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– ¿Y ustedes por qué están aquí?

– Nosotros también hemos venido a ver a Ferguson -contestó Brown con tono oficioso.

Shaeffer lo miró.

– ¿Por qué? Creí que ya habían cerrado el caso. Y usted también -añadió, señalando a Cowart.

– No. Todavía no.

– Pero ¿por qué?

De nuevo fue el teniente quien contestó.

– Estamos aquí porque tenemos motivos para creer que se cometieron equivocaciones en el primer proceso de Ferguson. Pensamos que puede haber errores en los artículos del señor Cowart. Hemos venido hasta aquí para investigar ambas cuestiones.

Shaeffer parecía irritada y sorprendida a la vez:

– ¿Errores? ¿Equivocaciones? -Se volvió hacia el periodista-. ¿Qué clase de errores?

– Ferguson me mintió -contestó Cowart.

– ¿Sobre qué?

– Sobre el asesinato de la niña.

Shaeffer se removió en su asiento.

– ¿Y ahora para qué ha venido aquí?

– Para aclarar el asunto.

El cliché provocó una cínica sonrisa en la detective:

– No me cabe duda -dijo, y miró a Brown y Wilcox-. Pero eso no explica por qué viaja con esta compañía.

– Nosotros también queremos aclarar este asunto -dijo Brown, y al punto comprendió que esa respuesta era un error: aquella joven policía lo estaba poniendo a prueba y él no había dado la talla.

– ¿No han venido a detener a Ferguson? -repuso ella.

– No. No podemos hacerlo.

– ¿Han venido a hablar con él?

– Exacto.

Ella meneó la cabeza.

– Mienten -dijo. Se incorporó bruscamente y cruzó los brazos.

– Nosotros… -empezó Brown.

– Mienten -repitió ella.

– Porque… -continuó Cowart.

– Mienten -insistió Shaeffer.

El periodista y el teniente la miraron fijamente y ella, tras una breve pausa, suficiente para que la palabra calara en todos ellos, prosiguió:

– ¿Qué asunto? No hay ningún asunto. Lo único que hay es un tipo fuera de sus cabales. Errores y equivocaciones. ¿Y qué? Si Cowart cometió algún error, hubiese venido solo. Si usted, teniente Brown, cometió algún error, hubiese venido solo. Pero juntos… Detrás de todo esto hay algo. ¿Me equivoco?

Brown lo admitió con un movimiento de la cabeza.

– ¿Se trata de una adivinanza? -ironizó Shaeffer.

– No. Dígame primero qué la ha traído aquí y luego yo la pondré al corriente.

Shaeffer aceptó.

– He venido a ver a Ferguson porque estaba relacionado tanto con Sullivan como con Cowart, y pensé que podría tener algún dato concreto sobre los asesinatos de los cayos.

Brown la miró con gesto serio.

– ¿Y los tenía?

– No. Negó tener conocimiento alguno del asunto.

– ¿Y qué esperaba usted? -terció Cowart en voz baja.

Shaeffer se volvió hacia él y respondió:

– Bueno, se mostró mil veces más cooperativo que usted. -Eso no era verdad, pero ella pensó que tal vez así le cerraría la boca a aquel periodista impertinente, como ocurrió.

– Entonces, si él no tenía ningún dato y negó cualquier relación con el asunto -dijo Brown-, ¿por qué sigue usted aquí?

– Quería comprobar si la coartada de Ferguson era cierta.

– ¿Y?

– Lo era.

– ¿Lo era? -espetó Cowart.

Ella le lanzó una mirada airada.

– Ferguson asistió a clase aquella semana. No faltó a ninguna. Habría sido muy difícil volar a los cayos, matar a los ancianos y regresar sin perderse ninguna clase. Probablemente imposible.

– Pero, maldita sea, eso no fue lo que Sullivan… -Cowart se detuvo en seco, pero demasiado tarde.

– ¿Sullivan qué? -preguntó Shaeffer.

– Nada.

– Repito: ¿Sullivan qué?

Cowart cedió.

– Eso no fue lo que Sullivan me dijo.

Brown intentó intervenir, pero una mirada de Shaeffer se lo impidió. Acto seguido la detective fijó los ojos en el periodista. «Mentiras. Mentiras y omisiones -pensó. Respiró hondo-. Lo sabía.»

– Lo que Sullivan le dijo ¿cuándo? -le preguntó pausadamente.

– Antes de ir a la silla.

– ¿Qué coño le contó?

– Que Ferguson cometió esos crímenes. Pero no es que…

– Es usted un hijo de puta -murmuró ella.

– No, mire, tiene que entender que…

– Un grandísimo hijo de puta. ¿Qué le contó exactamente?

– Que había acordado con Ferguson intercambiar los crímenes. Él se inculpaba del crimen de Ferguson a cambio de que éste cometiera por él esos asesinatos.

Shaeffer asimiló esa información y en un instante vio el aprieto en que estaba metido el periodista. No sintió compasión alguna.

– ¿Y eso no le pareció un dato relevante para la policía?

– No es tan sencillo. Él me mintió. Yo intentaba…

– ¿Y entonces usted creyó que también podía mentir?

– No, maldita sea, tiene que entenderlo… -Cowart se volvió hacia Brown.

– Debería detenerle aquí mismo -afirmó Shaeffer-. ¿Podría usted escribir el artículo desde su celda, señor Cowart? «Periodista acusado de encubrimiento en un espectacular caso de asesinato.» ¿Ése sería el titular? ¿Lo publicarían en portada con su puta fotografía? ¿Cree usted que por una vez sería la verdad?

Se miraron fijamente hasta que a Cowart se le ocurrió algo.

– Sí. La verdad. Salvo que ésa no era la verdad.

– Pero ¿qué dice ahora?

– Lo que acaba de oír. Sullivan me contó que Ferguson había matado a esa pareja, pero yo no sabía si creerlo o no. Me contó muchas cosas, algunas de ellas inciertas. De forma que yo podría habérselo contado a usted, pero entonces habría tenido que publicarlo en el periódico. Indefectiblemente, ¿entiende? Sin embargo, ahora usted me dice que Ferguson tiene una coartada, así que todo habría sido desmentido. Él no mató a los ancianos, dijera lo que dijese Sullivan.

Shaeffer titubeó.

– ¡Vamos, maldita sea, señorita! ¿No es así?

La detective no tenía razones fundadas para discrepar. Asintió con la cabeza.

– Eso parece. La coartada coincide. He ido a Rutgers y hablado con tres profesores. Aquella semana fue a clase todos los días. Asistencia intachable. Además, mi compañero también ha recabado algunos datos.

– ¿Qué datos?

– Olvídelo.

Volvió a hacerse un silencio mientras cada uno asimilaba lo que acababa de oír. Brown habló despacio.

– Pero hay algo más. Si Ferguson no es su sospechoso y no posee información que pueda ayudarla en su investigación, usted debería estar en un avión rumbo a casa. No estaría aquí sentada, estaría en el Sur con su colega. Podría haber comprobado los horarios de Ferguson por teléfono y, sin embargo, vino hasta aquí para hablar cara a cara con algunas personas. ¿Por qué, detective? Y acaba de recibirnos apuntándonos con su pistola y ni siquiera ha hecho el equipaje. ¿Cómo es eso?

Ella sacudió la cabeza.

– Le diré por qué -continuó Brown en voz baja-. Porque usted sabe que hay algo que no encaja, pero no consigue averiguar el qué.

Shaeffer asintió.

– Vale -concluyó Brown-, por lo mismo estamos nosotros aquí.

El resplandor del alba iluminaba tenuemente la calle donde se encontraba el apartamento de Ferguson, delineando apenas el cúmulo de nubes grises que se cernían sobre la ciudad, dispuestas a descargar más lluvia. Shaeffer y Wilcox aparcaron en la esquina norte y Brown hizo lo propio en la sur. Cowart comprobó su grabadora y su libreta de notas, palpó el bolsillo de la chaqueta para cerciorarse de que los bolígrafos seguían allí y se volvió hacia el teniente.

Anteriormente, en la habitación del motel, Shaeffer les había preguntado:

– Entonces, ¿cuál es el plan?

– El plan -había respondido Cowart suavemente- consiste en dar a Ferguson un motivo de preocupación, hacer algo que nos permita averiguar más cosas. Queremos hacerle creer que no está tan a salvo como imagina. Darle un motivo de seria preocupación -repitió con una sonrisa forzada-. Y ese motivo soy yo.

Después, ya en el coche, trató de bromear sobre el asunto:

– Si fuese una película me habrían hecho llevar un micrófono. Y tendríamos una palabra clave que yo pronunciaría en caso de necesitar ayuda.

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