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– ¿Es posible rastrearlo?

– Resulta prácticamente imposible, aunque la persona en cuestión sea tan tonta como para haberlo mandado desde su ordenador personal de casa. Como mucho se podría rastrear el número IP hasta un servidor, pero si ha usado una cuenta de Hotmail, por ejemplo, no hay nada que hacer.

Erika le dio las gracias por la información. Reflexionó unos instantes. No era precisamente la primera vez que recibía un correo amenazador o el mensaje de un chalado. El correo se refería, como era obvio, a su nuevo trabajo como redactora jefe del SMP. Se preguntó si procedería de algún loco que hubiera leído algo sobre ella relacionado con la muerte de Morander o si el remitente se encontraba en el edificio.

Monica Figuerola reflexionó largo y tendido sobre lo que iba a hacer con lo de Evert Gullberg. Una de las ventajas que conllevaba trabajar en el Departamento de protección constitucional era que le otorgaba amplios poderes para consultar prácticamente cualquier investigación policial de Suecia que pudiera estar relacionada con algún delito racista o político. Constató que Alexander Zalachenko era inmigrante y que analizar la violencia dirigida contra personas nacidas en el extranjero, para comprobar si se trataba de delitos motivados por racismo o no, formaba parte de su cometido. Por lo tanto, tenía legítimo derecho a acceder a la investigación sobre el asesinato de Zalachenko para determinar si Evert Gullberg estaba vinculado a una organización racista o si había expresado ideas racistas en relación con el homicidio. Pidió el informe de la investigación y lo estudió meticulosamente. Allí encontró las cartas que en su día fueron enviadas al ministro de Justicia y se percató de que, aparte de una serie de ataques personales de carácter denigrante y obsesivo, también figuraban los términos «follamoros» y «traidor de la patria».

Luego dieron las cinco. Monica Figuerola guardó todo el material en la caja fuerte de su despacho, quitó la taza de café de la mesa, apagó el ordenador y fichó al salir. Con paso decidido y rápido, fue andando hasta un gimnasio de Sankt Eriksplan y dedicó la siguiente hora a hacer pesas en plan tranquilo.

Cuando hubo acabado, volvió caminando a su apartamento en Pontonjärgatan, se duchó y se tomó una cena tardía pero sana. Pensó por un instante en llamar a Daniel Mogren, que vivía tres manzanas más abajo en la misma calle. Daniel era carpintero y culturista y durante tres años había sido, de vez en cuando, su compañero de entrenamiento. Durante los últimos meses también se habían enrollado en varias ocasiones.

Era cierto que el sexo resultaba casi tan satisfactorio como un duro entrenamiento en el gimnasio, pero a los treinta y tantos, o más bien cuarenta menos algo, Monica Figuerola había empezado a pensar si no debería, a pesar de todo, empezar a interesarse por un hombre y una situación vital más permanentes. Tal vez incluso niños. Aunque no con Daniel Mogren.

Tras un momento de reflexión llegó a la conclusión de que en realidad no tenía ganas de ver a nadie. En su lugar se fue a la cama con un libro sobre la historia de la Antigüedad. Se durmió poco antes de medianoche.

Capítulo 13 Martes, 17 de mayo

Monica Figuerola se despertó a las seis y diez de la mañana del martes, salió a correr una larga vuelta por Norr Mälarstrand, se duchó y fichó la entrada en la jefatura de policía a las ocho y diez. Dedicó la primera hora de la mañana a redactar un informe sobre las conclusiones a las que había llegado el día anterior.

A las nueve llegó Torsten Edklinth. Monica le dio veinte minutos para que despachara el posible correo de la mañana y luego se acercó a su despacho y llamó a la puerta. Esperó diez minutos mientras su jefe leía el informe que ella acababa de redactar. Leyó las cuatro hojas, de principio a fin, dos veces. Al final alzó la vista y la miró.

– El jefe administrativo -dijo pensativo.

Ella asintió.

– Él tiene que haber dado su visto bueno a la comisión de servicios de Mårtensson. Por lo tanto, ha de saber que Mårtensson no está en contraespionaje, donde, según el Departamento de protección personal, se supone que debe encontrarse.

Torsten Edklinth se quitó las gafas, sacó un pañuelo de papel y las limpió con toda meticulosidad. Reflexionó. Había visto en incontables ocasiones al jefe administrativo Albert Shenke en reuniones y jornadas organizadas por la casa, pero no podía afirmar que lo conociera demasiado. Se trataba de una persona de estatura más bien baja, de pelo fino y rubio tirando a pelirrojo y con una cintura que, con el paso de los años, había dado bastante de sí. Sabía que Shenke tenía unos cincuenta y cinco años y que llevaba prestando sus servicios en la DGP /Seg desde hacía, como poco, veinticinco; tal vez más. Durante la última década había ocupado el puesto de jefe administrativo, y antes trabajó como jefe administrativo adjunto y en otros cargos dentro de la administración. Lo consideraba una persona callada que era capaz de actuar con mano dura si hacía falta. Edklinth no tenía ni idea de a qué se dedicaba Shenke en su tiempo libre, pero recordaba haberlo visto en alguna ocasión en el garaje de la jefatura de policía vestido de sport y con unos palos de golf en el hombro. Asimismo, una vez, hacía ya años y por pura casualidad, se topó con él en la ópera.

– Hay una cosa que me ha llamado la atención -dijo ella.

– ¿Qué?

– Evert Gullberg. Hizo el servicio militar en los años cuarenta, se convirtió en asesor fiscal y luego desapareció entre la niebla en los cincuenta.

– ¿Sí?

– Cuando el otro día tratamos ese tema, hablamos de él como si fuese un asesino contratado.

– Sé que suena rebuscado, pero…

– Lo que más me ha llamado la atención ha sido que he encontrado tan poco sobre su pasado que me da la sensación de que más bien parece algo fabricado. Durante los años cincuenta y sesenta, tanto IB como la Seg montaron empresas fuera de casa.

Torsten Edklinth hizo un gesto afirmativo con la cabeza.

– Me estaba preguntando cuándo te plantearías esa posibilidad.

– Necesitaría una autorización para acceder a los expedientes personales de los años cincuenta -dijo Monica Figuerola.

– No -respondió Torsten Edklinth, negando con la cabeza-. No podemos entrar en el archivo sin permiso del jefe administrativo y no queremos llamar la atención hasta que tengamos las espaldas bien cubiertas.

– ¿Y cómo piensas que debemos proceder?

– Mårtensson -dijo Edklinth-. Averigua qué está haciendo.

Lisbeth Salander estaba examinando la ventana de ventilación de su habitación, cerrada con llave, cuando oyó que se abría la puerta y entraba Anders Jonasson. Eran más de las diez de la noche del martes. El médico frustraba así sus planes para huir del hospital.

Ella ya había medido los centímetros que la ventana podía abrirse, constatado que su cabeza podría pasar y que probablemente no tendría mayores problemas en introducir el resto del cuerpo. Había tres pisos hasta el suelo, pero, con la ayuda de unas sábanas y el cable alargador de tres metros de largo que estaba enchufado a una lámpara, ese problema quedaría resuelto.

Había planificado mentalmente su huida paso a paso. El problema era la ropa. Tenía unas bragas, el camisón del hospital y un par de sandalias de goma que le habían dejado. Contaba con doscientas coronas que Annika Giannini le había prestado para que pudiera pedir golosinas del quiosco del hospital. Sería suficiente para hacerse con unos vaqueros baratos y una camiseta en la tienda del Ejército de Salvación, siempre y cuando pudiera dar con ella en Gotemburgo. El resto del dinero tenía que alcanzar, como fuera, para llamar por teléfono a Plague. Luego ya vería. Había previsto aterrizar en Gibraltar un par de días después de escaparse y hacerse luego con una nueva identidad en alguna parte del mundo.

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