A la lista había que añadirle otros nombres, esta vez ajenos a la DGP /Seg:
Peter Teleborian, psiquiatra.
Lars Faulsson, cerrajero.
Teleborian fue contratado por la DGP /Seg como asesor psiquiátrico en unas cuantas ocasiones a finales de los años ochenta y principios de los noventa. Eso ocurrió en tres momentos concretos, así que Edklinth había sacado los informes del archivo para estudiarlos. La primera vez tuvo un carácter extraordinario: el contraespionaje había identificado a un informador ruso dentro de la industria sueca de telecomunicaciones, y el pasado de aquel espía inducía a temer que tal vez se le manifestaran ciertas inclinaciones suicidas en el caso de que fuera desenmascarado. Teleborian efectuó un análisis -remarcable por su agudeza- en el que se sugería que se convirtiera al informador en agente doble. Las otras dos ocasiones en las que consultaron a Teleborian fueron evaluaciones psiquiátricas en casos de menor importancia: una acerca de un empleado de la DGP /Seg que tenía problemas con la bebida y la otra sobre el extraño comportamiento sexual de un diplomático de un país africano.
Pero ni Teleborian ni Faulsson -en especial, Faulsson- ocuparon ningún puesto en la DGP /Seg. Aun así, a través de sus trabajos de asesoramiento, estaban vinculados a… ¿a qué?
La conspiración estaba íntimamente ligada al difunto Alexander Zalachenko, agente ruso que desertó del GRU y que, según todas las fuentes, llegó a Suecia el día de las elecciones de 1976. Y del cual nunca nadie había oído hablar. ¿Cómo era posible?
Edklinth intentó imaginarse lo que podría haber pasado si él hubiese estado al mando de la DGP /Seg en 1976, cuando Zalachenko desertó. ¿Cómo habría actuado? Máxima confidencialidad. Algo fundamental. La deserción sólo podría haber sido conocida por un reducido y exclusivo círculo; si no, la información corría el riesgo de ser filtrada a los rusos y… Pero ¿cuán reducido era el círculo?
¿Un departamento operativo?
¿Un departamento operativo desconocido?
Si todo hubiese sido kosher, el asunto Zalachenko debería haberse confiado al Departamento de contraespionaje. Lo mejor de todo habría sido, claro está, que el servicio de inteligencia militar se hubiera ocupado del caso, pero allí no tenían ni recursos ni competencia para dedicarse a ese tipo de actividades operativas. Así que fue a la DGP /Seg.
No obstante, el asunto nunca llegó al contraespionaje. Björck era la clave; él fue, al parecer, una de las personas que trató con Zalachenko. Aunque Björck nunca había tenido nada que ver con el contraespionaje. Björck constituía un misterio. Formalmente, ocupó un cargo en el Departamento de extranjería desde los años setenta, pero lo cierto es que apenas se le vio por el departamento hasta los años noventa, cuando, de la noche a la mañana, se convirtió en jefe adjunto.
Aun así, Björck constituía la principal fuente de la información de Blomkvist. ¿Cómo habría convencido Blomkvist a Björck para que le revelara esa bomba informativa? ¿A un periodista?
Las putas. Björck iba con putas adolescentes y Millennium pensaba denunciarlo. Blomkvist tenía que haber chantajeado a Björck.
Luego entró Salander en la historia.
El difunto letrado Nils Bjurman trabajó en el Departamento de extranjería al mismo tiempo que el difunto Björck. Fueron ellos los que se encargaron de Zalachenko. Pero ¿dónde lo metieron?
Alguien tuvo que tomar las decisiones. Con un desertor de esa categoría, la orden debió de llegar desde lo más alto.
Desde el gobierno. Tuvieron que contar con el apoyo gubernamental. Todo lo demás resultaba impensable.
¿O no?
Un escalofrío de malestar recorrió el cuerpo de Edklinth. Desde un punto de vista formal todo eso resultaba comprensible. Un desertor de la talla de Zalachenko debía ser tratado con la máxima confidencialidad. Eso era lo que él mismo habría decidido. Eso era lo que el gobierno de Fälldin tenía que haber decidido. Resultaba perfectamente lógico.
Pero lo que ocurrió en 1991 no seguía ninguna lógica. Björck contrató a Teleborian para meter a Lisbeth Salander en un hospital psiquiátrico con el pretexto de que estaba psíquicamente enferma. Eso constituía un delito. Y se trataba de un delito tan grave que Edklinth volvió a sentir un escalofrío de malestar.
Alguien tenía que haber tomado las decisiones pertinentes. Y en ese caso, en absoluto podía haber sido el gobierno… Ingvar Carlsson había sido primer ministro, y luego Carl Bildt. Pero ningún político se atrevería ni siquiera a imaginar una decisión así, que no sólo iba en contra de toda ley y justicia, sino que también -si alguna vez se llegara a conocer- acabaría provocando un verdadero escándalo de catastróficas dimensiones.
Si el gobierno se hubiese visto implicado, entonces Suecia no sería ni un ápice mejor que cualquier dictadura del mundo.
No era posible.
Y luego estaban los acontecimientos del 12 de abril en Sahlgrenska. Zalachenko oportunamente asesinado por un trastornado obseso de la justicia justo en el momento en el que se producía un robo en casa de Mikael Blomkvist y atracaban a Annika Giannini. En ambos casos robaron el extraño informe de Gunnar Björck de 1991. Era información con la que Dragan Armanskij había contribuido off the record. No se había puesto ninguna denuncia policial.
Y al mismo tiempo, Gunnar Björck va y se ahorca. Precisamente la persona con la que, más que con ninguna otra, desearía hablar muy en serio.
Torsten Edklinth no creía en una casualidad de tal megacalibre. El inspector Jan Bublanski no creía en una casualidad así. Mikael Blomkvist no creía en ella. Edklinth volvió a coger el rotulador.
Evert Gullberg, 78 años. ¿¿¿Asesor fiscal???
¿Quién diablos era Evert Gullberg?
Pensó en llamar al jefe de la DGP /Seg, pero se abstuvo de hacerlo por la simple razón de que no sabía hasta qué escalafón llegaba la conspiración dentro de la jerarquía del cuerpo. En resumen: no sabía en quién confiar.
Después de haber rechazado la posibilidad de recurrir a alguien de la DGP /Seg, pensó por un instante en dirigirse a la policía abierta. Jan Bublanski era el encargado de la investigación sobre Ronald Niedermann y, naturalmente, debería estar interesado en toda la información relacionada con ella. Pero, por razones políticas, resultaba imposible.
Sintió un enorme peso sobre los hombros.
Por último, sólo le quedaba una alternativa que era correcta desde un punto de vista constitucional y que tal vez pudiera servirle de protección en el caso de que, en el futuro, llegara a caer en desgracia política. Tenía que dirigirse al jefe y conseguir un apoyo político para lo que estaba haciendo.
Miró el reloj: poco menos de las cuatro de la tarde del viernes. Levantó el auricular y llamó al ministro de Justicia, al que conocía desde hacía varios años y con el que había coincidido en varias presentaciones que había hecho en el ministerio. Consiguió localizarlo en apenas cinco minutos.
– Hola, Torsten -le dijo el ministro de Justicia-. ¡Cuánto tiempo! ¿De qué se trata?
– Sinceramente, creo que te estoy llamando para ver cuánta credibilidad me otorgas.
– ¿Cuánta credibilidad? Qué pregunta más extraña. Por lo que a mí respecta tienes una credibilidad muy grande. ¿A qué se debe esa pregunta?
– A una petición urgente y extraordinaria. Necesito reunirme contigo y con el primer ministro. Y corre prisa.
– Vaya.
– Si no te importa, esperaré a tenerte frente a frente para explicártelo. Tengo un asunto sobre mi mesa tan desconcertante que considero que tanto tú como el primer ministro debéis ser informados.
– Parece serio.
– Es serio.
– ¿Tiene algo que ver con terroristas y amenazas…?
– No. Es más serio que todo eso. Con esta llamada estoy poniendo en juego no sólo mi reputación sino también toda mi carrera. No lo haría si no fuera porque considero que la situación es sumamente grave.