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– En los cayos.

– ¿Has sacado algo?

– Nada para el periódico, todavía. Uno o dos titulares que…

– ¿Que qué?

– Edna, dame un respiro.

– Mira, Matty, yo en tu lugar me sacaría de la manga un buen titular para ya mismo. Si no, los lobos empezarán a llamar a la puerta en busca de carnaza. No sé si me explico.

– Te explicas. Muy explícita.

Edna rió.

– A nadie le apetece dejar el caviar y pasarse a la comida para perros.

– Gracias, Edna. Es reconfortante hablar contigo.

– Yo sólo te aviso.

– Tomo nota. Bueno, ¿y tú qué has estado haciendo?

– Siguiéndole el rastro a tu amigo Sullivan, un verdadero artista del embuste.

– ¿A qué te refieres?

– Verás, de los cuarenta y tantos asesinatos que tenía en su haber, he averiguado que sólo cometió la mitad. Puede que incluso menos.

– Sólo veinte… -Se escuchó pronunciando esas palabras y se dio cuenta de lo estúpidas que sonaban. «Sólo veinte.» Como si eso hiciera a Sullivan la mitad de execrable que a quien hubiera cometido cuarenta.

– Eso es. Estoy segura. Por lo menos sólo esos veinte parecen convincentes.

– ¿Y los demás?

– Bien, parece obvio que no los cometió él porque ya hay gente encerrada por ellos, algunos incluso en el corredor de la muerte. Simplemente los integró en el entramado de su propia historia, ¿entiendes? Como aquello que te conté del crimen de la reserva Miccosukkee, por ejemplo. En un momento dado se atribuyó la muerte de una mujer en las afueras de Tampa. Una camarera que conoció en un bar, que pensaba que iban a divertirse un rato y a la que acabó matando, ¿te acuerdas?

– Sí, claro. Recuerdo que no habló mucho de ella, aunque parecía haber disfrutado lo suyo matándola.

– Exacto. Esa misma. Pues bien, todos los detalles eran correctos, excepto uno: el verdadero criminal cometió otros dos asesinatos en la misma zona y actualmente está encerrado en una celda a menos de diez metros de la que ocupaba Sullivan. Añadió ésta a las demás. Hasta que investigué ésta no sonó la alarma. ¿Comprendes ahora lo que hacía ese psicópata? Se atribuía crímenes ajenos, crímenes resueltos y con un culpable entre rejas, y los añadía a su cómputo personal. Lo hizo en un par de ocasiones más, con crímenes atribuidos a otros inquilinos del corredor. Era como un base que se empeña en dar asistencias en los últimos minutos de un partido que ya está ganado. Pretendía hinchar la estadística. -Edna rió.

– Pero ¿por qué?

Cowart pudo sentir cómo ella se encogía de hombros al otro lado de la línea.

– Quién sabe. Puede que por eso los del FBI estuvieran tan interesados en hablar con Sully antes de que palmara.

– Pero…

– Bueno, tengo una teoría. Llámala el postulado de McGee o lo que sea, pero que suene científico. He estado preguntando por ahí, ¿sabes?, y adivina qué. A Ted Bundy se le atribuyen treinta y ocho asesinatos. Puede que más, pero el cómputo oficial es éste, y de eso fue de lo último que habló Sullivan antes de irse también él de cabeza al infierno. Para mí está claro que el viejo Sully quería ganarle por un par. Se han encontrado al menos tres libros sobre Bundy entre los efectos personales de Sully. Curioso detalle, ¿no? La medalla de plata, por decirlo así, se la lleva Okrent, el polaco de Lauderdale, que aún espera en el corredor; ¿te acuerdas de él? El del problema con las prostitutas. El que se las cargaba, quiero decir. Oficialmente se le atribuyen once, pero oficiosamente diecisiete o dieciocho. También estaba en el ala de Sully. ¿Vas comprendiendo, Matty? Sully quería ser famoso. De modo que se tomó algunas libertades.

– Ya veo por dónde vas. ¿Podrías lograr que alguien lo dijera en una declaración y publicarlo?

– Desde luego. Esos tíos del FBI dirán lo que yo quiera. Y también están esos sociólogos de Boston que investigan a los asesinos en serie. He hablado con ellos hace un rato. Están entusiasmados con el postulado de McGee. Así que si me pongo a ello hasta tarde, podría aparecer mañana. O pasado, lo más probable.

– Excelente -dijo Cowart.

– Pero Matty, me sería de gran ayuda si tú tuvieras también algo. Un artículo explicando quién mató a los ancianos de los cayos.

– Estoy en ello.

– Pues manos a la obra. Es el único interrogante por resolver, Matty. Es lo que todo el mundo quiere saber.

– Ya lo sé.

– Le están buscando las cosquillas al jefe de redacción. Quieren que esto pase a manos de nuestro estupendo, magnífico, archimundialmente famoso y para nada incompetente equipo de investigación. Y por lo que he oído, le están presionando mucho.

– Pero esa gente no tiene ni idea de…

– Ya lo sé, Matty, pero hay quien dice que este asunto ya te viene grande.

– No es verdad.

– Yo sólo te aviso. Me imaginaba que te gustaría enterarte de los politiqueos que se cuecen a tus espaldas. Y la noticia del St. Pete Times tampoco ayuda mucho. Ni el hecho de que nadie tenga ni puñetera idea de dónde andas el noventa y nueve por ciento del tiempo. El otro día vino a buscarte la detective de Monroe y el jefe tuvo que despacharla a base de mentiras.

– ¿Shaeffer?

– Una muy mona con unos ojazos que cuando te mira parece que antes de hablar contigo preferiría guisarte a trocitos.

– La misma.

– Pues vino aquí y se la sacudieron de mala manera, o sea que te lo tendrá en cuenta.

– Tomo nota.

– Bueno, zanjemos ya el caso. Ingéniatelas para saber quién se cargó a los ancianos. A ver si te dan otro premio, ¿vale?

– Lo dudo.

– Bueno, soñar no cuesta nada, ¿no?

– Supongo que no.

Colgó jurando para sus adentros, aunque sin saber exactamente contra quién o contra qué blasfemaba. Empezó a marcar el número del jefe de redacción, pero se detuvo. ¿Qué iba a decirle? En ese momento oyó un ruido procedente de la puerta y al levantar la vista se encontró con un Bruce Wilcox demacrado.

– ¿Dónde está Tanny? -preguntó.

– Por ahí. Me ha dicho que le espere aquí. Creía que había ido a buscarle. ¿Ha averiguado algo?

Wilcox sacudió la cabeza.

– Aún no puedo creer que todo esto sea por mi culpa -murmuró.

– ¿Ha habido suerte en el laboratorio?

– Aún no puedo creer que no mirara en la puta letrina la primera vez. -Wilcox arrojó un par de folios sobre la mesa-. No hace falta que los lea -dijo-. Han encontrado restos que podrían ser de sangre en la camisa, los vaqueros y la alfombrilla. Que podrían ser de sangre, por el amor de Dios. Eso después de analizarlo con el microscopio. Todo está tan deteriorado que casi no se aprecia. Tres años de mierda, basura y tiempo. No ha quedado mucho. He visto cómo el técnico del laboratorio extendía la camisa y casi se le desintegra al manipularla con las pinzas. En cualquier caso, no hay nada determinante. Van a mandarlo todo a otro laboratorio más moderno en Tallahassee, pero quién sabe con qué nos saldrán. El técnico no parecía muy optimista. -Hizo una pausa y respiró hondo-. Naturalmente, usted y yo sabemos qué hacía todo eso ahí dentro, pero de aquí a poder presentarlo como prueba de algo hay un trecho largo de cojones. ¡Joder! Si yo lo hubiese encontrado hace tres años, cuando todo estaba fresco… Los del laboratorio habrían encontrado la sangre enseguida. -Miró a Cowart-. La sangre de Joanie Shriver. Sin embargo, ahora no son más que jirones de ropa vieja. Mierda. -El detective echó a caminar por el despacho-. No puedo creer que la haya jodido tan estúpidamente -repitió-. La he jodido, la he jodido, la he jodido. Mi primer gran caso de los cojones.

Abría y cerraba los puños. Abrir, cerrar. Abrir, cerrar. Cowart percibió la tensión del detective, como un luchador momentos antes del combate.

Tanny Brown, sentado a una mesa libre en un despacho vacío, estaba haciendo llamadas. La puerta a su espalda estaba cerrada y delante tenía una libreta de notas y su agenda de teléfonos personal. Tuvo que dejar mensajes en los tres primeros números. Marcó el cuarto número y esperó a que descolgaran.

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