El fiscal lo fulminó con la mirada.
– Así pues, cuando usted confesó haber matado a Joanie Shriver, ¿también decía la verdad?
– No.
– Pero usted estaba bajo juramento, ¿no es así?
– Sí.
– Y sabía que le esperaba la pena de muerte si se probaba que usted había cometido ese crimen, ¿verdad?
– Sí.
– Y entonces, con la intención de salvar el pellejo, mintió. Contradictorio, ¿no cree?
La pregunta quedó flotando en el aire y Ferguson echó una mirada rápida a Black, que le respondió con una leve sonrisa de complicidad y asintiendo casi imperceptiblemente con la cabeza.
«Sabían que esto iba a ocurrir», pensó Cowart.
Ferguson respiró hondo.
– Y ahora estaría dispuesto a mentir para salvar la vida, ¿verdad, señor Ferguson? -volvió a preguntar el fiscal son firmeza.
– Sí -contestó Ferguson-, lo haría.
– Gracias -dijo Boylan, recogiendo una pila de documentos.
– Pero ahora no estoy mintiendo -añadió Ferguson cuando el fiscal se volvía hacia su asiento, obligándolo a detenerse con torpeza.
– ¿Ahora no está mintiendo?
– No, señor.
– ¿Aun cuando su vida depende de ello?
– Mi vida depende de la verdad, señor Boylan.
Pareció que el fiscal iba a abalanzarse sobre Ferguson, pero se contuvo en el último momento.
– En efecto -dijo con sarcasmo-. No hay más preguntas.
Mientras Ferguson volvía a la mesa de la defensa hubo un silencio.
– ¿Algo más, señor Black? -inquirió el juez.
– Sí, señor. Un último testigo. La defensa llama al estrado al señor Norman Sims.
Un hombre más bien menudo de pelo color arena, con gafas y un traje poco favorecedor, cruzó la sala y tomó asiento en el banquillo de los testigos.
– Señor Sims -preguntó Black-, ¿puede identificarse ante el tribunal, por favor?
– Me llamo Norman Sims. Soy ayudante de superintendencia en la prisión estatal de Starke.
– ¿Y cuáles son sus funciones?
El hombre titubeó.
– ¿Quiere que diga todo lo que hago allí?
Black negó con la cabeza.
– Perdone, señor Sims. Reformularé la pregunta: ¿su trabajo incluye revisar y censurar el correo que entra y sale del corredor de la muerte?
– No me gusta esa palabra…
– ¿Censurar?
– Sí. Yo me ocupo de inspeccionar el correo, señor. De vez en cuando tenemos razones para interceptar algo. Suele ser contrabando. Dejo que todo el mundo escriba lo que quiera.
– Pero en el caso del señor Blair Sullivan…
– Ése es un caso especial, señor.
– ¿Por qué?
– Escribe cartas obscenas a los familiares de sus víctimas.
– ¿Y qué hace usted con esas cartas?
– Bueno, intento ponerme en contacto con las personas a las que van dirigidas las cartas. Si lo logro, los pongo al corriente y les pregunto si quieren leerlas. Procuro hacerles saber lo que contienen. La mayoría no quiere ni verlas.
– Muy bien. Digno de admiración, incluso. ¿Sabe el señor Sullivan que usted le intercepta el correo?
– Lo desconozco. Es posible. Parece estar al tanto de todo lo que sucede en prisión.
– Dígame, ¿ha interceptado alguna carta en las últimas tres semanas?
– Sí, señor.
– ¿Y a quién iba dirigida esa carta?
– A un tal señor George Shriver de aquí, de Pachoula.
Black le enseñó una hoja con el brazo en alto.
– ¿Es ésta la carta?
El superintendente la observó atentamente.
– Sí, señor. En el margen superior lleva mis iniciales, y un sello. También puse una nota que hace referencia a la conversación que mantuve con los Shriver. Cuando les dije a grandes rasgos qué ponía la carta, no quisieron saber nada de ella, señor.
Black entregó la carta al secretario del tribunal, que la marcó como prueba, y luego se la devolvió. Se interrumpió cuando empezaba a formular una pregunta. Entonces volvió la espalda al juez y al testigo y se acercó a la balaustrada de la sala, donde los Shriver estaban sentados. Cowart lo oyó susurrar: «Voy a hacerle leer la carta en voz alta. Puede ser un golpe duro. Lo siento. Si desean irse, les guardaremos el sitio para cuando vuelvan.»
La sencillez de sus palabras, tan ajena al tono firme de sus preguntas, sorprendió a Cowart, que vio cómo los Shriver asentían.
Entonces el hombre se puso en pie y cogió a su mujer de la mano. Mientras se marchaban, la sala guardó silencio. Sus pasos resonaron levemente y las puertas chirriaron al cerrarse tras ellos. Black los siguió con la mirada y permaneció unos segundos más en silencio. Luego asintió ligeramente con la cabeza y dijo.
– Por favor, señor Sims, léanos la carta.
El testigo se aclaró la garganta y se volvió hacia el juez.
– Es un poco desagradable, señoría. No sé…
El juez lo interrumpió.
– No se preocupe. Léala.
El testigo inclinó ligeramente la cabeza y se ajustó las gafas. Leyó con voz acelerada, llena de vergüenza al pronunciar las obscenidades.
– «Señor y señora Shriver: siento no haberles escrito antes, pero he estado muy ocupado preparándome para morir. Sólo quería que supieran lo maravilloso que fue follarme a su pequeña. Meter y sacar la polla de su coño era como recoger cerezas una mañana de verano. El suyo era el coñito virginal más sabroso que he probado. Pero aún mejor que follármela fue verla morir: el cuchillo hundiéndose en su tierna carne como si fuese un melón… Eso es exactamente lo que era, una fruta. Por desgracia, ahora está podrida e incomible. Echarle un polvo ahora sería algo terriblemente pervertido, ¿no? Estaría verdosa y llena de gusanos después de tanto tiempo bajo tierra. Una lástima. Pero tengan la seguridad de que fue bonito mientras duró…» -Levantó la vista hacia la defensa-. Firmada: «Su buen amigo, Blair Sullivan.»
Black miró el techo para permitir que aquel espanto se desvaneciera un poco. Luego preguntó:
– ¿Ha escrito a los familiares de otras víctimas?
– Sí, señor. A casi todos los parientes de todas las personas que asesinó.
– ¿Escribe con regularidad?
– No, señor. Sólo cuando parece venirle la inspiración. La mayoría de las cartas son incluso peores que ésta. A veces es aún más detallista.
– Me lo imagino.
– Sí, señor.
– No hay más preguntas.
El fiscal se puso lentamente en pie. Sacudió la cabeza.
– Veamos, señor Sims, ¿en esa carta Blair Sullivan reconoce expresamente haber asesinado a Joanie Shriver?
– No, señor. Dice lo que he leído. No dice expresamente que la haya matado… no, señor; pero sin duda eso es lo que parece decir.
El fiscal sintió flaquear sus fuerzas. Fue a formular otra pregunta, pero cambió de idea.
– Nada más -dijo.
Sims abandonó la sala caminando a paso ligero. Los Shriver regresaron pasados un par de minutos. Cowart vio que tenían los ojos enrojecidos de llorar.
– Ahora oiré los alegatos -dijo el juez Trench.
Ambos abogados fueron muy breves, lo cual sorprendió a Cowart. Sus argumentos eran previsibles. El periodista procuraba tomar notas, pero no podía evitar desviar la mirada hacia aquellos padres desolados en la primera fila. Se fijó en que no se giraban para observar a Ferguson, sino que mantenían la mirada al frente, clavada en el juez, con la espalda rígida y los hombros ligeramente inclinados hacia él, como si lucharan contra el embate de un vendaval.
Cuando los letrados hubieron terminado, el juez habló severamente.
– Quiero ver citaciones de ambas partes. Me pronunciaré después de revisar la jurisprudencia. Se aplaza la vista hasta dentro de una semana. -Se levantó bruscamente y salió por una puerta en dirección a su despacho.
Cuando el público se puso en pie, hubo un momento de confusión. Cowart vio que Ferguson le estrechaba la mano al abogado y luego seguía a los guardias hacia la puerta que conducía a los calabozos del juzgado. Se volvió y vio a los Shriver rodeados de periodistas, forcejeando para avanzar por el pasillo y salir de la sala. En el mismo instante vio que Roy Black hacía señas al fiscal, quejándose de los problemas que estaba teniendo la pareja. La señora Shriver levantaba el brazo como para protegerse del aluvión de preguntas que le llovía. George Shriver rodeaba a su esposa con un brazo y tenía la cara congestionada. Al cabo de un rato Boylan se acercó a ellos y, como un barco que cambiara de dirección en alta mar, los condujo en la dirección opuesta, rumbo a la puerta del despacho del juez. Cowart oyó decir a un fotógrafo que iba junto al fiscal: «No se preocupe, tengo la foto.» Cowart sintió un extraño malestar.