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– Les leeré un breve comunicado -dijo con voz tensa-. Luego responderé a sus preguntas y los funcionarios que han sido testigos de la ejecución los mantendrán informados.

Como hora oficial de la muerte, se estableció las 00.08. El alcaide dijo con monotonía que un representante del fiscal general del estado había estado presente cuando preparaban a Sullivan para la ejecución y durante el procedimiento, para asegurarse de que la normativa se cumplía escrupulosamente, para que luego nadie pudiera alegar que a Sullivan se le habían negado sus derechos, que lo habían hostigado o golpeado; pues, de hecho, eso mismo había ocurrido más de una docena de años atrás, cuando el estado había reimplantado la pena de muerte con la ejecución de un patético criminal llamado John Spenkelink. También dijo que Sullivan había rechazado la preceptiva y última petición de clemencia, justo antes de entrar en la sala de ejecución. Citó así las últimas palabras del difunto:

– «Ya puede irse a la obscenidad. Deme la obscena corriente.»

Las cámaras zumbaban y soltaban chasquidos, como una bandada de pájaros mecánicos alzando el vuelo al unísono.

Después, el alcaide dio paso a los tres periodistas que habían asistido como testigos. Uno por uno, fueron leyendo de sus libretas, refiriendo con serenidad los detalles de la ejecución. Todos estaban pálidos, pero mantenían la voz firme. La mujer de Miami dijo que los dedos de Sullivan se habían puesto rígidos y que, con la primera descarga, sus manos se habían convertido en puños y la espalda se le había arqueado en la silla. El periodista de Saint Petersburg había advertido la momentánea vacilación de Sullivan nada más ver la silla. Por su parte, el del Tribune de Tampa dijo que Sullivan había fulminado con la mirada a los testigos y que, cuando le ajustaron las correas, parecía más enfadado que nunca; asimismo, se había fijado en que uno de los guardias había tenido problemas para ajustar una de las correas que le sujetaban la pierna derecha. El periodista añadió que el cuero se había deshilachado con la intensidad de la descarga y que, después, estuvo a punto de romperse con la fuerza de los espasmos que la corriente provocaba en Sullivan. Finalmente, recordó a los presentes que se trataba de descargas de 2.500 voltios.

Cowart oyó una voz conocida a su espalda. Se giró y vio a los dos detectives del condado de Monroe.

Andrea Shaeffer le preguntó con dulzura:

– ¿Qué le dijo, señor Cowart? ¿Quién mató a esas personas?

Sus ojos grises se clavaron en los de Cowart y éste sintió una descarga de distinta índole.

– Los mató él -respondió.

Shaeffer lo agarró del brazo. Pero antes de que la detective siguiera con el interrogatorio, un nuevo clamor recorrió la asamblea.

– ¿Dónde está Cowart?

– ¡Cowart, es su turno! ¿Qué ocurrió?

Cowart se dirigió a trompicones hacia el estrado, intentando recordar todo lo que había oído. Le temblaban las manos, tenía la cara congestionada y la frente empapada de sudor. Sacó un pañuelo blanco y se secó lentamente la frente, como si así pudiera borrar el pánico que lo embargaba.

Pensó: «No he hecho nada malo. Yo no soy culpable de nada.» Pero ni él mismo se lo creía. Necesitaba un momento para pensar, para saber qué decir, pero no había tiempo. Así que se aferró a la primera pregunta que oyó.

– ¿Por qué Sullivan no apeló?

Cowart respiró hondo y respondió:

– No quería quedarse en prisión esperando a que el estado viniera a buscarlo; así que fue él a por el estado. No es tan extraño. Otros han hecho lo mismo en Texas y Carolina del Norte; como Gilmore, al que ejecutaron en Utah. Es una especie de suicidio, sólo que con consentimiento oficial.

Vio que los reporteros tomaban apresuradas notas, que sus palabras quedaban plasmadas en montones de blocs y libretas.

– ¿Qué le dijo cuando volvió a hablar con él?

A Cowart lo paralizaba la desesperación, pero entonces recordó algo que Sullivan le había dicho: si quieres que alguien crea una mentira, añádele un poco de verdad. Y eso hizo. La fórmula del asesino: mezclar verdades y mentiras.

– Quería confesar -dijo-. Fue algo muy parecido a lo que ocurrió hace unos años con Ted Bundy, cuando justo antes de ir a la silla confesó a los investigadores todos los crímenes que había cometido. Eso mismo hizo Sullivan.

– ¿Porqué?

– ¿Cuántos?

– ¿Quiénes?

Cowart levantó las manos.

– Muchachos, necesito descansar. Todavía no se ha confirmado nada de esto. No sé muy bien si estaba diciendo la verdad o no. Pudo haberme mentido…

– ¿Mentir antes de ir a la silla? ¡Venga ya! -gritó alguien desde el fondo.

Cowart se irritó.

– Yo no lo sé. Les diré algo que salió de su boca: dijo que si matar le parecía fácil, ¿cómo no iba a resultarle fácil mentir?

Todos los presentes garabateaban sus palabras.

– Miren -añadió Cowart-, si les digo que Blair Sullivan confesó haber asesinado a zutano, pero resulta que dicho crimen no se cometió, o que otra persona fue acusada de él, o que el cuerpo de zutano jamás se encontró, entonces provocaría un caos. Sólo les diré que confesó haber cometido múltiples homicidios…

– ¿Cuántos?

– Hasta cuarenta.

El número conmocionó a la multitud. Se hicieron más preguntas a viva voz, y los focos parecieron aumentar de intensidad.

– ¿Dónde?

– En Florida, Louisiana y Alabama. También cometió otros delitos, como violaciones y robos.

– ¿Durante cuánto tiempo?

– Durante meses. Puede que durante años.

– ¿Y qué nos dice de los asesinatos del condado de Monroe? ¿Sus padres adoptivos? ¿Qué le dijo sobre ellos?

Cowart respiró lentamente.

– Contrató a alguien para que cometiera los crímenes. Al menos, eso me dijo. -Sus ojos se desviaron brevemente hacia Shaeffer y vio cómo ésta se inclinaba hacia su compañero para comentarle algo.

– ¿A quién contrató?

– Eso no lo sé. No llegó a decírmelo. -Primera mentira.

– ¡Vamos, hombre! Le habrá dado alguna pista o algún nombre.

– No entró en detalles. -La primera engendró la segunda.

– ¿Quiere decir que se identificó como el cerebro de un doble homicidio y usted no le preguntó cómo lo hizo?

– Se lo pregunté, pero no me lo dijo.

– Bueno, ¿y cómo se puso Sullivan en contacto con su sicario? Le pinchaban las llamadas, su correspondencia pasaba por un censor y estaba incomunicado en el corredor de la muerte. ¿Cómo lo hizo? -Esta pregunta llegó respaldada por algunos aplausos. Venía de uno de los periodistas que habían presenciado la ejecución.

– Insinuó que lo había hecho a través de una especie de informador interno. -Y pensó: «No es exactamente una mentira, sino una verdad a medias.»

– ¡Está ocultando información! -gritó alguien.

Cowart negó con la cabeza.

– ¡Queremos detalles! -vociferó otro.

Cowart levantó los brazos.

– Va a publicar todo esto en el Journal de mañana, ¿verdad, Cowart?

El resentimiento y la envidia de los reporteros era palpable. Cualquiera de los presentes habría vendido su alma al diablo por estar en su lugar. Todos sabían que algo había ocurrido, y se morían por saber exactamente el qué. La información es la divisa del periodismo y Cowart había invadido su terreno. Sabía que nadie se lo perdonaría jamás… si la verdad salía a la luz.

– No sé lo que voy a hacer -declaró-. No he tenido ocasión de revisarlo todo. Tengo que analizar varias horas de grabación y luego seleccionar qué vale la pena.

– ¿Sullivan estaba loco?

– Era un psicópata. Se regía por otra lógica. -Al menos esto era totalmente cierto, pero a continuación vino la pregunta que más temía.

– ¿Qué le dijo de Joanie Shriver? ¿Al final confesó la autoría del asesinato de la niña?

Cowart podía limitarse a decir que sí y acabar con todo aquello. Destruir las grabaciones, vivir con su recuerdo. Pero en cambio optó por un camino entre la realidad y la ficción.

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