Anders Jonasson era el portero que estaba entre el paciente y Fonus, la empresa funeraria. Su trabajo consistía en decidir las medidas que había que tomar; si optaba por la errónea, puede que el paciente muriera o se despertara con una minusvalía para el resto de su vida. La mayoría de las veces tomaba la decisión correcta, algo que se debía a que gran parte de los que hasta allí acudían presentaba un problema específico que resultaba obvio: una puñalada en el pulmón o las contusiones sufridas en un accidente de coche eran daños concretos y controlables. Que el paciente sobreviviera dependía de la naturaleza de la lesión y de su saber hacer.
Pero había dos tipos de daños que Anders Jonasson detestaba: uno eran las quemaduras graves, que, independientemente de las medidas que él tomara, casi siempre condenaban al paciente a un sufrimiento de por vida. El otro eran las lesiones en la cabeza.
La chica que ahora tenía ante sí podría vivir con una bala en la cadera y otra en el hombro. Pero una bala alojada en algún rincón de su cerebro constituía un problema de una categoría muy distinta. De repente oyó que Hanna, la enfermera, decía algo.
– ¿Perdón?
– Es ella.
– ¿Qué quieres decir?
– Lisbeth Salander. La chica a la que llevan semanas buscando por el triple asesinato de Estocolmo.
Anders Jonasson miró la cara de la paciente. Hanna tenía toda la razón: se trataba de la chica cuya foto habían visto él y el resto de los suecos en las portadas de todos los periódicos desde las fiestas de Pascua. Y ahora esa misma asesina se hallaba allí, en persona, con un tiro en la cabeza, cosa que, sin duda, podría ser interpretada como algún tipo de justicia poética.
Pero eso no era asunto suyo. Su trabajo consistía en salvar la vida de su paciente, con independencia de que se tratara de una triple asesina o de un premio Nobel. O incluso de las dos cosas.
Luego estalló ese efectivo caos que caracteriza a los servicios de urgencias de un hospital. El personal del turno de Jonasson se puso manos a la obra con gran pericia. Cortaron el resto de la ropa de Lisbeth Salander. Una enfermera informó de la presión arterial -100/70- mientras Jonasson ponía el estetoscopio en el pecho de la paciente y escuchaba los latidos del corazón, que parecían relativamente regulares, y una respiración que no llegaba a ser regular del todo.
El doctor Jonasson no dudó ni un segundo en calificar de crítico el estado de Lisbeth Salander. Las lesiones del hombro y de la cadera podían pasar, de momento, con un par de compresas o, incluso, con esas tiras de cinta que alguna alma inspirada le había aplicado. Lo importante era la cabeza. El doctor Jonasson ordenó que le hicieran un TAC con aquel escáner en el que el hospital había invertido el dinero del contribuyente.
Anders Jonasson era rubio, tenía los ojos azules y había nacido en Umeå. Llevaba veinte años trabajando en el Östra y en el Sahlgrenska, alternando su trabajo de médico de urgencias con el de investigador y patólogo. Tenía una peculiaridad que desconcertaba a sus colegas y que hacía que el personal se sintiera orgulloso de trabajar con él: estaba empeñado en que ningún paciente se muriera en su turno y, de hecho, de alguna milagrosa manera, había conseguido mantener el marcador a cero. Cierto que algunos de sus pacientes habían fallecido, pero eso había ocurrido durante el tratamiento posterior o debido a razones completamente ajenas a su trabajo.
Además, Jonasson presentaba a veces una visión de la medicina poco ortodoxa. Opinaba que, con frecuencia, los médicos tendían a sacar conclusiones que carecían de fundamento y que, por esa razón, o se rendían demasiado pronto o dedicaban demasiado tiempo a intentar averiguar con exactitud lo que le pasaba al paciente para poder prescribir el tratamiento correcto. Ciertamente, este último era el procedimiento que indicaba el manual de instrucciones; el único problema era que el paciente podía morir mientras los médicos seguían reflexionando. En el peor de los supuestos, un médico llegaría a la conclusión de que el caso que tenía entre manos era un caso perdido e interrumpiría el tratamiento.
Sin embargo, a Anders Jonasson nunca le había llegado un paciente con una bala en la cabeza. Lo más probable es que hiciera falta un neurocirujano. Se sentía inseguro pero, de pronto, se dio cuenta de que quizá fuese más afortunado de lo que merecía. Antes de lavarse y ponerse la ropa para entrar en el quirófano le dijo a Hanna Nicander:
– Hay un catedrático americano llamado Frank Ellis que trabaja en el Karolinska de Estocolmo, pero que ahora se encuentra en Gotemburgo. Es un afamado neurólogo, además de un buen amigo mío. Se aloja en el hotel Radisson de Avenyn. ¿Podrías averiguar su número de teléfono?
Mientras Anders Jonasson esperaba las radiografías, Hanna Nicander volvió con el número del hotel Radisson. Anders Jonasson echó un vistazo al reloj -la 1.42- y cogió el teléfono. El conserje del hotel se mostró sumamente reacio a pasar ninguna llamada a esas horas de la noche y el doctor Jonasson tuvo que pronunciar unas palabras bastante duras y explícitas sobre la situación de emergencia en la que se encontraba antes de conseguir contactar con él.
– Buenas noches, Frank -saludó cuando por fin su amigo cogió el teléfono-. Soy Anders. Me dijeron que estabas en Gotemburgo. ¿Te apetece subir a Sahlgrenska para asistirme en una operación de cerebro?
– Are you bullshitting me? -oyó decir a una voz incrédula al otro lado de la línea.
A pesar de que Frank Ellis llevaba muchos años en Suecia y de que hablaba sueco con fluidez -aunque con acento americano-, su idioma principal seguía siendo el inglés. Anders Jonasson se dirigía a él en sueco y Ellis le contestaba en su lengua materna.
– Frank, siento haberme perdido tu conferencia, pero he pensado que a lo mejor podrías darme clases particulares. Ha entrado una mujer joven con un tiro en la cabeza. Orificio de entrada un poco por encima de la oreja izquierda. No te llamaría si no fuera porque necesito una second opinion. Y no se me ocurre nadie mejor a quien preguntar.
– ¿Hablas en serio? -preguntó Frank Ellis.
– Es una chica de unos veinticinco años.
– ¿Y le han pegado un tiro en la cabeza?
– Orificio de entrada, ninguno de salida. -Pero ¿está viva?
– Pulso débil pero regular, respiración menos regular, la presión arterial es 100/70. Aparte de eso tiene una bala en el hombro y un disparo en la cadera, dos problemas que puedo controlar.
– Su pronóstico parece esperanzador -dijo el profesor Ellis.
– ¿Esperanzador?
– Si una persona tiene un impacto de bala en la cabeza y sigue viva, hay que considerar la situación como esperanzadora.
– ¿Me puedes asistir?
– Debo reconocer que he pasado la noche en compañía de unos buenos amigos. Me he acostado a la una e imagino que tengo una impresionante tasa de alcohol en la sangre…
– Seré yo quien tome las decisiones y realice las intervenciones. Pero necesito que alguien me asista y me diga si hago algo mal. Y, sinceramente, si se trata de evaluar daños cerebrales, incluso un profesor Ellis borracho me dará, sin duda, mil vueltas.
– De acuerdo. Iré. Pero me debes un favor.
– Hay un taxi esperándote en la puerta del hotel.
El profesor Frank Ellis se subió las gafas hasta la frente y se rascó la nuca. Concentró la mirada en la pantalla del ordenador que mostraba cada recoveco del cerebro de Lisbeth Salander. Ellis tenía cincuenta y tres años, un pelo negro azabache con alguna que otra cana y una oscura sombra de barba; parecía uno de esos personajes secundarios de Urgencias. A juzgar por su físico, pasaba bastantes horas a la semana en el gimnasio.
Frank Ellis se encontraba a gusto en Suecia. Llegó como joven investigador de un programa de intercambio a finales de los setenta y se quedó durante dos años. Luego volvió en numerosas ocasiones hasta que el Karolinska le ofreció una cátedra. A esas alturas ya era un nombre internacionalmente respetado.