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– No. Seguramente planea confesarse sólo ante el Señor.

– ¿Ha hablado con él sobre el asesinato?

– No, señor.

– ¿Qué opina de esos detectives?

Ferguson titubeó.

– Sin comentarios -sonrió-. Mi abogado me aconsejó que, si no podía decir algo bueno o imparcial, contestara «sin comentarios», así que ahí queda eso.

Se oyeron risas.

Ferguson ensanchó la sonrisa. Se produjo un instante de confusión cuando los cámaras se dispusieron para sacar una última toma y los técnicos de sonido forcejearon con micrófonos y grabadoras. Los fotógrafos de prensa brincaban y zigzagueaban en torno a Ferguson y sus cámaras zumbaban como insectos. Ferguson alzó la mano, haciendo la señal de la victoria. Luego fue conducido al asiento de atrás de un coche, desde cuya ventanilla cerrada saludó con la mano a los reporteros que le hacían las últimas fotografías. A continuación, el coche arrancó y se alejó por la carretera de acceso; los neumáticos levantaron pequeñas nubes de polvo sobre el pegajoso pavimento negro. Pasó volando junto a una acalorada fila de presos que marchaban a paso lento, con los brazos negros relucientes de sudor; se disponían a hacer la pausa de mediodía, y el sol se reflejaba en los picos y palas que cargaban al hombro. Aquellos hombres entonaban una canción de trabajo y Cowart, aunque no logró captar la letra, se sintió embargado por sus compases.

Al mes siguiente llevó a su hija a Disney World. Se alojaron en uno de los pisos superiores del Hotel Contemporary, con vistas al parque de atracciones. Becky se había convertido en toda una experta en aquel terreno y cada día planificaba el asalto a las atracciones con el entusiasmo de un general deseoso de enfrentarse a un enemigo alicaído. Cowart disfrutaba dejándola llevar las riendas. Si quería subirse a la Montaña del Espacio o al Caballo Loco del Señor Sapo cuatro o cinco veces seguidas, no había ningún problema. Cuando tenía hambre, él no le hacía comentarios adultos sobre nutrición, sino que le permitía tomar una vertiginosa variedad de perritos calientes, patatas fritas y algodones de azúcar.

Hacía demasiado calor como para guardar cola toda la tarde, así que pasaban horas en la piscina del hotel, buceando y chapoteando. Él la arrojaba una y otra vez al agua, dejaba que se le subiera a la espalda y que pasara buceando entre sus piernas. Luego, con el poco de fresco que corría tras la puesta de sol, se vestían y regresaban al parque para ver los fuegos de artificio y los espectáculos de luz.

Cada noche Cowart acababa llevándola en brazos, exhausta y profundamente dormida, al monorraíl del hotel y la subía a la habitación para acostarla en la cama y escuchar su respiración pausada y regular, aquel sonido infantil que disipaba cualquier preocupación y le transmitía una gran paz.

En todo el tiempo que pasaron allí sólo tuvo una pesadilla: una repentina visión en que Ferguson y Sullivan lo obligaban a subirse a una montaña rusa y le arrebataban a su hija.

Cowart despertó jadeando y oyó que Becky decía:

– ¿Papi?

– Estoy bien, cielo. No pasa nada.

La niña suspiró y volvió a quedarse dormida.

Él notó las sábanas empapadas de sudor.

La semana había transcurrido presidida por una impaciencia juvenil, inmersos padre e hija en una frenética actividad. Cuando llegó la hora de llevarla a casa, lo hizo sin prisas, parando primero en el Mundo Acuático para deslizarse por los toboganes y desviándose luego de la autopista para comprar unas hamburguesas. Se detuvo una vez más para tomar helado y una cuarta y última vez para entrar en una tienda de juguetes y comprar otro regalo. Para cuando llegaron al lujoso barrio residencial de Tampa donde vivían su ex esposa y su actual marido, iba casi al ralentí, sin ninguna gana de separarse de su hija, que rezumaba entusiasmo mientras le enseñaba sin parar las casas de sus amigas.

Delante de la casa de su ex mujer había una rotonda circular. Un anciano negro empujaba un cortacésped sobre la hierba verde. Su vieja camioneta, de un rojo descolorido tirando a marrón óxido, estaba aparcada en la calle, y Cowart leyó «Servicios de Jardinería Ned» pintado a mano en el lateral. El anciano se detuvo para enjugarse la frente y saludar con la mano a Becky, que le devolvió el saludo con jovialidad. El anciano volvió a encorvarse, concentrado en la tarea de cortar la hierba uniformemente. Tenía la camisa empapada en sudor.

Cowart echó un vistazo a la puerta principal: madera noble de doble grosor. La casa era un chalet que se elevaba sobre una pequeña colina. A la entrada había una hilera de plantas, podadas con la meticulosidad de quien aplica maquillaje a un rostro, y más allá una piscina vallada. Becky se apeó, echó a correr dando saltitos y entró en la casa como una exhalación.

Él se quedó en pie esperando, hasta que Sandy apareció.

Le quedaba poco de embarazo y se movía lentamente entre el calor y el malestar. Rodeaba a su hija con el brazo.

– Veo que todo ha salido estupendamente.

– Hemos hecho de todo.

– Me alegro. ¿Estás cansado?

– Un poco.

– ¿Y lo demás? ¿Cómo va todo?

– Bien.

– ¿Sabes? Aún me preocupas.

– Gracias, pero estoy bien. No tienes que preocuparte.

– Me gustaría hablar contigo. ¿Quieres pasar? ¿Tomar un café? ¿Algo frío? -Sonrió-. Me gustaría saberlo todo. Hay mucho que hablar.

– Becky puede ponerte al corriente.

– No me refiero a eso -dijo Sandy.

Cowart negó con la cabeza.

– Tengo que volver. Es tarde.

– Tom estará de regreso en media hora. Tiene ganas de verte. Cree que has hecho un buen trabajo con esos artículos.

Cowart siguió negando con la cabeza.

– Dale las gracias de mi parte. Pero todavía me queda un buen trecho, en serio. Cuando llegue a Miami será casi medianoche.

– Espero… -empezó Sandy, pero se interrumpió y dijo-: Vale. Ya hablaremos.

Cowart asintió.

– Dame un abrazo, cielo. -Se arrodilló y dio un fuerte abrazo a su hija. Por un momento sintió una corriente de energía, de infinita alegría. Luego ella se apartó.

– Adiós, papi -dijo. Su voz hizo un pequeño quiebro.

Cowart le pellizcó la mejilla y dijo:

– No le digas a tu madre lo que has comido estos días… -Bajó la voz para decirle un secreto al oído-. Y no le digas nada de los regalos; podría ponerse celosa.

Becky sonrió y asintió con la cabeza.

Antes de ponerse al volante, Cowart se volvió y se despidió de las dos con fingida alegría. Pensó; «El perfecto padre divorciado. Te sabes todos los movimientos al dedillo.»

La rabia que sentía hacia sí mismo tardó horas en disiparse.

En el periódico, Will Martin intentaba en vano interesarlo en algunas cruzadas editoriales, pero Cowart se pasaba el día soñando despierto, anticipando el inminente juicio de Ferguson, que le parecía que no iba a llegar nunca. Cuando el implacable verano de Florida empezó a dar paso al otoño sin que se produjeran cambios en la temperatura, decidió regresar a Pachoula y escribir un artículo sobre la reacción de la ciudadanía ante la puesta en libertad de Ferguson.

Desde la habitación del motel telefoneó a Tanny Brown.

– ¿Teniente? Soy Matthew Cowart. Sólo quería ahorrarle trabajo a sus confidentes. Estaré un par de días en la ciudad.

– ¿Se puede saber para qué?

– Sólo para poner al día el caso Ferguson. ¿Todavía piensa interponer una acción judicial?

El detective rió.

– Eso lo decidirá el fiscal del estado, no yo.

– Ya, pero él toma la decisión basándose en la información que usted le facilita. ¿Ha descubierto algo nuevo?

– ¿Espera que se lo diga?

– Mi trabajo consiste en preguntar.

– Bueno, en vista de que Roy Black se lo dirá… no, nada nuevo.

– ¿Y qué hay de Ferguson? ¿Qué ha hecho todo este tiempo?

– ¿Por qué no se lo pregunta a él?

– Pienso hacerlo.

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