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– Vale.

– Si yo no estoy accesible, Blomkvist te pedirá ayuda. Necesita poder ponerse en contacto contigo.

– Mmm.

– Es un poco cabeza cuadrada, pero te puedes fiar de él.

– Mmm.

– ¿Cuánto quieres?

Plague permaneció en silencio durante unos segundos.

– ¿Esto tiene que ver con tu situación?

– Sí.

– ¿Te puede ayudar?

– Sí.

– Entonces te lo regalo.

– Gracias. Pero siempre pago mis deudas. Voy a necesitar tu ayuda hasta el juicio. Te pagaré 30.000.

– ¿Te lo puedes permitir?

– Me lo puedo permitir.

– Vale.

– Me parece que tendremos que recurrir a Trinity. ¿Crees que podrás convencerlo para que venga a Suecia?

– ¿Para hacer qué?

– Lo que mejor sabe hacer. Le pagaré sus honorarios habituales + gastos.

– De acuerdo. ¿Quién?

Le explicó lo que quería que hicieran.

El viernes por la mañana, el doctor Anders Jonasson parecía preocupado cuando contempló de modo educado a un inspector Hans Faste sumamente irritado al otro lado de la mesa.

– Lo lamento -dijo Anders Jonasson.

– No lo entiendo. Pensé que Salander se había recuperado. He venido a Gotemburgo en parte para poder interrogarla y en parte para preparar su traslado a una celda de Estocolmo, que es donde debe estar.

– Lo lamento -repitió Anders Jonasson-. Me encantaría deshacerme de ella porque no nos sobran precisamente habitaciones en el hospital. Pero…

– ¿Y si está fingiendo?

Anders Jonasson se rió.

– No creo que sea muy probable. Debes entender lo siguiente: a Lisbeth Salander le han pegado un tiro en la cabeza. Yo le saqué una bala del cerebro, pero, a partir de ese momento, que sobreviviera o no era una lotería. Sobrevivió y su evolución ha sido extraordinariamente satisfactoria… tan buena que mis colegas y yo estábamos dispuestos a darle el alta. Y justo ayer observamos un claro empeoramiento. Se quejó de un fuerte dolor de cabeza y, de repente, la fiebre le empieza a subir y bajar. Ayer por la tarde tenía 38 y vomitó en dos ocasiones. Le bajó en el transcurso de la noche y se mantuvo casi sin fiebre, de modo que pensé que se trataba de algo pasajero. Pero cuando la examiné esta mañana le había subido a 39, lo cual es grave. Durante el día le ha vuelto a bajar.

– Entonces, ¿qué le pasa?

– No lo sé, pero el hecho de que su fiebre esté oscilando indica que no se trata de una gripe ni de nada parecido. No sabría decirte a qué se debe con exactitud, pero podría ser algo tan sencillo como una alergia a algún medicamento o alguna otra cosa con la que haya tenido contacto.

Buscó una imagen en el ordenador y le mostró la pantalla a Hans Faste.

– He mandado hacer un escáner craneal. Como puedes observar, justo aquí, en torno a la herida de la bala, hay una zona más oscura. No consigo saber de qué se trata. Podría ser la misma cicatrización, pero también una pequeña hemorragia. Así que, hasta que no sepamos qué es lo que ocurre, no le voy a dar el alta; por muy urgente que sea.

Hans Faste asintió, resignado. No era cuestión de contradecir a un médico, una persona que tiene poder sobre la vida y la muerte y es lo más cercano al representante de Dios que hay sobre la tierra. A excepción de la policía, tal vez. Fuera como fuese, Faste no tenía ni competencia ni conocimientos para determinar la gravedad del estado de Lisbeth Salander.

– ¿Y ahora qué va a pasar?

– He prescrito reposo absoluto y una interrupción de su rehabilitación: necesita fisioterapia debido a las lesiones que la bala le produjo en el hombro y la cadera.

– De acuerdo… Debo contactar con el fiscal Ekström de Estocolmo. Esto ha sido toda una sorpresa. ¿Qué le puedo decir?

– Hace dos días estaba dispuesto a autorizar su traslado para finales de esta semana. Pero, tal y como están las cosas, vamos a esperar más tiempo. Tienes que advertirle que de momento no voy a tomar ninguna decisión al respecto, y que quizá no os la podáis llevar a Estocolmo para ingresarla en prisión preventiva hasta dentro de dos semanas. Depende por completo de su evolución.

– La fecha del juicio está fijada para el mes de julio…

– Si no surge ningún imprevisto, hay tiempo de sobra para que entonces ya esté en pie.

El inspector Jan Bublanski observó con desconfianza a la musculosa mujer que se hallaba al otro lado de la mesa. Estaban sentados en una terraza de Norr Mälarstrand tomando café. Era viernes, 20 de mayo, y hacía un calor veraniego. Ella lo había pillado a las cinco, justo cuando él ya se iba a casa. Se identificó como Monica Figuerola, de la DGP /Seg, y le propuso una conversación privada en torno a una taza de café.

Al principio, Bublanski se mostró reacio y malhumorado. Luego ella lo miró a los ojos y le aclaró que no venía a interrogarlo oficialmente y que, por supuesto, no necesitaba decirle nada si no quería. Él le preguntó de qué se trataba y ella le explicó con toda franqueza que su jefe le había encomendado la misión de averiguar, de forma extraoficial, qué había de falso y qué de verdadero en el así llamado «asunto Zalachenko», también conocido en otras ocasiones como el «asunto Salander». Le explicó, asimismo, que ni siquiera estaba del todo claro que tuviera derecho a hacerle preguntas, y que si deseaba contestárselas o no, era decisión suya.

– ¿Qué es lo que quieres saber? -preguntó Bublanski finalmente.

– Cuéntame lo que sepas de Lisbeth Salander, Mikael Blomkvist, Gunnar Björck y Alexander Zalachenko. ¿Cómo encajan todas esas piezas?

Hablaron durante más de dos horas.

Torsten Edklinth reflexionó mucho sobre cómo proseguir. Después de cinco días de pesquisas, Monica Figuerola le había dado una serie de claros indicios de que algo iba extraordinariamente mal en la DGP /Seg. Comprendía la necesidad de actuar con sumo cuidado hasta que no tuviera bien cubiertas las espaldas. En esos momentos, él mismo se encontraba en medio de un apuro constitucional, ya que no estaba autorizado a llevar a cabo investigaciones operativas en secreto, sobre todo cuando iban en contra de sus propios compañeros.

De manera que se hacía imprescindible dar con una fórmula que legitimara sus actividades. En caso de emergencia, siempre podría recurrir a su condición de policía y decir que el deber de todo miembro del cuerpo era siempre investigar un delito; sin embargo, ahora se trataba de un delito de una naturaleza tan extremadamente delicada desde un punto de vista constitucional que, si diera un solo paso en falso, lo más seguro es que acabara siendo relegado de su puesto. Pasó el viernes encerrado en su despacho cavilando en solitario.

Las conclusiones a las que llegó, por muy inverosímiles que se le antojaran, fueron que Dragan Armanskij tenía razón: había una conspiración en el seno de la DGP /Seg en la cual una serie de personas actuaban al margen de las actividades ordinarias del cuerpo. Como esta actividad venía existiendo desde hacía muchos años -por lo menos desde 1976, cuando Zalachenko llegó a Suecia- debía de haber sido organizada desde más arriba y haber contado con el beneplácito de las altas esferas. Pero no tenía ni idea de hasta dónde llegaba en la jerarquía.

Escribió tres nombres en un cuaderno que estaba sobre su mesa:

Göran Mårtensson, protección personal. Inspector de policía.

Gunnar Björck, jefe adjunto del Departamento de extranjería. Fallecido. (¿Suicidio?)

Albert Shenke, jefe administrativo, DGP/Seg.

Monica Figuerola había llegado a la conclusión de que por lo menos el jefe administrativo tenía que haber manejado los hilos cuando Mårtensson, de protección personal, fue -en teoría- trasladado al contraespionaje; algo que nunca llegó a ocurrir en realidad, pues se dedicó a vigilar al periodista Mikael Blomkvist, lo cual no tenía nada que ver con el contraespionaje.

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