Литмир - Электронная Библиотека
A
A

Los dos hombres se dieron la mano y Ferguson se acomodó en la silla.

– Estaré fuera -dijo el sargento, antes de dejar al periodista y al convicto encerrados en la salita. A continuación se oyó el clic de un pasador.

El preso sonreía, no con alegría sino con petulancia, y sólo por un momento, mientras comparaba aquella mueca con la fría ira que había visto en los ojos de Tanny Brown, Cowart sintió un cambio de opinión en su interior. Luego aquella sensación desapareció y Ferguson dejó caer sobre la mesa los documentos, que hicieron un ruido sordo.

– Sabía que volvería -dijo Ferguson-. Sabía lo que descubriría allí.

– ¿Y qué cree que he descubierto?

– Que yo decía la verdad.

Cowart vaciló un momento y procuró que el preso perdiera parte de su confianza.

– Descubrí que decía verdades a medias.

Ferguson se enfureció al instante.

– ¿Qué demonios insinúa? ¿No habló con esos polis? ¿No vio ese pueblo sudista de racistas? ¿No vio qué tipo de lugar es ése?

– Uno de esos polis racistas era negro. Olvidó decírmelo.

– Venga ya. ¿Cree que porque somos del mismo color ese tío es legal? ¿Acaso cree que es mi hermano? ¿Que no es tan racista como ese pequeño gusano que tiene por compañero? ¿Dónde ha estado usted, señor periodista? Tanny Brown es peor que el comisario más racista que quepa imaginar. Él hace el trabajo sucio para que esos otros polis del Sur profundo parezcan de la Unión de Derechos Civiles. Es blanco hasta la médula y lo único que odia más que a sí mismo es a los tipos de su propio color. Pregúnteselo a quien quiera. Pregunte quién es la mano dura en Pachoula, y la gente le dirá que es ese cerdo, se lo aseguro.

Ferguson se había puesto en pie y se paseaba por la habitación aporreándose la palma de una mano con el puño de la otra, y con eso enfatizaba sus palabras.

– ¿No habló usted con el viejo borracho que me vendió?

– Sí, hablé con él.

– ¿Y con mi abuela?

– También.

– ¿No revisó el caso?

– No había demasiado que revisar.

– ¿No vio por qué necesitaban aquella confesión?

– Sí.

– ¿No vio la pistola?

– Sí, la vi.

– ¿No leyó aquella confesión?

– Sí, la leí.

– Esos cabronazos me dieron una paliza.

– Reconocieron haberle abofeteado un par de veces…

– ¿Un par de veces? ¡Joder, tío! Seguramente dijeron que habían sido unas palmaditas cariñosas o algo así, ¿no? Más un pequeño desliz que una verdadera paliza, ¿eh?

– Eso dieron a entender.

– ¡Hijos de puta!

– Cálmese…

– ¿Que me calme? ¡Cómo quiere que me calme! Esos mentirosos hijos de puta pueden sentarse ahí fuera y decir lo que les venga en gana. Y a mí, todo lo que me espera es una celda y la silla eléctrica.

Su voz había subido de tono y ya iba a añadir algo, cuando de pronto guardó silencio y se detuvo en medio de la sala. Volvió a fijar la mirada en Cowart, como tratando de recuperar parte de la calma que había perdido con tanta rapidez. Parecía estar pensando bien lo que iba a decir.

– Señor Cowart -dijo por fin-, ¿sabe que hasta esta misma mañana estábamos confinados en las celdas? Sabe lo que eso significa, ¿no?

– Dígame, ¿qué significa?

– El gobernador firmó una orden de ejecución. Nos tuvieron a todos encerrados en las celdas hasta que la orden se revocara o se llevara a cabo la ejecución.

– ¿Y qué pasó?

– El tribunal de apelaciones del distrito cinco suspendió la sentencia. -Sacudió la cabeza-. Pero no definitivamente. Usted ya sabe cómo funciona esto. Primero uno agota todas las apelaciones normales. Luego pasa a las grandes cuestiones, como la constitucionalidad de la pena de muerte, o tal vez a la composición racial del jurado; por aquí es una de las preferidas. A continuación se debate sobre estas cuestiones y se intenta aportar algo nuevo. En ocasiones se trata de algo que todavía no se les había ocurrido a todas esas mentes legales. Y mientras, tictac, tictac… el tiempo pasa.

Volvió a su sitio y se sentó con cuidado, entrelazando las manos sobre la mesa, delante de Cowart.

– ¿Sabe qué le hace un confinamiento al alma? La congela. Te ves atrapado, como si cada tictac de ese puto reloj diera golpecitos en tu corazón. Sientes que eres tú el que va a morir, sabes que algún día vendrán y confinarán a los presos del corredor, y la orden firmada llevará tu nombre. Es como si te asesinaran poco a poco, dejando que la sangre se derrame gota a gota, desangrándote. Ése es el momento en que todo el corredor enloquece. Puede preguntar al sargento Rogers, él se lo explicará. Primero se oye una cacofonía de gritos tremebundos y chillidos, pero sólo dura unos minutos. Luego el silencio invade el corredor. Es casi como si se oyera a los hombres sudar en un mar de pesadillas. Sin embargo, a veces el menor ruido lo rompe y el silencio se desvanece, porque algunos condenados vuelven a chillar. Un día, un hombre se pasó doce horas seguidas gritando antes de morir. El confinamiento nos hace perder hasta la última gota de sano juicio, para dejar sólo odio y locura. Eso es todo lo que queda. Lo último que nos quitan es la vida -acabó casi en susurros.

Se puso en pie y volvió a pasearse por la sala.

– ¿Sabe qué no me gustaba de Pachoula? Su autocomplacencia. Lo bonita que es. Sencillamente bonita y tranquila. -Apretó el puño-. Odiaba el hecho de que todo encajara y funcionara a la perfección. Todo el mundo se conocía y sabía exactamente cómo iba a ser su vida: levantarse por la mañana, ir al trabajo, sí señor, no señor, volver a casa en coche, tomarse una copa, cenar, encender la televisión, acostarse… Y al día siguiente, lo mismo. El viernes por la noche, ir al partido del instituto; el sábado, ir de picnic; el domingo, ir a misa. No importaba ser blanco o negro, sólo que los blancos mandaban y los negros hacían el trabajo duro, como en cualquier otro rincón del Sur. Y lo que más odiaba es que todo el mundo lo aceptara. Maldita sea, cuánto adoraban aquella rutina. Empezar y acabar cada día igual que el anterior, igual que el siguiente. Año tras año.

– ¿Y usted?

– Yo no encajaba. Porque buscaba algo diferente. Iba a ser alguien en la vida, y mi abuela era como yo. Los negros del lugar solían decir de ella que, aunque vivía en una casucha sin agua y con un gallinero en la parte de atrás, era una vieja cínica con aires de grandeza. Y los tipos como ese maldito Tanny Brown no soportaban el orgullo de mi abuela ni que ella no se rebajara ante nadie. Usted la ha conocido. ¿Le pareció la clase de mujer que se aparta en la acera para dejar pasar a un blanco?

– No.

– Ha sido una luchadora toda su vida. Entonces llegué yo y como tampoco fui de su agrado, pues vinieron a por mí.

Parecía dispuesto a continuar, pero Cowart lo interrumpió:

– Vale, Ferguson, está bien. Digamos que todo eso es cierto. Y digamos que escribo ese artículo: pruebas poco sólidas, identificación dudosa, mal abogado, confesión bajo coacción. Pero eso es sólo la mitad de lo que me prometió. Quiero un nombre. Usted sabe quién es el asesino. Déjese de rodeos.

– ¿Qué promesas le he hecho yo?

– Ninguna. En mi artículo contaré lo que usted me haya explicado.

– Sí, pero es mi vida. Tal vez mi muerte. -Ferguson se sentó y lo miró-. ¿Qué sabe usted de mí? -preguntó.

Eso dio que pensar a Cowart. ¿Qué sabía él?

– Lo que usted me ha explicado. Y lo que otros me han contado.

– ¿Cree que me conoce?

– Un poco, tal vez.

– Se equivoca. -Pareció vacilar, como si reconsiderara lo que acababa de decir-. Soy lo que ve. Puede que no sea perfecto, o que hiciera y dijera cosas indebidas. Tal vez no debí haber jodido tanto a todo ese pueblo para que, en cuanto surgiera un problema, sólo se les ocurriera venir a por mí y dejaran pasar de largo el problema sin siquiera darse cuenta.

– No le entiendo.

– Ya me entenderá. -Cerró los ojos-. Sé que a veces puedo parecer un poco brusco, pero cada uno es como es, ¿no?

26
{"b":"110197","o":1}