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– ¿Y por qué no? -preguntó el juez de repente, mirando al fiscal con ceño-. ¿Qué resta relevancia a esas afirmaciones, si la defensa puede demostrar que son ciertas? Desde luego, no sé cómo van a hacerlo, pero ¿por qué no debería dárseles la oportunidad?

– La fiscalía sostiene que se trata de habladurías, señoría, y que deberían excluirse.

El juez negó con la cabeza.

– Existen muchas excepciones a las reglas de la habladuría, señor Boylan. Lo sabe. Usted mismo estuvo en este tribunal la semana pasada argumentando lo contrario. -El juez miró al público-. Veremos la causa -dijo con brusquedad-. Llame a su primer testigo.

– Bingo -susurró Cowart al fotógrafo.

– ¿Qué?

– Si dice que verá la causa es que ha cambiado de parecer.

El fotógrafo se encogió de hombros. El alguacil se puso en pie y llamó:

– Detective Bruce Wilcox.

Mientras le tomaban juramento a Wilcox, el ayudante del fiscal se levantó y dijo:

– Señoría, veo a varios testigos presentes en la sala. Eso viola las normas procesales.

El juez asintió y dijo:

– Que todos los testigos esperen fuera.

Cowart vio que Tanny Brown se ponía en pie y abandonaba la sala. Sus ojos siguieron la lenta estela que el detective iba dejando al alejarse por el pasillo. Detrás iba un hombre más pequeño al que Cowart identificó como un ayudante del forense. Para sorpresa suya, también reconoció a un funcionario de la prisión estatal, un hombre al que había visto en sus visitas al corredor de la muerte. Cuando se volvió, vio que el fiscal lo señalaba.

– ¿No es el señor Cowart un testigo?

– Esta vez no -contestó Roy Black con una leve sonrisa.

El fiscal fue a decir algo, pero se abstuvo.

El juez se inclinó hacia delante, para inquirir con tono brusco y ligeramente incrédulo:

– ¿No piensa llamar al señor Cowart?

– Esta vez no, señoría. Como tampoco al señor y la señora Shriver.

Hizo un gesto hacia la primera fila, en la que los padres de la niña asesinada estaban estoicamente sentados, procurando mirar al frente y hacer caso omiso de las cámaras de televisión que los enfocaban.

El juez se encogió de hombros.

– Proceda -dijo.

El abogado se acercó al estrado de los testigos e hizo una pausa antes de mirar a Wilcox, que se había sentado ligeramente inclinado y con las manos apoyadas en la barandilla, como quien espera a que le den la salida en una carrera.

Al principio, el abogado se limitó a reconstruir los hechos. Hizo que el detective describiera las circunstancias de la detención de Ferguson; le hizo reconocer que éste no había ofrecido resistencia y que en un primer momento lo único que lo incriminaba era la semejanza de los automóviles. Y acabó preguntando:

– Así pues, ¿lo arrestaron por el coche?

– No, señor. No lo pusimos a disposición judicial hasta que confesó la autoría del crimen.

– Pero eso fue posterior a su detención, ¿no? Más de veinticuatro horas después, ¿correcto?

– Correcto.

– ¿Y cree usted que durante el interrogatorio él sabía que podía irse cuando quisiera?

– En ningún momento pidió que lo dejaran marchar.

– ¿Cree usted que él sabía que podía irse?

– Yo no sé qué sabía o no sabía.

– Hablemos del interrogatorio. ¿Recuerda haber testificado en esta sala hace tres años, en una vista similar?

– Sí, lo recuerdo.

– ¿Recuerda lo que el señor Burns le preguntó? Pregunta: «¿Golpeó usted al señor Ferguson en el momento de la confesión?» Respuesta: «No, no lo hice.» Ahora dígame, ¿fue ése un testimonio veraz?

– Sí, lo fue.

– ¿Conoce la serie de artículos aparecidos hace unas semanas en el Miami Journal en relación con este caso?

– Sí.

– Deje que le lea un párrafo. Cito textualmente: «Los detectives negaron haber golpeado a Ferguson para obtener una confesión. No obstante, reconocieron que el detective Wilcox lo había "abofeteado" al principio del interrogatorio.» ¿Le suena esa declaración publicada en el periódico, señor Wilcox?

– Sí.

– ¿Y es eso cierto?

– Sí.

Roy Black se acercó a la tarima con súbita exasperación.

– Bueno, ¿y cuál es verdad?

El detective se echó hacia atrás, dejando que una leve mueca asomara a sus labios.

– Ambas declaraciones son ciertas, señor. Es verdad que al principio de la entrevista abofeteé dos veces al señor Ferguson. Con la mano abierta y con suavidad. Fue después de que me insultara; en ese momento perdí los estribos, señor. Pero no confesó hasta pasadas unas horas, señor. Casi un día entero. Durante todo ese tiempo bromeamos y hablamos como amigos. Se le proporcionó comida y descanso. Nunca pidió un abogado, ni regresar a casa. De hecho, me dio la impresión de que, cuando confesó, se sintió como liberado.

Wilcox lanzó una mirada de advertencia a Ferguson, que ponía mala cara, meneaba la cabeza y escribía en su bloc. Por un instante, sus ojos se cruzaron con los de Cowart, y sonrió.

Roy Black dejó que la cólera se cerniera sobre sus preguntas.

– Entonces, detective, después de haberlo abofeteado, ¿qué cree que pensaba él? ¿Que estaba a disposición judicial? ¿Que era libre de irse? ¿O cree que pensaba que usted iba a sacudirlo un poco más?

– No lo sé.

– ¿Cómo reaccionó después de que usted lo abofeteara?

– Se mostró más respetuoso. Yo no creí que aquello fuera para tanto.

– ¿Y qué hizo usted?

– Me disculpé cuando me lo pidió mi superior.

– Bueno, vistas las cosas desde la perspectiva del corredor de la muerte, esa disculpa no cambió mucho las cosas -comentó el abogado con sorna.

– ¡Protesto! -Boylan se levantó despacio.

– Retiro la observación -respondió Black.

– Se acepta -dijo el juez-. Ándese con cuidado. -Fulminó con la mirada al abogado.

– No hay más preguntas.

– ¿Y la acusación?

– Sí, señoría. Sólo un par de preguntas. Detective Wilcox, ¿ha tenido ocasión de tomar declaración a personas que hayan confesado haber cometido un crimen?

– Sí, muchas veces.

– ¿Y cuántas veces ha sido desechada como prueba?

– Ninguna.

– ¡Protesto! ¡Irrelevante!

– Ha lugar. Continúe, por favor.

– Sólo para asegurarme, detective Wilcox, ¿afirma usted que el señor Ferguson acabó confesando veinticuatro horas después de su detención?

– Correcto.

– Y el abofeteo tuvo lugar…

– Tal vez en los cinco primeros minutos.

– ¿Hubo algún otro maltrato físico al señor Ferguson?

– Ninguno.

– ¿Amenazas verbales?

– Tampoco.

– ¿Otra clase de amenazas?

– No.

– Gracias. -El fiscal se sentó.

Wilcox bajó del estrado y cruzó la sala con una furibunda mirada hasta pasada la cámara, momento en el que sonrió.

El teniente Brown fue el siguiente en subir al estrado. Tomó asiento en silencio, relajado, con la calma aparente de alguien acostumbrado a ocupar aquel sitio.

Cowart escuchó con atención lo que el teniente explicó sobre la dificultad que entrañaba aquel caso, y lo de que el coche había sido la primera y única pista que pudieron seguir. Describió a Ferguson como un hombre nervioso, inquieto y evasivo cuando habían llegado a la cabaña de su abuela. Dijo que sus movimientos habían sido bruscos y se había negado a explicar por qué estaba lavando el coche con tanto esmero, o a justificar razonablemente dónde estaba el trozo de alfombrilla que faltaba. Añadió que su crispación física le había hecho sospechar que Ferguson ocultaba algo. Luego admitió que al detenido lo habían abofeteado dos veces. Nada más.

Sus palabras fueron un calco de las de su colega.

– El detective Wilcox lo golpeó dos veces con la mano abierta y con suavidad -aseguró-. Después el detenido le mostró más respeto. Pero yo, personalmente, me disculpé con él, e insistí en que el detective Wilcox hiciera lo mismo.

– ¿Y qué efecto tuvieron esas disculpas?

– Pareció relajarse. No parecía que el señor Ferguson diera demasiada importancia a aquellas bofetadas.

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