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Aquella risa quedó congelada en su memoria mientras Hawkins lo conducía al exterior, de vuelta al ajetreado amanecer.

Después de lo ocurrido, Cowart se había ido a su despacho a escribir la historia del joven ejecutivo, su esposa y el adolescente. Había descrito las sábanas blancas arrugadas y ensangrentadas, y las rojas salpicaduras que hacían de las paredes un espectáculo dantesco. Había escrito sobre el vecindario y la elegante casa, sobre un diploma que colgaba enmarcado en la pared acreditando la pertenencia de la víctima a un club de subastas de categoría, sobre sueños aburguesados y la tentación del sexo prohibido. Había descrito el extrarradio de Fort Lauderdale, donde los niños hacían excursiones nocturnas de placer para alejarse cada minuto más y más de su juventud, y había descrito los ojos del muchacho, para fulminarlos en su artículo como su amigo le había pedido que hiciera.

Había terminado la noticia con las palabras del muchacho.

Aquella misma noche, de regreso a casa con una copia de la primera edición bajo el brazo y su historia ocupando la portada, había notado un agotamiento que iba más allá de la falta de sueño. Luego se había metido en la cama, para acurrucarse tiritando junto a su esposa a sabiendas de que ella planeaba dejarle, incapaz de hallar calor en el mundo.

Cowart sacudió la cabeza tratando de disipar el recuerdo de aquella mañana, y miró en torno a su cubículo.

Ahora Hawkins estaba muerto. Lo jubilaron con una pequeña ceremonia, le dieron una pensión, y dejaron que pusiera fin a su vida con un enfisema. Cowart había asistido a la ceremonia y aplaudido cuando el jefe de policía había mencionado la elogiable trayectoria del detective. Siempre que podía, iba a verlo a su pequeño apartamento de Miami Beach. Era un lugar frío, decorado con viejos recortes de artículos escritos por Cowart y otros. Al final de cada visita, Hawkins siempre le decía: «Recuerda las normas, y si olvidas lo que te he dicho sobre la calle, entonces invéntate tus propias normas y vive en función de ellas.» Cowart también había ido al hospital siempre que podía: salía temprano y a escondidas de su despacho para visitar al detective y contarle historias, hasta aquel último día, en que había llegado y encontrado a Hawkins inconsciente y entubado, sin saber si lo oía cuando susurraba su nombre o si lo sentía cuando estrechaba su mano. Había pasado una larga noche sentado junto a la cama, y ni siquiera supo en qué instante la vida del detective se había apagado. Asistió al funeral junto con unos pocos policías veteranos: una bandera, un féretro, las palabras de un sacerdote; ni esposa, ni hijos, ni lágrimas. Tan sólo una pesadilla de recuerdos que iba quedando lentamente bajo tierra. Se preguntaba si sería lo mismo cuando él muriera.

«¿Qué habrá sido del muchacho? -se preguntó ahora-. Puede que haya salido del reformatorio y esté en la calle. O en el corredor de la muerte, junto al autor de esta carta. O muerto.» Echó un vistazo a la carta. «Esto debería ser una noticia -pensó-, no un editorial. Debería entregarla a alguien de locales y dejar que lo compruebe. Yo ya no llevo eso. Soy un hombre de opiniones. Escribo desde la distancia, formo parte de un equipo que vota y decide y adopta posturas, no pasiones. He renunciado a mi fama.»

Eso era exactamente lo que se disponía a hacer, pero entonces se detuvo.

Un hombre inocente.

Procuraba recordar si en alguno de los juicios y delitos que había cubierto había visto alguna vez a un hombre realmente inocente. Habían desfilado ante sus ojos multitud de veredictos de inocencia, cargos retirados por falta de pruebas, casos perdidos por pura habilidad de la defensa o torpeza de la acusación. Pero no lograba recordar a alguien verdaderamente inocente. En cierta ocasión había preguntado a Hawkins si alguna vez había detenido a alguien así, y él había replicado: «¿Un hombre de verdad inocente? Uno se equivoca muchas veces, y hay muchos cabrones en libertad que deberían estar entre rejas. Pero ¿trincar a alguien realmente inocente? Eso es lo peor. No sé si podría vivir con ello. No, señor. Eso es lo único en la vida que no me dejaría dormir.»

Sostuvo la carta en sus manos. «Yo no cometí.» Se preguntó: «¿A alguien le quita el sueño el caso Robert Earl Ferguson?» Sintió un ramalazo de agitación. «Si es verdad…», pensó. No completó la idea, pero tragó saliva para dominar un arrebato de ambición.

Recordó una entrevista que había leído años atrás sobre un hábil y veterano jugador de baloncesto que ponía punto final a una larga carrera deportiva. Aquel hombre hablaba de sus triunfos y sus fracasos con una especie de moderada y equitativa dignidad. Le preguntaban por qué se retiraba, y él hablaba de su familia e hijos, de la necesidad de abandonar un juego de infancia para seguir adelante con la vida. Luego hablaba de sus piernas, no como si fueran parte de su cuerpo, sino viejas y buenas amigas. Admitía que ya no saltaba como antes, que cuando se disponía a elevarse hacia el aro, los músculos que una vez parecían haberlo propulsado con tanta facilidad protestaban a causa de los años y el dolor, e insistían en su retirada. Y añadía que, sin ayuda de sus piernas, no tenía sentido continuar. Después de aquella entrevista había salido a jugar su último partido y había acabado marcando treinta y ocho puntos sin esfuerzo: corriendo, rotando y rebasando el tablero como antes. Era como si su cuerpo hubiera dado a aquel hombre la última oportunidad de imponer en los espectadores un recuerdo imborrable. Cowart había pensado entonces que lo mismo podía aplicarse al periodismo: requería cierta juventud que no conociera el descanso, un empuje que desplazara sueño, hambre y amor; y todo para salir en busca de la noticia. Los mejores periodistas tenían piernas que les llevaban más alto y más lejos, mientras que otros quedaban rezagados descansando.

Sin querer, flexionó los músculos de las piernas.

«Hubo un tiempo en que yo también las tuve -pensó-. Antes de retirarme a tener pesadillas, llevar traje, actuar con responsabilidad y envejecer con dignidad. Ahora estoy divorciado y mi ex esposa va a robarme lo único que he amado sin reservas; y yo estoy aquí sentado, huyendo de la realidad, opinando sobre sucesos que no afectan a nadie.»

Sostuvo la carta firmemente en su mano.

«Inocente -pensó-. Ya veremos.»

La hemeroteca del Journal era una extraña mezcla de lo antiguo y lo moderno. Estaba situada a continuación de la redacción, al otro lado de las mesas en que trabajaban los articulistas de noticias blandas. En la parte trasera de la hemeroteca había hileras de grandes archivadores metalizados que contenían recortes que se remontaban a décadas atrás. En el pasado, el periódico había diseccionado cada día por persona, tema, lugar y suceso, y cada recorte había sido adecuadamente archivado. Ahora todo eso se hacía con ordenadores último modelo, potentes terminales con enormes pantallas. Los bibliotecarios se limitaban a repasar cada artículo, marcar las personas y palabras clave, y pasarlos luego a archivos electrónicos. Cowart prefería el viejo método. Le gustaba arreglárselas con un puñado de recortes emborronados, para elegir bien lo que necesitaba. Era como tener un pedazo de historia entre las manos. El de ahora era un método rápido, eficaz e impersonal. Y él nunca perdía la ocasión de fastidiar a los bibliotecarios al respecto cada vez que acudía a la hemeroteca.

Nada más entrar, una joven se fijó en él. Era rubia, con una llamativa melena, alta y esbelta. Llevaba gafas de montura metálica, y a veces miraba por encima de ellas.

– No lo digas, Matt.

– ¿Que no diga el qué?

– No digas lo de siempre. Que te gustaba más el viejo método.

– No lo diré.

– Bien.

– Pero porque tú me lo has pedido.

– Eso no vale -rió la joven. Se levantó y se acercó hasta el lugar del mostrador donde él esperaba de pie-. ¿En qué puedo ayudarte?

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