Литмир - Электронная Библиотека
A
A

Cowart bajó la ventanilla y oyó las voces del coro religioso, que se sobreponían a los chirridos y carraspeos del autobús. Aguzó el oído pero no logró entender la letra del canto coral, aunque oía fragmentos de la música.

Brown dio un volantazo y pisó el acelerador. Con una maniobra rápida adelantaron al autobús. Cowart miró las ventanillas y vio a decenas de personas negras que se mecían y daban palmadas siguiendo el zarandeo del vehículo y el ritmo de la música. Sus voces fueron ahogadas por la velocidad y la distancia.

Continuaban adentrándose en una oscuridad cada vez mayor. Al debilitarse, la luz desdibujaba los contornos de las casas y construcciones y cada vez resultaba más difícil distinguir la serpenteante carretera por la que viajaban.

– En este condado Jesús hace horas extra -dijo Brown-. Recogiendo almas.

El teniente había conducido en silencio, incapaz de quitarse de la cabeza el recuerdo que había irrumpido de pronto en su conciencia. Se trataba de una imagen de la guerra, terrible aunque habitual: él llevaba siete meses en el campo y su pelotón había cruzado el descampado; era casi al final del día, se hallaban cerca del campamento, tenían calor, estaban sucios y cansados y, probablemente, en lugar de prestar atención iban pensando en lo que les esperaba al llegar, en la comida, en el descanso, en otra noche tensa e incómoda… lo cual los hacía muy vulnerables. De forma que, en retrospectiva, la sorpresa no debería haber sido tal cuando el disparo de un francotirador cortó el aire y uno de los hombres, el que iba al frente, se desplomó tan repentinamente que Brown tuvo la sensación de que un dios encolerizado había descendido para llevárselo por puro capricho. El hombre había lanzado un grito de miedo y dolor: «¡Ayudadme! ¡Por favor!» Brown no se había inmutado. Sabía que el francotirador estaba aguardando a que alguien socorriera al hombre herido. Sabía qué ocurriría si acudía en su ayuda. De modo que permaneció inmóvil, cuerpo a tierra, pensando: «Yo también quiero vivir.» Se quedó así hasta que el jefe de pelotón dio la orden de atacar la hilera de árboles donde se ocultaba el francotirador. A continuación, tras haber destrozado y astillado el bosque con una docena de explosivos de alta potencia, Brown corrió hacia el hombre herido. Era un chico blanco de California y sólo llevaba una semana en el pelotón. Brown se había arrodillado junto a él, contemplando su pecho desgarrado, ya sin esperanza, y tratando de recordar su nombre.

Había sido su último herido. Y había muerto.

Una semana más tarde, Brown había regresado a casa porque su período de servicio era más corto, al igual que para muchos estudiantes de medicina; de vuelta a la Universidad Estatal de Florida, después al curso de formación en justicia penal y, finalmente, al cuerpo de policía. No era el primer negro que trabajaba en la jefatura del condado de Escambia, pero se daba por sentado que iba a ser el primero en prosperar. Lo tenía todo a su favor: era de la zona, era una estrella del fútbol, era un héroe de guerra, y era licenciado. Los viejos prejuicios se iban erosionando como rocas que se desintegran con el continuo batir de las olas.

Se sentía un poco culpable. El recuerdo de los gritos de auxilio de los heridos lo perseguía, aunque siempre habían sido los gritos de hombres a los que había salvado. «Resulta fácil evocar esas voces -pensó-. Te recuerdan que tú estabas allí haciendo el bien en medio de tantas crueldades.» Aquélla era la primera vez que recordaba el último grito de aquel hombre.

«¿También pidió ayuda Wilcox? -se preguntó-. A él también lo abandoné.»

Sabía que tendría que explicárselo a la familia de Wilcox. Por suerte, no había mujer ni pareja estable. Se acordaba de una hermana, casada con un oficial de la marina destinado en San Diego. Le constaba que la madre de Wilcox había fallecido, y que su padre vivía solo en un hogar de ancianos. Había docenas de residencias para la tercera edad en el condado de Escambia; era un negocio en auge. Recordó los primeros encuentros con el padre de Wilcox: un hombre estricto y severo. «Es un hombre que ya detesta el mundo. Ahora tendrá un motivo más -pensó-. ¿Cómo se lo diré? ¿Que lo perdí? ¿Que lo dejé con una detective inexperta y desapareció? ¿Que lo doy por muerto? ¿Desaparecido en acto de servicio? Pero no es como si hubiera desaparecido en medio de la selva.» Sin embargo, se dio cuenta de que efectivamente era así.

Puso las luces largas del coche. Inmediatamente vislumbraron los ojitos redondos y rojos de una zarigüeya asomada a un margen de la carretera, como dispuesta a desafiar a las ruedas del coche. Brown no se desvió, y en el último momento el animalito saltó de nuevo a la cuneta.

Brown pensó que ojalá él también pudiera esconderse.

«Imposible», se dijo.

Poco tiempo después, paró el coche en el aparcamiento de un motel llamado Admiral Benbow Inn, en las afueras de Pachoula y dejó a Cowart y Shaeffer en la acera. Sus rostros quedaron iluminados por un letrero blanco cuyo resplandor atraía la atención de todos los conductores de la interestatal.

– Volveré -dijo con un tono enigmático.

– ¿Qué va a hacer?

– Organizar los refuerzos. No creerá que vamos a atraparlo nosotros solos, ¿no?

Cowart pensó en lo que Brown había dicho en Newark. No se imaginaba que iban a pedir refuerzos.

– Supongo que no.

Shaeffer les interrumpió.

– ¿A qué hora?

– Temprano. Les recogeré antes de que amanezca. Pongamos las cinco y cuarto.

– ¿Y luego?

– Iremos a casa de la abuela de Ferguson. Creo que él estará allí. A lo mejor lo sorprendemos durmiendo. A ver si hay suerte.

– ¿Y si no? -preguntó Cowart-. ¿Qué haremos entonces?

– Buscaremos mejor. Pero creo que allí lo encontraremos.

Shaeffer asintió. Sonaba sencillo e imposible al mismo tiempo.

– ¿Dónde va usted ahora? -preguntó Cowart de nuevo.

– Ya se lo he dicho. A organizar los refuerzos. Tal vez a rellenar algunos informes. Y quiero pasar por mi casa a ver a mi familia. Nos reuniremos antes de que salga el sol.

Luego arrancó y se alejó a gran velocidad, dejando al periodista y la joven detective en la acera, como un par de turistas despistados en el extranjero. Por un instante miró por el retrovisor y los vio dirigirse a la recepción del motel. Parecían pequeños, indecisos. Luego tomó una curva y los perdió de vista. Sintió una especie de liberación interior, como si se hubiera aflojado algo que lo estaba oprimiendo. Sentía también que la amargura brotaba en su interior, notaba su regusto en la lengua. La noche lo envolvía y, por primera vez en días, se sintió tranquilo, lo suficiente para dar rienda suelta a su ira. Condujo bruscamente, a toda velocidad pero sin rumbo. No tenía la menor intención de rellenar informes ni de organizar refuerzos. Se dijo: «Las cuentas con la muerte pueden esperar.»

Cowart y Shaeffer se registraron en el motel y se dirigieron al restaurante para comer algo. Ninguno de los dos tenía mucho apetito, pero era la hora de cenar, de modo que parecía lo lógico. Les atendió una camarera que, a juzgar por sus gestos, se sentía incómoda con el almidonado uniforme azul, probablemente demasiado estrecho, que le aprisionaba los exuberantes pechos. El interés que mostró al tomarles nota fue mínimo. Mientras esperaban, Cowart miró a Shaeffer y cayó en la cuenta de que no sabía prácticamente nada de ella. Y también de que había pasado mucho tiempo desde la última vez que había estado sentado frente a una mujer joven. Tras la agresiva personalidad que proyectaba la detective se escondía en realidad una mujer atractiva. Cowart pensó: «Si esto fuera Hollywood, habrían surgido entre nosotros sentimientos intensos por todas las vivencias comunes y ahora nos fundiríamos en un abrazo -pensó él y sonrió-. Pero me temo que ni siquiera lograremos mantener una conversación agradable.»

119
{"b":"110197","o":1}