– Estaré por aquí.
– No estará tramando ir a ninguna parte…
– Sí, a casa para descansar.
– Mmm. De acuerdo. Estaremos en contacto por lo de las cintas.
– Llámenme a mí -dijo el redactor jefe.
Ella asintió con la cabeza. Weiss cerró su libreta con brusquedad.
Shaeffer permaneció un instante observando fijamente a Cowart.
– ¿Sabe una cosa, señor Cowart? Hay algo que me intriga. En la conferencia de prensa posterior a la ejecución dijo usted que Blair Sullivan le había hablado de la niña de Pachoula.
Cowart notó que algo se le revolvía en las entrañas.
– Cierto… -dijo.
– Pero en la transcripción tampoco hay rastro de eso.
– Me hizo apagar la grabadora. Ya se lo he dicho.
Ella sonrió.
– Es verdad. Sí, supongo que fue eso lo que ocurrió… -Hizo una pausa significativa-. Imagino que llegados a ese punto oiremos la voz de Sullivan diciendo algo como «Apague la grabadora», ¿no?
Cowart, conteniendo el pánico, se encogió de hombros con indiferencia.
– Me habló sobre ese crimen al mismo tiempo que de los asesinatos de Monroe -dijo.
Shaeffer movió la cabeza. Parecía querer estrangular a Cowart.
– Ah, claro. Pero usted no ha dicho eso antes, ¿verdad? Qué raro, ¿no? Dejó que le grabase hablando de todos los crímenes menos de estos dos, ¿correcto? Él, que lo mandó llamar especialmente para que usted fuese la última persona que lo viese vivo. Insólito, ¿no cree?
– No lo sé, detective. Era un tipo insólito.
– Y me parece que usted también, señor Cowart -dijo ella. Luego se dio media vuelta y se marchó con su compañero.
Cowart la siguió con la mirada mientras atravesaba la redacción y desaparecía tras las puertas de salida. Advirtió el vaivén de sus caderas. «Seguro que sale a correr cada mañana -pensó-. Es esbelta y tiene ese aire infeliz e insatisfecho del que practica footing.» Deseaba creer que ella se hubiese creído su versión, aunque admitía que era muy difícil.
También el redactor jefe observó cómo la pareja de detectives se marchaba. Entonces respiró hondo y confirmó lo que ya era obvio:
– Matt, esa mujer no se ha creído una sola palabra. ¿Realmente fue eso lo que ocurrió con Sullivan?
– Sí, más o menos.
– No es muy verosímil, ¿no te parece?
– No, no es nada verosímil.
– Matt, ¿qué está pasando aquí?
– Todo es cosa de Sullivan -se apresuró a contestar-. Se dedicó a confundirme. Lo hacía con todo el mundo. Cuando no estaba matando a nadie se dedicaba a eso.
– ¿Y qué hay de lo que ha insinuado la detective?
Cowart ensayó una respuesta que tuviera un mínimo de sentido:
– Es como si Sullivan hiciera distingos entre los crímenes. Para él, los de veras importantes, los que no aparecen en la cinta, eran, ¿cómo decirlo?, distintos. Los demás eran como el pan de cada día. Parte de su leyenda. No soy psiquiatra, no sé explicar cómo funcionaba su cabeza.
El jefe asintió.
– ¿Es eso lo que vamos a publicar?
– Sí, más o menos.
– Asegurémonos de que si tenemos que pecar de algo sea de exceso de prudencia, ¿de acuerdo? Si algo te genera dudas, no lo pongas. O asegúrate de que está contrastado. Siempre podemos volver a retomarlo.
Cowart trató de esbozar una sonrisa.
– En eso estoy.
– Que sea verdad. Hay más preguntas que respuestas. ¿A quién pretendía encubrir Sullivan? Averígualo, ¿entendido? ¿Trabajarás en esa dirección mientras Edna revisa el resto de la declaración?
– Sí.
– Menuda historia. Alguien trama un asesinato justo antes de su propia ejecución. ¿De qué estamos hablando? ¿Celadores corruptos? ¿El abogado, quizás? ¿Otro de los reclusos? Descansa un poco y luego ponte a ello, ¿vale? ¿Sabes por dónde empezar?
– Sí -respondió Cowart. «No sólo sé por dónde empezar, sino por dónde acabar: Robert Earl Ferguson.»
A pesar del cansancio, Cowart se quedó en la redacción hasta última hora de la tarde. No hizo ningún caso de los reporteros que montaban guardia frente al edificio. Sin embargo, cuando los directores de noticias de todos los canales empezaron a llamar al director ejecutivo, se vio obligado a salir y hacer una declaración breve y poco satisfactoria, lo cual, naturalmente, lejos de sosegarlos los crispó aún más. Al final de la comparecencia no se marchó nadie. Cowart no atendió a las llamadas de los periodistas que pretendían entrevistarlo. Se limitó a esperar la caída de la noche. Cuando hubo aparecido la primera edición, leyó con cautela sus propias palabras, como si éstas pudieran herirle. Introdujo un par de cambios para la segunda edición en los que añadía aún más incógnitas a la confesión de Sullivan y subrayaba la misteriosa esencia de sus actos. Habló una vez más con Edna y el jefe de redacción, fingiendo su voluntad de trabajar en equipo. Luego cogió el montacargas y descendió a las entrañas del edificio, dejando atrás la sala de maquetación, la sección de anuncios clasificados, la cafetería y la planta de rotativas. El edificio temblaba con el zumbido de las máquinas, que iban expulsando miles de ejemplares. Podía sentir el temblor de las rotativas atravesando la suela de sus zapatos.
Uno de los camiones del reparto se lo llevó y lo dejó cerca de su apartamento. Se metió bajo el brazo un ejemplar del periódico del día siguiente y echó a andar, súbitamente aliviado por el anónimo taconeo de sus zapatos sobre la acera.
Echó un vistazo a la fachada del apartamento antes de llegar a la puerta, en busca de más periodistas. No vio a nadie; luego buscó algún rastro de los detectives de Monroe. No sería tan extraño que lo hubieran seguido. No obstante, la calle parecía desierta y Cowart se apresuró a entrar en el vestíbulo. Por primera vez desde que vivía en aquel modesto edificio lamentó su falta de seguridad. Titubeó un instante frente al ascensor, y al final optó por abrir la puerta de emergencia y subir por la escalera; respiraba entrecortadamente y sus pasos resonaban en la contrahuella de linóleo de los escalones.
Abrió la puerta del apartamento y entró. Permaneció un momento en el centro de la estancia, esperando a que se le sosegara el corazón, luego se aproximó a la ventana y se quedó contemplando las oscuras aguas de la bahía. Unas pocas luces se reflejaban inseguras sobre el ondeante charco de tinta negra, devoradas una y otra vez por el vasto océano.
Creía estar solo, pero se equivocaba. No se daba cuenta de que varias personas, pese a encontrarse a kilómetros de distancia, estaban en la habitación con él, como fantasmas, a la espera de su próximo movimiento.
Algunas, por supuesto, se encontraban más cerca. Andrea Shaeffer, por ejemplo, que había aparcado a una manzana y había asistido a su errática fuga con la ayuda de unos prismáticos de visión nocturna, viendo cómo trataba de ocultarse en la oscuridad. Tan concienzuda era su vigilancia que la detective no reparó en Tanny Brown, que cobijado por las sombras del edificio adyacente dejaba que la noche lo ocultara. Brown espió las luces del apartamento de Cowart hasta que se apagaron. A continuación, esperó a que el coche de la detective se adentrara lentamente en las tinieblas de la ciudad antes de moverse, ligero como un gato, hacia el apartamento de Cowart.