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A las seis y media entró en un destartalado hotel del Red Light district, a unos diez minutos a pie desde la estación central de Amsterdam, y pidió una habitación.

Pasó dos horas intentando localizar al embajador de Suecia hasta que consiguió contactar con él por teléfono a eso de las nueve. Empleó toda su capacidad de persuasión y subrayó que tenía un asunto de máxima importancia que debía tratar sin demora. El embajador acabó cediendo y accedió a verlo a las diez de la mañana del domingo.

Luego Mikael salió a cenar frugalmente en un restaurante cercano al hotel. A las once de la noche ya estaba durmiendo.

El embajador Bertil K. Janeryd se mostró parco en palabras mientras tomaban café en su residencia privada.

– Bueno… ¿Cuál es ese asunto tan importante?

– Alexander Zalachenko. El desertor ruso que llegó a Suecia en 1976 -dijo Mikael, entregándole la carta de Fälldin.

Janeryd pareció quedarse perplejo. Tras leerla, la dejó cuidadosamente.

Mikael dedicó la siguiente media hora a explicarle en qué consistía el problema y por qué Fälldin redactó la carta.

– Yo… yo no puedo tratar ese asunto -terminó diciendo Janeryd.

– Sí puede.

– No, sólo puedo comentarlo ante la comisión constitucional.

– Es muy probable que tenga que comparecer ante ellos. Pero en la carta dice que utilice su buen juicio.

– Fälldin es una persona honrada.

– No me cabe la menor duda. Pero yo no voy a por ustedes. No le pido que revele ni uno solo de esos secretos militares que tal vez Zalachenko revelara.

– Yo no conozco ningún secreto. Ni siquiera sabía que se llamara Zalachenko… Sólo lo conocía bajo un nombre falso.

– ¿Cuál?

– Lo conocíamos como Ruben.

– De acuerdo, siga.

– No puedo hablar de eso.

– Sí puede -repitió Mikael mientras se acomodaba-. Porque esta historia se hará pública dentro de poco. Y cuando eso ocurra, los medios de comunicación o le cortarán la cabeza o le describirán como un funcionario honrado que hizo cuanto estuvo en su mano para enfrentarse a esa horrible situación. Fue a usted a quien Fälldin eligió para que hiciera de intermediario entre él y los que se encargaron de Zalachenko. Eso ya lo sé.

Janeryd asintió.

– Cuénteme.

Janeryd permaneció callado durante casi un minuto.

– Nadie me comunicó nada. Yo era joven… y no sabía cómo tratar el asunto. Los vi unas dos veces al año durante el tiempo que duró aquello. Me decían que Ruben… Zalachenko se encontraba bien de salud, que estaba colaborando y que la información que entregaba resultaba inapreciable. Nunca me dieron más detalles. No tenía ninguna necesidad de saber ningún detalle.

Mikael aguardaba.

– El desertor había actuado en otros países y no sabía nada de Suecia, y por eso nunca fue considerado como un asunto importante en nuestra política de seguridad. Informé al primer ministro en un par de ocasiones, pero, por lo general, no había nada que comentar.

– Vale.

– Siempre decían que el asunto se llevaba de la forma habitual y que la información que él daba era procesada a través de nuestros canales habituales. ¿Qué les iba yo a contestar? Si les preguntaba qué querían decir, sonreían y me soltaban que eso quedaba fuera de mi competencia. Me sentía como un idiota.

– ¿Nunca se le ocurrió pensar que hubiera algo raro en todo aquello?

– No. Allí no había nada raro. Yo daba por descontado que en la Säpo sabían lo que hacían y que tenían la experiencia y la práctica necesarias para llevar un caso así. Pero no puedo hablar del asunto.

A esas alturas, Janeryd llevaba ya, de hecho, varios minutos hablando del asunto.

– Todo eso resulta irrelevante. Lo único relevante ahora mismo es una sola cosa.

– ¿Cuál?

– El nombre de las personas con las que trataba.

Janeryd le echó a Mikael una mirada inquisidora.

– Las personas que se encargaban de Zalachenko han ido mucho más allá de todas las competencias imaginables. Se han dedicado a ejercer una grave actividad delictiva y deben ser objeto de la instrucción de un sumario. Por eso me ha enviado Fälldin aquí. Fälldin no conoce los nombres. Fue usted el que se reunió con ellos.

Janeryd parpadeó y apretó los labios.

– Se reunió con Evert Gullberg… Él era el jefe.

Janeryd asintió.

– ¿Cuántas veces lo vio?

– Acudió a todas las reuniones excepto a una. Habría una decena de reuniones mientras Fälldin fue primer ministro.

– ¿Y dónde se reunían?

– En el vestíbulo de algún hotel. Por lo general, el Sheraton. Una vez en el Amaranten de Kungsholmen y algunas veces en el pub del Continental.

– ¿Y quién más participó en las reuniones?

Janeryd parpadeó resignado.

– Hace tanto tiempo… No me acuerdo.

– Inténtelo.

– Había un tal… Clinton. Como el presidente americano.

– ¿Su nombre?

– Fredrik Clinton. Lo vi unas cuatro o cinco veces.

– De acuerdo… ¿Más?

– Hans von Rottinger. Ya lo conocía por mi madre.

– ¿Su madre?

– Sí, mi madre conocía a la familia Von Rottinger. Hans von Rottinger era una persona simpática. Hasta que se presentó en una reunión, acompañado de Gullberg, no me enteré de que trabajaba para la Säpo.

– Pues no era así -dijo Mikael.

Janeryd palideció.

– Trabajaba para una cosa llamada «Sección para el Análisis Especial» -dijo Mikael-. ¿Qué es lo que le dijeron sobre ese grupo?

– Nada… Quiero decir… bueno, que eran ellos los que se encargaban del desertor.

– Sí. Pero ¿a que resulta raro que no figuren en ninguna parte del organigrama de la Säpo?

– Eso es absurdo…

– Ya, ¿a que sí? Bueno, y ¿cómo se procedía para convocar las reuniones? ¿Le llamaban ellos a usted o los llamaba usted a ellos?

– No… La hora y el lugar se decidían en la reunión anterior.

– ¿Y qué hacía si necesitaba ponerse en contacto con ellos? Por ejemplo, para cambiar la hora de la reunión o algo así…

– Tenía un número de teléfono al que llamar.

– ¿Qué número?

– Sinceramente, no me acuerdo.

– ¿De quién era el número?

– No lo sé. Nunca lo utilicé.

– De acuerdo. Siguiente pregunta: ¿a quién le cedió el puesto?

– ¿Qué quiere decir?

– Cuando Fälldin dimitió. ¿Quién ocupó su lugar?

– No lo sé.

– ¿Redactó algún informe?

– No, porque todo era secreto. Ni siquiera podía llevar un cuaderno.

– ¿Y nunca informó a ninguno de sus sucesores?

– No.

– ¿Y qué pasó?

– Bueno… Fälldin dimitió y le entregó el testigo a Ola Ullsten. A mí me comunicaron que íbamos a esperar hasta después de las siguientes elecciones. Entonces, Fälldin volvió a ganar y se reanudaron nuestras reuniones. Luego se convocaron las elecciones de 1985 y ganaron los socialistas. Y supongo que Palme habría nombrado a alguien para que me sucediera. Yo empecé en el Ministerio de Asuntos Exteriores y me hice diplomático. Me destinaron a Egipto y después a la India.

Mikael continuó haciéndole preguntas durante unos cuantos minutos más, aunque estaba convencido de que ya sabía todo lo que Janeryd iba a poder contarle. Tres nombres:

Fredrik Clinton.

Hans von Rottinger.

Y Evert Gullberg: el hombre que mató a Zalachenko.

El club de Zalachenko.

Dio las gracias a Janeryd por la información y cogió un taxi de vuelta a la estación central. Hasta que se sentó en el taxi no abrió el bolsillo de la americana para apagar la grabadora. Aterrizó en Arlanda a las siete y media de la tarde del domingo.

Erika Berger contempló pensativa la foto de la pantalla. Levantó la mirada y escudriñó la redacción medio vacía que quedaba al otro lado de su jaula de cristal. Anders Holm tenía el día libre. No le pareció que nadie le estuviera prestando la más mínima atención, ni abierta ni furtivamente. Tampoco tenía razones para creer que hubiese alguien en la redacción que quisiera hacerle daño.

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