos, porque babi no tenía intención de darla en matrimonio en un futuro próximo. Aunque babi trabajaba en Silo, la gigantesca panificadora de Kabul, donde pasaba el día entre el calor y el zumbido de la maquinaria que alimentaba los enormes hornos, era un hombre educado en la universidad. Había sido profesor de instituto hasta que los comunistas lo habían destituido poco después del golpe de 1978, aproximadamente un año y medio antes de la invasión soviética. Babi había dejado muy claro a Laila desde muy niña que para él lo más importante, después de su seguridad, era su educación.
«Sé que aún eres pequeña, pero quiero que lo sepas y lo comprendas desde ahora -le dijo un día-. El matrimonio puede esperar; la educación no. Eres una niña muy, muy inteligente. De verdad, lo eres. Puedes llegar a ser lo que tú quieras, Laila. Lo sé. Y también sé que, cuando esta guerra termine, Afganistán te necesitará tanto como a sus hombres, tal vez más incluso. Porque una sociedad no tiene la menor posibilidad de éxito si sus mujeres no reciben educación, Laila. Ninguna posibilidad.»
Pero Laila no le contó a Hasina lo que le había dicho babi, ni lo feliz que era por tener un padre así, ni lo orgullosa que estaba del buen concepto que tenía de ella, ni su férrea determinación de seguir estudiando igual que su padre. En los dos años anteriores, Laila había recibido el certificado awal numra que se otorgaba anualmente al mejor estudiante de cada curso. Pero todas estas cosas no se las dijo a Hasina, cuyo padre era un taxista con muy mal genio que sin duda entregaría a su hija en matrimonio al cabo de dos o tres años. En una de las pocas ocasiones en que Hasina se mostraba seria, le había contado a Laila que ya se había decidido su matrimonio con un primo carnal veinte años mayor que ella, dueño de una tienda de coches en Lahore. «Lo he visto dos veces. Y las dos veces comió con la boca abierta», le había confiado.
– Judías, chicas -insistió Hasina-. Recordadlo. A menos, claro está -esbozó entonces una sonrisa pícara y dio un codazo a Laila-, que sea tu joven y apuesto príncipe de una sola pierna el que llame a tu puerta. Entonces…
Laila apartó el codo de Hasina de un manotazo. Se habría ofendido mucho si otra persona le hubiera hablado así de Tariq, pero sabía que Hasina no lo hacía con mala fe. Sólo se burlaba, como siempre, y nadie se libraba de sus bromas, ni siquiera ella misma.
– ¡No deberías hablar así de las personas! -protestó Giti.
– ¿Y quiénes son esas personas?
– Las que han resultado heridas por culpa de la guerra -replicó Giti con severidad, sin darse cuenta de que Hasina bromeaba.
– Creo que la ulema Giti se ha enamorado de Tariq. ¡Lo sabía! ¡Ja! Pero él ya está comprometido, ¿no te habías enterado? ¿No es verdad, Laila?
– ¡No estoy enamorada de nadie!
Hasina y Giti se despidieron de Laila y, sin dejar de discutir, volvieron la esquina al llegar a su calle.
Laila recorrió sola las tres últimas manzanas. Cuando llegó a su calle, se fijó en que el Benz azul seguía aparcado frente a la casa de Rashid y Mariam. Ahora el hombre mayor del traje marrón estaba de pie junto al capó, apoyado en un bastón y mirando hacia la casa.
Fue entonces cuando Laila oyó una voz a su espalda.