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Sullivan había encontrado seguridad en la aleatoriedad de sus crímenes. Había matado a personas que no conocía, a personas que habían tenido la mala fortuna de cruzarse en su camino. Al minimizar el contexto del asesinato, lograba frustrar la capacidad investigadora de la policía. Cowart sospechaba que Ferguson estaba haciendo lo mismo. Al fin y al cabo, había aprendido de la mano de un experto. Sullivan le había enseñado algo fundamental: a convertirse en un estudioso de sus repugnantes impulsos.

Recordó su visita a la hemeroteca del Journal y le vino a la cabeza el titular de aquel pequeño artículo: «La policía admite no tener indicios de la niña desaparecida.» Por supuesto que no los había, pensó. No había indicios ni pruebas sólidas. Lo único que había era un hombre declarado inocente llevándose a niñas de este mundo.

Respiró hondo y dejó que discurrieran por su mente todos los elementos acumulados de crímenes reales, supuestos e imaginarios, torrentes de maldad que al final desembocaron en el núcleo de su miedo más pavoroso: una imagen de su hija volviendo a casa tranquilamente. Tuvo la sensación de que hasta ese momento había deambulado en una especie de ceguera moral, dado que todas las muertes relacionadas con Sullivan y Ferguson no le habían afectado directamente. Pero eso había cambiado.

Se sujetó la cabeza entre las manos y pensó: «¿Estará matando a alguien ahora? ¿Hoy? ¿Esta noche? ¿Cuándo? ¿La semana que viene?» Alzó la vista hacia el espejo colgado encima del aparador. «Y tú, pedazo de cretino, preocupado por tu reputación.»

Sacudió la cabeza, viendo cómo su propio reflejo se lo reprochaba. «No tendrás ninguna reputación a no ser que hagas algo y rápido -se dijo-. Pero ¿qué?»

Se acordó de un artículo de su amiga Edna. En una ocasión había averiguado que la policía de un barrio de Miami estaba investigando seis casos de violación ocurridos en un mismo tramo de autopista. Cuando entrevistó a los detectives que llevaban el caso, éstos insistieron en que no escribiera una sola palabra al respecto, alegando que un artículo en el periódico alertaría al violador en serie de que estaban tras su pista y entonces él modificaría su modus operandi, alteraría su reconocible estilo, se trasladaría a otra zona y eludiría los señuelos y las operaciones de vigilancia que habían diseñado. Edna había ignorado la petición, convencida de que era imprescindible alertar a las mujeres que, ajenas al peligro, atravesaban de noche la ruta del violador.

Los artículos se anunciaron en portada en la edición dominical del Journal, como primicia, junto con un retrato robot del sospechoso. Los detectives se indignaron, como cabía esperar, convencidos de que aquello espantaría a su presa.

Sin embargo, no sucedió así. El violador no había cometido seis agresiones, sino más de cuarenta. Más de cuarenta mujeres habían sido atacadas, pero el sufrimiento y la humillación habían determinado que la mayoría no lo denunciara a la policía. Tras la agresión se iban a casa dando gracias al cielo por estar vivas e intentaban recomponer su cuerpo desgarrado y su maltrecha autoestima. Una por una habían llamado a Edna, recordaba Cowart. Voces que sollozaban, entrecortadas por las lágrimas y las dudas, capaces a duras penas de superar la desdicha que había traído consigo el horror de lo sucedido, pero ansiosas por contar su historia a la periodista, por si así podía evitarse que otras mujeres cayeran en las garras de aquel sádico. Al cabo de unos días habían llamado todas. De forma anónima y aterrorizadas, pero habían llamado. Todas pensaban que estaban solas, que habían sido la única víctima. Al final de la semana, Edna tenía el número de matrícula del coche del violador, una descripción detallada del vehículo y el agresor y decenas de elementos más que llevaron a la policía hasta la casa del violador una noche, quince días después de que se publicaran los artículos, justo cuando se disponía a salir.

Cowart se recostó y sopesó la amenaza de Ferguson. Era muy seria.

«Hazlo -se dijo entonces-. Reúnelo todo, todas las mentiras, las pruebas obtenidas ilegalmente, todo, y elabora un artículo y publícalo. No esperes más, hazlo antes de que Ferguson tenga la oportunidad de actuar. Atácalo con palabras y luego corre, llévate a tu hija y escóndela. Es tu única arma. Eso sí, tus colegas de trabajo te arrancarán la piel a tiras por ese artículo. Acabarás pisoteado, denostado y con la cabeza ensartada en una estaca. Y después todo será muy duro porque tu mujer te odiará y su marido te odiará y tu hija no lo entenderá, aunque, con un poco de suerte, ella no te odiará.»

Pero era la única manera.

Se incorporó de nuevo en la cama y pensó: «Vas a conseguir que todo el mundo os señale con el dedo, a ti y a él. Y después, tal vez cada cual recibirá su merecido. Hasta Ferguson.

«Titulares de dos y medio, fotos a todo color. Asegúrate de que sale en los teletipos, y en los semanales. Acude a programas de entrevistas. Difunde a los cuatro vientos la verdad sobre Ferguson hasta que el escándalo resuene más alto que todos sus desmentidos. Entonces nadie ignorará el asunto. Lo acuciarán allá donde vaya con libretas, flashes y focos. Descríbelo con todo lujo de detalles para que, se esconda donde se esconda, levante sospechas. No permitas que pase inadvertido y pueda continuar haciendo lo que le plazca. Sí, eso, arrebátale su invisibilidad: eso lo matará.»

«"¿Es usted un asesino, Cowart?" Puedo serlo.»

Alargó la mano hacia el teléfono para llamar a Will Martín, cuando de repente alguien dio un golpazo en la puerta. Pensó que sería el teniente Brown.

Se levantó con la cabeza desbordada con la idea del artículo que pensaba escribir, abrió la puerta y se encontró con Andrea Shaeffer.

– ¿Está aquí? -preguntó la detective.

Tenía el pelo mojado y alborotado. La lluvia había trazado rayas oscuras en su abrigo de cuero. Miró con ansiedad más allá de Cowart, escrutando la habitación. Antes de que él pudiera abrir la boca, ella habló de nuevo.

– ¿Está aquí Wilcox o no? Nos hemos separado.

Él negó con la cabeza, pero ella lo apartó para echar un buen vistazo a la habitación. Luego se volvió y dijo:

– Pensé que estaría aquí. ¿Y el teniente Brown?

– Regresará en un momento. ¿Ha pasado algo?

– ¡No, nada! -espetó. Luego, bajando la voz-: Sólo nos perdimos de vista el uno al otro. Intentábamos seguir a Ferguson. Wilcox iba a pie y yo en el coche. Pensaba que a estas alturas ya habría llamado.

– No, no ha llamado nadie. ¿Lo ha dejado allí?

– ¡Él me dejó a mí! ¿Cuándo va a llegar el teniente Brown?

– Ahora mismo, supongo.

Ella entró por fin en la habitación y se quitó el abrigo mojado. Por un momento tiritó.

– Estoy congelada -dijo-. Necesito un café. Y cambiarme.

Cowart fue al cuarto de baño, cogió una toalla y se la lanzó.

– Tenga. Séquese.

Shaeffer se frotó la cabeza con la toalla, luego los ojos. Cowart vio que retenía la toalla sobre la cara mientras se secaba, escondiéndose detrás del algodón blanco y mullido. Cuando apartó la toalla estaba jadeando.

Cowart iba a seguir haciéndole preguntas cuando volvieron a llamar a la puerta.

– Seguro que es Wilcox -dijo ella.

Era el teniente. Traía un par de bolsas de papel marrón que entregó a Cowart nada más entrar.

– Sólo tenían hamburguesas -dijo, y miró a la detective, que se había quedado en medio de la habitación rígida como una escoba-. ¿Dónde está Bruce?

– Nos vimos obligados a separarnos.

Brown enarcó las cejas con expresión de sorpresa y sintió que una punzada de miedo le cruzaba el estómago. Se recompuso para centrarse en el problema y avanzó despacio hacia el centro de la habitación, como si ralentizando sus pasos pudiera frenar el mal presentimiento que lo embargó.

– ¿Se separaron? ¿Dónde? ¿Cómo?

Shaeffer levantó la mirada, nerviosa.

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