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Podría haberlo hecho, era campeona de 1.800 metros en el instituto. «Si me hubiera zafado al menos por un instante, jamás me habrían alcanzado. Habría corrido como una exhalación.»

Recordó la presión de los dos hombres, que la aplastaban con su peso. El dolor le pareció intenso al principio; luego, extrañamente distante. Tenía miedo de ahogarse. Se revolvió hasta que uno de ellos le propinó otro puñetazo, y el impacto, unido al efecto del alcohol, le hizo perder la conciencia. Se desvaneció, aliviada de perder el conocimiento; lo prefería a la agonía y el dolor de lo que estaba ocurriendo.

Conducía a gran velocidad en dirección a Miami, aceleraba cada vez que se hundía en los recuerdos. «No pasó nada», pensó. Recobrar la conciencia en el hospital. Lavarla, palparla, penetrar de nuevo en ella. Los guardias del campus le tomaron declaración. Luego un detective de la ciudad. «"¿Podría describir a sus asaltantes, señorita?" "Estaba oscuro. Me redujeron." "Pero ¿qué aspecto tenían?" "Tenían fuerza. Uno me cubrió la cara con una chaqueta." "¿Eran blancos? ¿Negros? ¿Hispanos? ¿Bajos? ¿Altos? ¿Corpulentos? ¿Delgados?" "Estaban encima de mí." "¿Dijeron algo?" "No. Lo hicieron y ya está."» Llamó a casa, oyó cómo su madre se deshacía en lágrimas inútiles y su padrastro barboteaba de rabia, casi como culpándose por lo ocurrido. Terminó acudiendo a una asistente social especializada en casos de violación; se limitaba a escuchar y asentir: la compasión era una parte más de su trabajo, como los jóvenes que contrata Disney World para saludar amistosamente a los visitantes con fingida espontaneidad. Regresó a casa a la espera de novedades. Nada. Ni un sospechoso. Ni una detención. Sólo pesadillas cuando había un poco de alboroto en el campus. Las fiestas de las fraternidades. Superar los recuerdos y salir adelante.

Los hematomas, desaparecieron.

Se pasó el dedo por una pequeña cicatriz pálida al lado del ojo. Ésta había perdurado.

En su familia no volvió a hablarse de lo sucedido. Regresó a los cayos y se encontró con que todo seguía igual. Seguían viviendo en una casa cenicienta, desde el segundo piso podía verse el océano, en cada habitación un ventilador de palas, que removía el ardiente aire estancado. Su madre seguía yendo al restaurante para, cerciorarse de que la tarta de lima se servía fresca y los buñuelos de caracoles bien fritos, de que todo estaba listo para el habitual desfile de turistas y pescadores, que tenían allí su punto de encuentro. La rutina continuaba igual pese al transcurso de los años. Andy volvió a trabajar en el barco de su padrastro, como si nada en ella hubiera cambiado. Recordó que se lo quedaba mirando cuando él subía al puente para vigilar impasible las verdosas aguas con sus oscuras gafas de sol en busca de signos de vida, mientras ella, en cubierta, les servía cervezas a los clientes, reía sus insulsos chistes y disponía los cebos a la espera de que los peces picaran.

Se puso las gafas de sol para protegerse del resplandor de la autopista.

«Pero yo sí he cambiado», pensó.

Se había acostumbrado a escribirle cartas a su madre; plasmaba todas sus penas y emociones en unas cuartillas lilas ligeramente perfumadas, las palabras y las lágrimas salpicaban las delicadas hojas. Pasado un tiempo dejó de escribir acerca de la violación, aquel vacío que aquellos dos hombres sin rostro habían clavado en su interior, para escribir acerca del mundo, el tiempo, su futuro, su pasado. El día que se presentó a la prueba de acceso para entrar en la policía escribió: «No puedo traer de vuelta a papá…»; darle silenciosa voz a aquel sentimiento la hacía sentir mejor, por más que pudiera parecer un lugar común.

Por supuesto, jamás envió ninguna de aquellas cartas ni se las mostró a nadie. Las guardaba en una carpeta de imitación piel que había comprado en un mercadillo de artesanía en un suburbio de Miami. Más tarde, empezó a incorporar resúmenes de sus casos en las cartas, dando voz a todas sus hipótesis y suposiciones, todas las peligrosas ocurrencias que dejaba al margen de los informes y notas oficiales. Se preguntaba en ocasiones si su madre, en caso de que hubiera leído cualquiera de aquellas cartas teóricamente destinadas a ella, se asombraría más por las cosas que le sucedían a su hija o por las que su hija había visto que les sucedían a los demás.

Pensó en la pareja de ancianos de Tarpon Drive. «Ellos no tuvieron ninguna escapatoria. Sabían lo que habían engendrado. ¿Se creían que no les iba a pasar factura haber traído a Blair Sullivan al mundo? Todas las personas acaban pagando.»

Recordó la primera vez que había empuñado el pesado Cok Magnum 357, el arma reglamentaria de los agentes de Monroe. Aquel peso le daba confianza: tenía a su alcance algo que evitaría que jamás volviese a ser una víctima.

Pisó el acelerador y notó cómo el vehículo se lanzaba hacia delante, alcanzando los ciento diez, los ciento treinta, cortando el calor del mediodía.

Hizo una diana de seis el primer día. Dos de seis al siguiente. Al cabo de las seis semanas de instrucción, acertaba seis de seis en pleno centro. Había seguido practicando al menos una vez por semana todas las semanas desde entonces. Había practicado también, hasta manejarla con destreza, con una automática de menor tamaño y con el fusil de pelotas de goma que formaba parte del equipamiento de los coches. Últimamente había empezado a practicar el tiro con un M-16 de tipo militar y había adquirido para su uso personal una pistola de 9 mm.

Levantó el pie del pedal y dejó que el coche redujera hasta el límite de velocidad. Echó un vistazo por el retrovisor y vio que otro coche aceleraba hasta ella para luego tomar el carril izquierdo. Era un Ford camuflado de la policía estatal en busca de infractores. Naturalmente, habría llamado la atención del radar y él había salido en su persecución.

La miró a través de unas oscuras gafas de aviador.

Ella sonrió y se encogió de brazos con un gesto burlón; una sonrisa se dibujó en la cara del agente. Levantó una mano como diciendo «vale, no pasa nada» y acto seguido la adelantó. Ella encendió la radio y sintonizó el canal de la policía estatal.

– Aquí Monroe homicidios uno-cuatro. Regrese.

– Monroe homicidios, aquí patrullero Willis. Mi velocímetro dice que iba usted a ciento cincuenta. ¿Dónde está el fuego?

– Lo siento, patrullero. Hacía buen día, estoy trabajando en un buen caso y me ha dado por celebrarlo de alguna manera. Ya reduzco.

– No hay problema, uno-cuatro. Por cierto, ¿tiene tiempo de ir a picar algo?

Ella se rió. Ligue a todo gas.

– Negativo en estos momentos. Pero inténtelo dentro de un par de días en la sede de Largo.

– Así lo haré.

Lo vio levantar la mano y desviarse al carril lento.

«Tendrá esperanzas durante unos días -pensó, preparando ya la excusa con que se iba a disculpar-. Se llevará un chasco.» Tenía una regla: no acostarse jamás con ningún policía. Jamás con nadie a quien tuviera que ver una segunda vez.

Se tocó la cicatriz del ojo. «Dos cicatrices -pensó-. Una por fuera, la otra por dentro.»

Siguió en dirección norte hacia Miami.

En la redacción del Miami Journal, una recepcionista le informó de que Matthew Cowart no se encontraba allí. A ella le extrañó, y sintió una ligera excitación. «Algo está buscando -pensó-. Anda detrás de alguien.» Pidió ver al jefe de redacción. La recepcionista hizo una llamada y a continuación la invitó a sentarse en una butaca, donde aguardó con impaciencia. Pasaron veinte minutos hasta que el jefe salió a recibirla.

– Lamento haberla hecho esperar -dijo-. Estábamos en una reunión.

– Quisiera hablar otra vez con Cowart -dijo la detective, tratando de evitar en su voz todo atisbo de sospecha o anticipación.

– Creí que le bastaba con la declaración del otro día.

– No del todo.

– ¿No? -El jefe se encogió de hombros.

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