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Se acercó hasta el porche y llamó a la puerta.

El ex líder del Partido de Centro había envejecido, pero daba la impresión de mantenerse todavía fuerte y lleno de vitalidad.

– Hola, Thorbjörn. Me llamo Jerker Holmberg. No es la primera vez que nos vemos, aunque ya hace unos cuantos años de eso. Mi padre es Gustav Holmberg; representó al partido en el consejo municipal en los años setenta y ochenta.

– Hola. Sí, ya me acuerdo de ti, Jerker. Trabajas de policía en Estocolmo, si no me equivoco. Hará unos diez o quince años que no te veía.

– Creo que más. ¿Puedo entrar?

Se sentó a la mesa de la cocina mientras Thorbjörn Fälldin le servía café.

– Espero que tu padre se encuentre bien. Pero no es ésa la razón de tu visita, ¿verdad?

– No. Mi padre está bien. Anda reformando el tejado de la casa de campo.

– ¿Cuántos años tiene ahora?

– Cumplió setenta y uno hace dos meses.

– Ajá -dijo Fälldin mientras se sentaba-. ¿Y qué te trae por aquí?

Jerker Holmberg miró por la ventana de la cocina y vio cómo una urraca se posaba junto a su coche y se ponía a inspeccionar el suelo. Luego se dirigió a Fälldin.

– Vengo sin haber sido invitado y con un problema muy gordo. Es posible que cuando termine esta conversación pierda el empleo, pues, aunque estoy aquí por razones de trabajo, mi jefe, el inspector Jan Bublanski, de la brigada de delitos violentos de Estocolmo, no está al tanto de esta visita.

– Parece grave.

– Si mis superiores se enteraran de esto, mi carrera pendería de un hilo.

– Entiendo.

– Pero tengo miedo de que, si no actúo, pueda producirse una terrible injusticia. Y ya irían dos veces…

– Creo que es mejor que me lo expliques todo.

– Se trata de un hombre llamado Alexander Zalachenko. Era espía del GRU soviético y desertó a Suecia el día de las elecciones de 1976. Se le dio asilo político y empezó a trabajar para la Säpo. Tengo razones para creer que estás al tanto de ese asunto.

Thorbjörn Fälldin contempló atentamente a Jerker Holmberg.

– Es una larga historia -dijo Holmberg para, acto seguido, empezar a hablar de la investigación en la que se había visto involucrado durante los últimos meses.

Erika Berger se puso boca abajo y apoyó la cabeza sobre los nudillos. De repente sonrió.

– Mikael, ¿nunca te has parado a pensar si, en realidad, no estaremos locos de remate los dos?

– ¿Por qué?

– Pues yo, por lo menos, sí. Me despiertas un irrefrenable deseo. Me siento como una adolescente loca.

– Ajá.

– Y luego quiero ir a casa y acostarme con mi marido.

Mikael se rió.

– Conozco a un buen terapeuta -dijo.

Ella le hundió un dedo en la cintura.

– Mikael, trabajar en el SMP me está empezando a parecer un gran error.

– ¡Y una mierda! Es una gran oportunidad para ti. Si alguien puede resucitar a ese muerto, eres tú.

– Sí, tal vez. Pero ése es precisamente el problema. El SMP es como un muerto. Y encima anoche vas y rematas la faena con lo de Magnus Borgsjö. No entiendo qué diablos pinto yo allí.

– Dale tiempo al tiempo.

– Ya, pero lo de Borgsjö no me hace ninguna gracia. No tengo ni idea de cómo voy a llevarlo.

– Yo tampoco. Pero ya pensaremos en algo.

Ella permaneció callada un instante.

– Te echo de menos.

Él asintió y la miró.

– Yo también te echo de menos.

– ¿Cuánto pedirías por venirte al SMP y convertirte en jefe de Noticias?

– ¡En mi vida! ¿No lo es ya ese Holm, o como se llame?

– Sí. Pero es un idiota.

– En eso te doy la razón.

– ¿Lo conoces?

– Claro que sí. Fue mi jefe durante tres meses a mediados de los años ochenta, cuando trabajé cubriendo una baja. Es un cabrón que manipula a la gente. Además…

– ¿Además qué?

– Bah, nada. No quiero ir por ahí soltando cotilleos.

– Dime.

– Una chica llamada Ulla no sé qué y que también trabajaba como sustituta dijo que él la acosaba sexualmente. No sé cuánto hubo de verdad y cuánto de falso en todo aquello, pero el comité de empresa no hizo nada al respecto y a ella no le prorrogaron el contrato, cosa que sí iban a hacer antes.

Erika Berger miró el reloj, suspiró, salió de la cama y desapareció en dirección a la ducha. Mikael ni se había movido cuando ella salió, se secó y se puso la ropa.

– Yo me quedo un rato más -dijo él.

Ella le dio un beso en la mejilla, se despidió con la mano y se marchó.

Monica Figuerola aparcó a veinte metros del coche de Göran Mårtensson, en Luntmakargatan, muy cerca de Olof Palmes gata. Lo vio caminar unos sesenta metros hasta el parquímetro y pagar. Luego él se fue andando hasta Sveavägen.

Monica Figuerola pasó de pagar el aparcamiento: si se entretuviera en el parquímetro lo perdería. Siguió a Mårtensson hasta Kungsgatan, donde éste giró a la izquierda y entró en Kungstornet. Ella refunfuñó pero no le quedaba otra elección, así que esperó tres minutos y luego entró en el café. Estaba sentado en la planta baja hablando con un hombre de unos treinta y cinco años. Era rubio y parecía estar en bastante buena forma. «Un madero, pensó Monica Figuerola.»

Lo identificó como el hombre que Christer Malm había fotografiado delante del Copacabana el uno de mayo.

Pidió un café, se sentó en el otro extremo del local y abrió el Dagens Nyheter. Mårtensson y su acompañante hablaban en voz baja. No pudo oír ni una sola palabra de lo que decían. Sacó su teléfono y fingió hacer una llamada, algo totalmente innecesario, ya que ninguno de los dos hombres la estaba mirando. Les hizo una foto que sabía que iba a ser de 72 dpi y, por lo tanto, de demasiada baja calidad para publicarla. Sin embargo, podía servir como prueba de que el encuentro se había celebrado.

Al cabo de algo más de quince minutos, el hombre rubio se levantó y abandonó el Kungstornet. Monica Figuerola se maldijo por dentro: ¿por qué no se habría quedado fuera? Lo habría reconocido en cuanto hubiera salido. Quiso levantarse e ir tras él enseguida. Pero Mårtensson continuaba allí, tranquilo, tomándose su café. No quería llamar la atención levantándose y siguiendo a ese desconocido interlocutor.

Pasados unos cuarenta segundos Mårtensson fue al baño. En cuanto cerró la puerta, Monica Figuerola se puso de pie y salió a Kungsgatan. Miró a diestro y siniestro, pero el hombre rubio ya no estaba.

Se la jugó y fue corriendo hasta la intersección de Kungsgatan con Sveavägen. No lo vio por ninguna parte, de modo que bajó a toda prisa hasta el metro. Ni el menor rastro de él.

Volvió a Kungstornet. Mårtensson también había desaparecido.

Erika Berger empezó a soltar palabrotas descontroladamente cuando volvió al sitio donde había aparcado su BMW el día anterior, a dos manzanas de Samirs gryta.

El coche permanecía allí. Pero durante la noche alguien le había pinchado las cuatro ruedas. «Malditas putas ratas de alcantarilla», comenzó a decir mientras le hervía la sangre de rabia.

No había muchas alternativas. Llamó a la grúa y explicó la situación. No tenía tiempo de quedarse esperando, de modo que introdujo las llaves en el tubo de escape para que los de la grúa pudieran entrar en el coche. Luego bajó a Mariatorget y paró un taxi.

Lisbeth Salander entró en la página web de Hacker Republic y constató que Plague estaba conectado. Le pinchó.

– Hola, Wasp. ¿Qué tal las cosas por Sahlgrenska?

– Relajadas. Necesito tu ayuda.

– Vaya, vaya.

– Nunca creí que te la fuera a pedir.

– Debe de ser algo serio.

– Göran Mårtensson, residente en Vällingby. Necesito acceso a su ordenador.

– Vale.

– Debes transferirle todo el material a Mikael Blomkvist, a Millennium.

– De acuerdo. Eso está hecho.

– Gran hermano tiene pinchado el teléfono de Blomkvist y probablemente también su correo. Tienes que mandarlo todo a una dirección de Hotmail.

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