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Anders Jonasson conocía a Frank Ellis desde hacía catorce años. Se vieron por primera vez en un seminario de Estocolmo y descubrieron que ambos eran entusiastas pescadores con mosca, de modo que Anders lo invitó a Noruega para ir a pescar. Mantuvieron el contacto a lo largo de los años y llegaron a hacer juntos más viajes para dedicarse a su afición. Sin embargo, nunca habían trabajado en equipo.

– El cerebro es un misterio -comentó el profesor Ellis-. Llevo veinte años dedicándome a la investigación cerebral. La verdad es que más.

– Ya lo sé. Perdóname por haberte despertado, pero…

– Bah. -Frank Ellis movió la mano para restarle importancia-. Esto te costará una botella de Cragganmore la próxima vez que vayamos a pescar.

– De acuerdo. Me va a salir barato.

– Hace unos años, cuando trabajaba en Boston, tuve una paciente sobre cuyo caso escribí en el New England Journal of Medicine. Era una chica de la misma edad que ésta. Iba camino de la universidad cuando alguien le disparó con una ballesta. La flecha entró justo por donde termina la ceja, le atravesó la cabeza y le salió por la nuca.

– ¿Y sobrevivió? -preguntó Jonasson asombrado.

– Llegó a urgencias con una pinta horrible. Le cortamos la flecha y la metimos en el escáner. La flecha le atravesaba el cerebro de parte a parte. Según todos los pronósticos, debería haber muerto o, como mínimo, haber sufrido un traumatismo tan grave que la dejara en coma.

– ¿Y cuál era su estado?

– Permaneció consciente en todo momento. Y no sólo eso; como es lógico, tenía un miedo horrible, pero no había perdido ninguna de sus facultades mentales. Su único problema consistía en que una flecha le atravesaba la cabeza.

– ¿Y qué hiciste?

– Bueno, pues cogí unas pinzas, le extraje la flecha y le puse unas tiritas en las heridas. Más o menos.

– ¿Y sobrevivió?

– Permaneció en estado crítico durante mucho tiempo antes de darle el alta, claro, pero, honestamente, podríamos haberla mandado a casa el mismo día en el que entró. Jamás he tenido un paciente tan sano.

Anders Jonasson se preguntó si el profesor Ellis no le estaría tomando el pelo.

– Y sin embargo, en otra ocasión, hace ya algunos años -prosiguió EUis- asistí en Estocolmo a un paciente de cuarenta y dos años que se dio un ligero golpe en la cabeza contra el marco de una ventana. Se mareó y se sintió tan mal que tuvieron que llevarlo a urgencias en ambulancia. Se hallaba inconsciente cuando me lo trajeron. Tenía un pequeño chichón y una hemorragia apenas perceptible. Pero no se despertó nunca y falleció en la UVI nueve días después. Sigo sin saber por qué murió. En el acta de la autopsia pusimos «hemorragia cerebral producida por un accidente», pero ninguno de nosotros quedó satisfecho con ese análisis. La hemorragia era tan pequeña y estaba localizada de tal manera que no debería haber afectado a nada. Aun así, con el tiempo, el hígado, los ríñones, el corazón y los pulmones dejaron de funcionar. Cuanto más viejo me hago, más lo veo todo como una especie de ruleta. Si quieres que te diga la verdad, creo que nunca averiguaremos cómo funciona exactamente el cerebro. ¿Qué piensas hacer?

Golpeó la imagen de la pantalla con un bolígrafo.

– Esperaba que me lo dijeras tú.

– Me gustaría oír tu diagnóstico.

– Bueno, para empezar parece una bala de pequeño calibre. Le ha perforado la sien y le ha entrado unos cuatro centímetros en el cerebro. Descansa sobre el ventrículo lateral, justo donde se le ha producido la hemorragia.

– ¿Medidas?

– Utilizando tu terminología, coger unas pinzas y extraer la bala por el mismo camino por el que ha entrado.

– Excelente idea. Pero yo que tú usaría las pinzas más finas que tuviera.

– ¿Así de sencillo?

– En un caso como éste, ¿qué otra cosa podríamos hacer? Es posible que dejando la bala donde está la paciente viva hasta los cien años, pero eso también sería tentar a la suerte: podría desarrollar epilepsia, migrañas y rollos de ese tipo. Lo que no queremos hacer es taladrarle la cabeza dentro de un año para operarla cuando la herida se haya curado. La bala está algo alejada de las arterias principales. En este caso te recomendaría que se la sacaras, pero…

– Pero ¿qué?

– La bala no me preocupa. Eso es lo fascinante de los daños cerebrales: que haya sobrevivido cuando entró la bala significa que también sobrevivirá cuando se la saquemos. El problema es más bien éste -dijo, señalando la pantalla-: alrededor del orificio de entrada tienes un montón de fragmentos óseos. Puedo ver por lo menos una docena de unos cuantos milímetros de largo. Algunos se han hundido en el tejido cerebral. Ahí está lo que la matará si no actúas con cuidado.

– Esa parte del cerebro es la que se asocia al habla y a la capacidad numérica…

Ellis se encogió de hombros.

– Bah, chorradas. No tengo ni la menor idea de para qué sirven estas células grises de aquí. Haz lo que puedas. Eres tú el que opera. Yo estaré detrás mirando. ¿Puedo ponerme alguna bata y lavarme en algún sitio?

Mikael Blomkvist miró el reloj y constató que eran poco más de las tres de la mañana. Se encontraba esposado. Cerró los ojos un momento. Estaba muerto de cansancio, pero la adrenalina lo mantenía despierto. Abrió los ojos y, cabreado, contempló al comisario Thomas Paulsson, que le devolvió la mirada en estado de shock. Se hallaban sentados junto a la mesa de la cocina de una granja situada en algún lugar cercano a Nossebro llamado Gosseberga, del que Mikael había oído hablar por primera vez en su vida apenas doce horas antes.

La catástrofe ya era un hecho.

– ¡Idiota! -le espetó Mikael.

– Bueno, escucha…

– ¡Idiota! -repitió Mikael-. ¡Joder, ya te dije que el tío era un peligro viviente, que había que manejarlo como si fuese una granada con el seguro quitado! Ha asesinado como mínimo a tres personas; es como un carro de combate y no necesita más que sus manos para matar. Y tú vas y mandas a dos maderos de pueblo para arrestarlo, como si se tratara de uno de esos borrachuzos de sábado por la noche.

Mikael volvió a cerrar los ojos. Se preguntó qué más iba a irse a la mierda esa noche.

Había encontrado a Lisbeth Salander poco después de medianoche, herida de gravedad. Avisó a la policía y logró convencer a los servicios de emergencia de Protección Civil para que enviaran un helicóptero y trasladaran a Lisbeth al hospital de Sahlgrenska. Describió con todo detalle sus lesiones y el agujero de bala de la cabeza, y alguna persona inteligente y sensata se dio cuenta de la gravedad del asunto y comprendió que Lisbeth necesitaba asistencia de inmediato.

Aun así, el helicóptero tardó media hora en llegar. Mikael salió y sacó dos coches del establo, que también hacía las veces de garaje, y, encendiendo los faros, iluminó el campo que había delante de la casa y que sirvió de pista de aterrizaje.

El personal del helicóptero y dos enfermeros acompañantes actuaron con gran pericia y profesionalidad. Uno de los enfermeros le administró los primeros auxilios a Lisbeth Salander mientras el otro se ocupaba de Alexander Zalachenko, también conocido como Karl Axel Bodin. Zalachenko era el padre de Lisbeth Salander y su peor enemigo. Había intentado matarla pero fracasó. Mikael lo encontró gravemente herido en el leñero de esa apartada granja, con un hachazo con muy mala pinta en la cara y contusiones en la pierna.

Mientras Mikael esperaba la llegada del helicóptero hizo lo que pudo por Lisbeth. Buscó una sábana limpia en un armario, la cortó y se la puso como venda. Constató que la sangre se había coagulado y había formado un tapón en el orificio de entrada de la cabeza, así que no sabía muy bien si atreverse a colocarle una venda allí. Al final, sin ejercer mucha presión, le ató la sábana alrededor de la cabeza, más que nada para que la herida no estuviera tan expuesta a las bacterias y la suciedad. En cambio, contuvo la hemorragia de los agujeros de bala de la cadera y del hombro de la manera más sencilla: en un armario había encontrado un rollo de cinta adhesiva plateada y simplemente cubrió las heridas con ella. Le humedeció la cara con una toalla mojada e intentó limpiarle las zonas más sucias.

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