– Tres semanas en el SMP y ya estoy destrozada -dijo ella, riéndose.
– Bueno, bueno. Creo que se necesita un poco más para destrozar a Erika Berger.
– ¡A la mierda tu casa! Estoy demasiado cansada como para volver a Saltsjöbaden. Me dormiré al volante y me mataré. Acabo de decidirlo. Iré andando hasta el Scandic Crown y cogeré una habitación. Acompáñame.
Él asintió.
– Ahora se llama Hilton.
– Pues como mierda se llame.
Recorrieron a pie la corta distancia. Ninguno de los dos dijo nada. Mikael había puesto el brazo sobre el hombro de Erika. Ella lo miró de reojo y se dio cuenta de que él estaba tan cansado como ella.
Nada más entrar en el hotel se dirigieron a la recepción, pidieron una habitación doble y pagaron con la tarjeta de crédito de Erika. Subieron, se desnudaron, se ducharon y se metieron bajo las sábanas. A Erika le dolían mucho los músculos, como si acabara de correr el maratón de Estocolmo. Estuvieron abrazados un rato y luego se apagaron como velas.
Ninguno de los dos tuvo la sensación de que los habían estado vigilando. No advirtieron al hombre que los observaba en la misma entrada del hotel.
Capítulo 15 Jueves, 19 de mayo – Domingo, 22 de mayo
Lisbeth Salander dedicó la mayor parte de la noche del jueves a leer los artículos de Mikael Blomkvist y los capítulos de su libro, que ya estaban más o menos terminados. Como el fiscal Ekström tenía previsto celebrar el juicio en julio, Mikael había fijado el deadline para la imprenta para el 20 de junio. Eso quería decir que a Kalle Blomkvist de los Cojones le quedaba poco más de un mes para acabar el texto y rellenar todos los huecos.
Lisbeth no entendía cómo le iba a dar tiempo, pero eso era problema de él, no de ella. Ella ya tenía bastante con decidir qué postura adoptar con respecto a las preguntas que él le había hecho.
Cogió su Palm Tungsten T3 y entró en [La_Mesa_ Chalada] para ver si Mikael había escrito algo nuevo durante las últimas veinticuatro horas. Constató que no. Luego abrió el documento que él había titulado [Cuestiones_fundamentales]. Ya se sabía el texto de memoria, pero aun así lo leyó una vez más.
Él había esbozado la estrategia que Annika Giannini le había explicado a ella. Cuando Annika se la presentó, Lisbeth la escuchó con un distraído y distanciado interés, como si no fuera con ella. Pero Mikael Blomkvist conocía secretos que Annika Giannini desconocía; por eso podía presentar ese plan de actuación de una manera más contundente. Bajó hasta el cuarto párrafo.
La única persona que puede decidir cómo va a ser tu futuro eres tú misma. No importa lo que Annika luche por ti ni cómo te apoyemos Armanskij, Palmgren, yo o quien sea. No pienso intentar convencerte de nada; eres tú la que debe decidir qué hacer. O le das un giro al juicio a tu favor o dejas que te condenen. Pero si lo que pretendes es ganar, tendrás que luchar.
Apagó el ordenador y miró al techo: Mikael le pedía permiso para contar en su libro toda la verdad. Tenía intención de ocultar la parte de la violación de Bjurman: ese capítulo ya estaba redactado y Mikael había disfrazado la verdad concluyendo que Bjurman había iniciado una colaboración con Zalachenko que se torció porque el abogado perdió los estribos, razón por la cual Niedermann se vio obligado a matarlo. No entró en los motivos de Bjurman.
Kalle Blomkvist de los Cojones le estaba complicando la vida.
Meditó un largo rato.
A las dos de la mañana cogió su Palm Tungsten T3 y entró en el programa de tratamiento de textos. Abrió un nuevo documento, sacó el puntero y empezó a marcar letras sobre el teclado digital.
Mi nombre es Lisbeth Salander. Nací el 30 de abril de 1978. Mi madre era Agneta Sofía Salander. Me tuvo con diecisiete años. Mi padre era un psicópata, un asesino y un maltratador de mujeres llamado Alexander Zalachenko. Trabajó como agente ilegal en la Europa occidental para el servicio de inteligencia militar de la Unión Soviética, el GRU.
Iba despacio porque tenía que ir marcando una a una las letras. Formulaba cada frase en la cabeza antes de escribirla. No hizo ni un solo cambio en el texto. Eran las cuatro de la mañana cuando apagó su ordenador de mano y lo puso a cargar en el hueco que quedaba por detrás de la mesilla de noche. Había redactado el equivalente a dos hojas DIN A4 a un espacio.
Erika Berger se despertó a las siete de la mañana. A pesar de haber dormido más de ocho horas sin interrupciones, estaba muy lejos de sentirse descansada. Miró a Mikael Blomkvist, que seguía durmiendo profundamente.
Lo primero que hizo fue encender el móvil para comprobar si había recibido mensajes. La pantalla le indicó que su marido, Greger Backman, la había llamado once veces. ¡Mierda! Se me olvidó llamarlo. Marcó su número y le explicó dónde estaba y por qué no había vuelto a casa la noche anterior. Él estaba cabreado.
– Erika, no vuelvas a hacerme esto. Sabes que no es nada personal contra Mikael, pero me has tenido en un estado de desesperación toda la noche. Me moría sólo de pensar que te hubiese ocurrido algo. Si no vienes a dormir, llámame, joder. ¿Cómo se te puede olvidar una cosa así?
Greger Backman estaba del todo conforme con el hecho de que Mikael Blomkvist fuera el amante de su mujer. La relación tenía lugar con su consentimiento y aprobación. Pero cada vez que ella decidía pasar la noche con Mikael siempre llamaba a su marido para decírselo. Esta vez se fue al Hilton sin otra idea en la cabeza más que dormir.
– Perdóname -dijo ella-. Es que anoche caí redonda.
Él siguió gruñendo un rato más.
– No te enfades conmigo, Greger. Ahora no. Ya me echarás esta noche todas las broncas que quieras.
Gruñó un poco menos y prometió echarle una buena bronca en cuanto la tuviera delante.
– De acuerdo. ¿Y qué tal Blomkvist?
– Está durmiendo. -De repente, soltó una carcajada-. Te lo creas o no, nos dormimos cinco minutos después de acostarnos. No nos había pasado nunca.
– Erika, esto es serio. Tal vez deberías ver a un médico.
Cuando acabó la conversación con su marido llamó a la centralita del SMP y dejó un mensaje para el secretario de redacción, Peter Fredriksson. Comunicó que le había surgido un imprevisto y que iría un poco más tarde de lo habitual. Le pidió que cancelara una reunión con los colaboradores de la sección de cultura.
Después cogió su bandolera, buscó un cepillo de dientes y se fue al baño. Luego volvió a la cama y despertó a Mikael.
– Hola -murmuró.
– Hola -dijo ella-. Venga, deprisa, al baño; dúchate y lávate los dientes.
– ¿Q… qué?
Se incorporó y miró a su alrededor con tanto desconcierto que ella tuvo que recordarle que se encontraba en el Hilton de Slussen. Él asintió.
– Anda, corre. Al baño.
– ¿Por qué?
– Porque en cuanto vuelvas quiero sexo.
Ella consultó su reloj.
– Y date prisa. Tengo una reunión a las once y necesito por lo menos media hora para ofrecer una cara presentable. Y quiero comprarme una camiseta de camino al trabajo. De modo que sólo disponemos de unas dos horas para recuperar todo el tiempo perdido.
Mikael se fue al baño.
Jerker Holmberg aparcó el Ford de su padre en el patio de la casa del ex primer ministro Thorbjörn Fälldin en Ås, una granja a las afueras de Ramvik, en el municipio de Härnösand. Bajó del coche y miró a su alrededor. Era jueves por la mañana. Estaba chispeando y los campos se veían muy verdes. A sus setenta y nueve años, Fälldin ya no era un agricultor en activo, así que Holmberg se preguntó quién sembraría y recogería la cosecha. Sabía que lo observaban desde la ventana de la cocina. Formaba parte del reglamento rural. Él mismo había crecido en Hälledal, cerca de Ramvik, a un tiro de piedra del puente de Sandö, uno de los lugares más bonitos del mundo. Según Jerker Holmberg.