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Encontró algunos enlaces de, al menos, una docena de personas de distintos países que se intercambiaban pornografía infantil.

Lisbeth se mordió el labio inferior. Por lo demás, su rostro ni se inmutó.

Le vinieron a la memoria esas noches de cuando tenía doce años y se encontraba inmovilizada en la camilla de un cuarto libre de estímulos de la clínica psiquiátrica infantil de Sankt Stefan. Teleborian acudía una y otra vez a la penumbra de la habitación y la contemplaba al brillo de la tenue luz de la iluminación nocturna.

Ella lo sabía. Él nunca la tocó, pero ella siempre lo había sabido.

Se maldijo a sí misma: debería haberse ocupado de Teleborian hacía ya muchos años. Pero había reprimido su recuerdo e ignorado su existencia.

Ella lo había dejado en paz.

Al cabo de un rato, clicó a Mikael Blomkvist en el ICQ.

Mikael Blomkvist pasó la noche en el apartamento de Lisbeth Salander, de Fiskargatan. No apagó el ordenador hasta las seis y media de la mañana. Se durmió con imágenes de una pornografía infantil muy dura clavadas en la retina. Se despertó a las diez y cuarto y, de un salto, salió de la cama de Lisbeth Salander. Se duchó y pidió un taxi que le esperó delante de Södra Teatern. Se bajó en Birger Jarlsgatan a las once menos cinco y se acercó andando al café Madeleine.

Sonja Modig lo estaba esperando sentada ante una taza de café solo.

– Hola -dijo Mikael.

– Me la estoy jugando -contestó ella sin saludar-. Si alguna vez se descubre que me he reunido contigo, me despedirán y hasta es posible que me lleven a juicio.

– No diré nada.

Ella parecía estresada.

– Un colega mío acaba de visitar al ex primer ministro Thorbjörn Fälldin. Ha ido a verlo a título personal, así que su trabajo también pende de un hilo.

– Entiendo.

– De modo que exijo un total anonimato para los dos.

– Ni siquiera sé de qué colega estás hablando.

– Ahora te lo digo, pero quiero que me prometas que le vas a dar protección de fuente.

– Te doy mi palabra.

Ella miró el reloj.

– ¿Tienes prisa?

– Sí. He quedado con mi marido y mis hijos en Sturegallerian dentro de diez minutos. Mi marido cree que estoy en el trabajo.

– ¿Y Bublanski no sabe nada de esto?

– No.

– De acuerdo. Tú y tu colega sois fuentes y contáis con la más absoluta protección. Los dos. Hasta la tumba.

– Mi colega es Jerker Holmberg; lo conociste en Gotemburgo. Su padre es del Partido de Centro y Jerker conoce a Fälldin desde que era niño. Holmberg fue a hacerle una visita privada para preguntarle sobre Zalachenko.

– Entiendo.

De repente, el corazón de Mikael se puso a palpitar con intensidad.

– Fälldin parece un hombre simpático. Holmberg le habló de Zalachenko y le pidió que le contara lo que sabía de su deserción. Fälldin no dijo nada. Luego Holmberg le explicó que sospechamos que Lisbeth Salander fue encerrada en la clínica psiquiátrica por los que estaban protegiendo a Zalachenko. Fälldin se indignó mucho.

– Entiendo.

– Fälldin dijo que el jefe de la Säpo de aquel entonces y un colega suyo fueron a verlo poco tiempo después de que se hubiera convertido en primer ministro. Le contaron una increíble historia de espías sobre un desertor ruso que acababa de llegar a Suecia. Y también le aseguraron que se trataba del secreto militar más delicado de toda Suecia… que ni de lejos había nada en toda la defensa sueca que se acercara a la importancia que ese secreto tenía.

– Mmm.

– Fälldin dijo que no sabía cómo tratar el asunto. Acababa de ser elegido primer ministro y su gobierno carecía de experiencia, pues los socialistas llevaban más de cuarenta años en el poder. Le comunicaron que la responsabilidad de tomar una decisión le correspondía a él, y que si consultaba a sus compañeros de gobierno, entonces la Säpo declinaría cualquier responsabilidad en el asunto. Vivió todo aquello como algo muy desagradable y, simplemente, no supo qué hacer.

– Comprendo.

– Al final se vio obligado a hacer lo que le propusieron aquellos señores de la Säpo. Redactó una directiva por la que le otorgaba en exclusiva a la Säpo la custodia de Zalachenko. Se comprometió a no hablar nunca del asunto con nadie. Fälldin ni siquiera llegó a saber el nombre del desertor.

– Ya veo.

– Fälldin no supo prácticamente nada del asunto durante sus dos mandatos. En cambio, hizo algo de una extraordinaria inteligencia: insistió en que también fuera partícipe del secreto un secretario de Estado, que funcionaría como intermediario entre el gobierno y los que protegían a Zalachenko.

– ¿Ah, sí?

– Ese secretario de Estado se llama Bertil K. Janeryd, tiene hoy en día sesenta y tres años y es el embajador de Suecia en Amsterdam.

– ¡Anda!

– Cuando Fälldin se dio cuenta de la seriedad de la investigación le escribió una carta a Janeryd.

Sonja Modig le pasó a Mikael un sobre por encima de la mesa:

Querido Bertil:

El secreto que los dos protegimos durante mi mandato se ve ahora muy seriamente puesto en duda. La persona en cuestión ha fallecido y ya no puede sufrir ningún daño. En cambio, otras personas sí.

Es de vital importancia que nos ayudes a aclarar ciertas cuestiones.

La persona que lleva esta carta trabaja de manera extraoficial y tiene mi confianza. Te ruego que la escuches y que contestes a las preguntas que te haga.

Usa tu reconocido buen juicio.

TF

– Entonces esta carta se refiere a Jerker Holmberg.

– No. Holmberg le pidió a Fälldin que no pusiera ningún nombre. Le dijo expresamente que no sabía quién iba a ir a Amsterdam.

– ¿Quieres decir que…?

– Jerker y yo ya hemos hablado del tema. Estamos caminando sobre un hielo tan fino que si se rompiera, no habría quien nos salvara. No tenemos en absoluto ninguna autorización para ir a Amsterdam e interrogar al embajador. En cambio tú si podrías hacerlo.

Mikael dobló la carta y estaba a punto de metérsela en el bolsillo de la americana cuando Sonja Modig le agarró la mano. Muy fuertemente.

– Información a cambio de información -dijo ella-. Queremos saber lo que te cuente Janeryd.

Mikael asintió. Sonja Modig se levantó.

– Espera: has dicho que a Fälldin lo fueron a ver dos personas de la Säpo. Una era el jefe. ¿Quién era la otra?

– Fälldin no lo vio más que en esa ocasión y no pudo recordar su nombre. No se apuntó nada en la reunión. Lo recuerda como un hombre delgado con bigote. Fue presentado como el jefe de la Sección para el Análisis Especial o algo por el estilo. Después de la reunión, Fälldin miró un organigrama de la Säpo y fue incapaz de encontrar ese departamento.

El club de Zalachenko, pensó Mikael.

Sonja Modig se volvió a sentar. Parecía medir sus palabras.

– De acuerdo -acabó diciendo-. Aun a riesgo de ser fusilado… Hay una cosa en la que no pensaron ni Fälldin ni los visitantes.

– ¿Cuál?

– El registro de las visitas a Rosenbad que se le realizaron al primer ministro.

– ¿Y?

– Jerker lo solicitó. Es un documento público.

– ¿Y?

Sonja Modig volvió a dudar.

– Ese libro de visitas sólo indica que el primer ministro se reunió con el jefe de la Säpo y un colaborador suyo para tratar un tema de carácter general.

– ¿Había algún nombre?

– Sí. E. Gullberg.

Mikael sintió cómo la sangre le subía a la cabeza.

– Evert Gullberg -dijo.

Sonja Modig asintió con semblante serio. Se levantó y se fue.

Mikael Blomkvist seguía sentado en el café Madeleine cuando abrió su móvil anónimo y reservó un vuelo a Amsterdam. El vuelo salía de Arlanda a las 14.50 horas. Se fue andando hasta el Dressman de Kungsgatan y compró una camisa y una muda. Luego se dirigió a la farmacia de Klara, donde compró un cepillo de dientes y otros útiles de aseo. Se aseguró de que nadie lo estuviera siguiendo cuando echó a correr para coger el Arlanda Express. Cuando llegó al aeropuerto faltaban diez minutos para cerrar el vuelo.

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