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– Sí, pues adivina qué…

– Dime.

– El bueno del sargento tuvo un par de jornadas libres tres días antes de que Cowart hallara los cuerpos. Y aún más.

– ¿Qué?

– Tiene un hermano que vive en cayo Largo.

– Caramba, no está mal…

– Mejor aún: un hermano con antecedentes. Dos condenas por allanamiento de morada. Cumplió once meses en la cárcel del condado por un cargo de agresión, alguna camorra de bar, y fue arrestado en una ocasión por tenencia ilegal de un arma, en concreto una Magnum 357, aunque retiraron los cargos. Pero la cosa no acaba ahí. ¿Te acuerdas de tu análisis de la escena del crimen? El hermano es zurdo y a los dos ancianos les cortaron el cuello de derecha a izquierda. Interesante, ¿verdad?

– ¿Has hablado con él?

– Aún no. Pensaba esperar a que llegaras.

– Gracias -dijo ella-. Te lo agradezco. Pero, una pregunta…

– Dime.

– ¿Cómo es que el guardia no se deshizo de las cosas de Sullivan después de la ejecución? Es decir, supongo que él sabía que si Sullivan lo traicionaba dejaría el mensaje allí.

– Yo también lo he pensado. Resulta absurdo que dejara las cajas por ahí. Pero a lo mejor no tiene muchas luces. O quizá no supo ver de qué pasta estaba hecho Sully. O puede que simplemente haya sido un desliz. Desde luego, todo un desliz.

– De acuerdo -dijo ella-. Voy para allá.

– Es un sospechoso muy bueno, Andy. Muy bueno. Me gustaría poder situarlo en los cayos. O comprobar sus llamadas para ver si ha pasado mucho tiempo hablando con su hermano. Luego quizá podamos acudir al fiscal del estado con lo que tengamos. -Hizo una pausa antes de añadir-: Sólo hay una cosa que no me encaja…

– ¿De qué se trata?

– Pues que Sully dejó una flecha enorme apuntando a ese sargento. Y no me fío de Sullivan ni siquiera muerto. Ya sabes que la mejor forma de boicotear la investigación de un asesinato es crear un sospechoso falso. Aunque podamos descartar a otros sospechosos, es lo de siempre, cualquier abogado defensor los sacará a relucir en el juicio para marear al jurado. Y eso Sullivan lo sabía.

Ella volvió a asentir. Weiss añadió:

– Pero bueno, de momento no son más que conjeturas mías. Mira, Andy, vamos a por ese tipo; recibiremos felicitaciones y un aumento de sueldo. Le daremos un buen impulso a tu carrera. Confía en mí. Vuelve aquí y llévate tu parte del pastel. Yo seguiré con las entrevistas hasta que llegues, y entonces volveremos a los cayos.

– Está bien -respondió ella con una leve vacilación.

– Todavía percibo algún pero en tu voz.

Estaba aturdida, pero el entusiasmo de su colega y una súbita sensación de que podía escurrírsele entre los dedos su caso más importante hasta la fecha le permitieron superar todas sus dudas. Recorrió la habitación con la mirada. Parecía como si en su interior se hubieran disipado todas las sombras.

– Tal vez debería pasar página y volver a casa -dijo por fin.

– Bueno, haz lo que estimes oportuno. Por mí, no hay ningún problema. Aquí hace mucho mejor tiempo, eso sí. ¿No hace frío ahí arriba?

– Hace frío. Y llueve.

– Pues ya ves. Pero ¿y ese Ferguson?

– No es trigo limpio, Mike -se oyó decir de nuevo.

– Vale, entonces, haz una cosa. Ve y comprueba sus horarios, da una vuelta por allí para cerciorarte de que su coartada es tan buena como él dice, luego habla con ese poli amigo mío y vuelve a casa. No será una pérdida de tiempo si pones a la policía local tras su pista. A lo mejor se está cociendo algo ahí arriba. En todo caso, lo único que tengo previsto para los próximos días son entrevistas al personal que trabajó en el corredor. Nuestro sargento es sólo uno de una larga lista. Ya sabes, preguntas rutinarias, nada que vaya a inquietarlo. Creerá que no es más que uno de tantos. Y luego: ¡zas! Esperaré a que llegues tú. Quiero ver cómo lo machacas. Mientras tanto, satisfaz tu curiosidad. Después vuelve aquí. -Hizo una pausa, y añadió-: ¿A que soy un jefe razonable? Ni gritos ni juramentos. Supongo que no tendrás quejas…

Shaeffer sonrió.

Cuando colgó se preguntó qué debía hacer. Recordó la ocasión en que su madre la empaquetó junto a todas las pertenencias que pudo embutir en la vieja camioneta y se marcharon de Chicago. Había sido a última hora de un día gris y ventoso, cuando la brisa encrespaba el lago Michigan: una aventura y una pérdida. En aquel instante había tomado definitiva conciencia de que su padre había muerto y de que ya no volvería jamás. No había sido al abrir la puerta de su casa y encontrarse con dos oficiales uniformados y cara de circunstancia. Tampoco en el funeral, y ni siquiera cuando el gaitero interpretó la conmovedora canción fúnebre; y tampoco las muchas veces que notó cómo sus compañeros de clase la miraban con la cruel curiosidad que suscita la pérdida en los niños. Fue aquella tarde, al subir a la camioneta de su madre.

Se dio cuenta de que en la infancia, y también en la vida adulta, hay ocasiones como aquélla, momentos en que todo te arrastra en una dirección. Decisiones tomadas. Pasos dados. La inexorabilidad de la vida. Y ahora había llegado la hora de tomar una de aquellas decisiones.

Ferguson le vino a la mente. Lo vio sentado en aquel sofá raído, sonriéndole con sorna, burlándose de ella. «¿Por qué?», se preguntó de nuevo. La respuesta le surgió al instante: porque ella le estaba preguntando por el homicidio equivocado.

Se recostó en la cama. Decidió que todavía no estaba preparada para olvidarse de Robert Earl Ferguson.

La suave lluvia y la escasa luz natural se prolongaron hasta la mañana siguiente, trayendo consigo un frío húmedo y penetrante. El cielo gris parecía fundirse con el marrón sucio del río Raritan, que discurría a orillas del campus de Rutgers, de ladrillo y hiedra. Shaeffer cruzó el aparcamiento con el escaso abrigo de su gabardina y sintiéndose como una especie de refugiada.

No tardó mucho en verse atrapada por el parsimonioso ritmo de la burocracia universitaria. En el departamento de criminología, tras explicar a una secretaria el motivo de su visita, la enviaron a un edificio administrativo. Allí, un ayudante del decano le dio una lección sobre la política de protección de datos de los alumnos aunque, pese a su propensión al sermoneo, finalmente la autorizó a entrevistarse con los tres profesores a los que buscaba. Encontrarlos supuso una tarea igual de ardua. Los horarios de atención eran dispares. Los números de teléfono particulares no se facilitaban. Sacó a relucir su placa, pero no consiguió impresionar a nadie.

Era mediodía cuando encontró al primer profesor, comiendo en la cafetería de la facultad. Impartía una asignatura sobre técnicas forenses. Tenía el cabello hirsuto, complexión delgada, vestía un abrigo informal y pantalones caqui, y tenía la irritante costumbre de desviar la mirada hacia un lado cuando hablaba. Shaeffer tenía un único asunto en mente, el momento en torno al cual se habían producido los asesinatos en los cayos, y el caso era que se sentía un poco ridícula investigándolo, especialmente sabiendo lo que sabía sobre aquel sargento de la prisión. De todos modos, era un lugar por donde comenzar.

– No sé qué tipo de ayuda podré prestarle -respondió el profesor entre bocado y bocado de su mustia ensalada verde-. El señor Ferguson es uno de los primeros de la clase. No el mejor, pero sí bastante bueno. Notable alto, tal vez. Sobresaliente no, eso no lo creo, pero es aplicado. Aplicado y constante. Tiene más experiencia práctica que la mayoría de los alumnos. Esto no ha tenido gracia, supongo. Muy bueno con las técnicas. Bastante interesado en la ciencia forense. No tengo quejas.

– ¿Y la asistencia?

– Asiste siempre a clase.

– ¿Y los días en cuestión?

– Tuvimos clase dos días aquella semana. Sólo veintisiete alumnos. No es fácil esconderse, sabe. Uno no puede enviar a un compañero para que recoja sus trabajos. Martes y jueves.

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