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– Un hombre inocente no tiene nada que temer -respondió ella.

– Ya -el profesor meneó con la cabeza-, pero en nuestra sociedad son los culpables quienes muchas veces están a salvo.

Shaeffer lanzó una mirada al profesor, que parecía a punto de embarcarse en una diatriba estilo años sesenta, trasnochada y cuasi radical. Decidió que iba a saltarse aquella clase.

Se despidió y salió de la oficina. No estaba segura de qué era lo que había oído, pero había oído algo. «Anonimato.» Recorrió parte del pasillo hasta que de pronto tuvo la sensación de que alguien la observaba. Se volvió y vio al profesor cerrando la puerta de su despacho. El sonido reverberó en el vacío pasillo. Inspeccionó alrededor en busca de los estudiantes que inundaban antes el lugar y que en aquel momento parecían haber sido absorbidos por los despachos, las aulas y las salas de conferencias.

Sola.

Se encogió de hombros. «Es de día -se dijo- y éste es un lugar público, lleno de gente.» Echó a caminar un poco más deprisa, haciendo resonar sus zapatos en el linóleo brillante. Apretó el paso, amplificando el eco de sus pisadas. Llegó a una escalera que también estaba vacía y se apresuró a bajar. Se detuvo bruscamente al oír cerrarse una puerta y de pronto reparó en que por detrás de ella sonaban pasos precipitados. Se arrimó a la pared y palpó el arma que llevaba en el bolso. Los pasos se aproximaban. Ella se agazapó en un rincón y empuñó el arma sin sacarla. De repente vio aparecer un estudiante joven, cargado de libros y cuadernos, que bajó la escalera a toda prisa pisando fuerte con sus zapatillas de baloncesto. El chico apenas la miró al pasar por su lado; sin duda llegaba tarde a clase. Shaeffer cerró los ojos. «¿Qué me está pasando? -se preguntó, y sacó la mano del bolso-. ¿Qué temo?» Llegó a la salida y divisó las puertas del edificio de enfrente. El cielo de media tarde al otro lado del cristal de la salida se veía gris y lúgubre.

Se dispuso a salir.

No vio a Ferguson, sólo lo oyó.

– ¿Averiguó lo que quería, detective?

Ella dio un respingo.

Se volvió llevando la mano al bolso y retrocedió un paso, casi como si hubiera recibido un golpe. Ferguson tenía aquella inquietante sonrisa dibujada en la cara.

– ¿Satisfecha? -añadió él.

Ella se puso rígida.

– ¿La he asustado, detective?

Ella negó con la cabeza, todavía incapaz de reaccionar. Tenía empuñada la pistola, pero no la sacó del bolso.

– ¿Va a dispararme, detective? -preguntó él con aspereza-. ¿Es eso lo que desea?

Ferguson comenzó a avanzar, apartándose del oscuro rincón que le había servido de escondite. Llevaba una chaqueta verde aceituna de los excedentes militares y una gorra de los Giants de Nueva York. La mochila, donde ella supuso que llevaba libros, le colgaba del hombro. Tenía el mismo aspecto que cualquier estudiante. Intentó controlar las palpitaciones de su corazón y sacó lentamente la mano del bolso.

– ¿Qué lleva, detective? ¿La treinta y ocho reglamentaria? ¿O tal vez una automática del veinticinco? ¿Algo pequeño pero eficiente? -La miró fijamente-. No, apuesto a que es algo más grande. Tiene que demostrarle algo al mundo. Una Magnum. O una nueve milímetros. Algo que le ayude a creer que es usted dura, ¿no es así, detective? Fuerte y responsable.

Ella no respondió.

Ferguson rió.

– No puede decírmelo, ¿verdad? -Se descolgó la mochila y la dejó en el suelo. Luego extendió los brazos en un bufo gesto de rendición, casi de súplica, con las palmas hacia arriba-. Pero ya ve, no voy armado. Entonces, ¿de qué podría tener usted miedo?

Shaeffer jadeaba, aún tratando de recuperarse de la sorpresa.

– Así pues, ¿ha averiguado lo que quería, detective?

La detective espiró despacio y dijo:

– He averiguado algunas cosas, sí.

– ¿Comprobó que yo estaba en clase?

– Así es.

– Así que es imposible que al mismo tiempo estuviera en Florida cargándome a aquellos ancianos, ¿no cree?

– Eso parece. Todavía estoy indagando.

– Ha elegido la diana equivocada, detective. -Esbozó una sonrisa burlona-. Según parece, ustedes los polis de Florida siempre escogen la diana equivocada.

Shaeffer lo miró con frialdad.

– Yo no estaría tan segura, señor Ferguson. Creo que usted es la diana acertada. Sólo ocurre que aún no he apuntado con precisión.

Ferguson le sostuvo la mirada.

– Ha venido sola, ¿verdad?

– No -mintió-. Tengo un compañero.

– ¿Y dónde está?

– Por ahí.

Ferguson echó un vistazo a las puertas de cristal doble que conducían a las galerías y el aparcamiento. La lluvia caía con monótona intensidad.

– Una chica fue golpeada y violada ahí mismo la otra noche. Salió un poco tarde de clase. Justo después de anochecer. Un tipo la cogió, la arrastró detrás de aquel pequeño saliente que hay en el extremo del aparcamiento y se la cepilló allí mismo. La dejó inconsciente y se la folló hasta hartarse. Pero no la mató. Sólo le rompió la mandíbula y un brazo. Obtuvo mucho placer. -Ferguson continuaba mirando a través de las puertas. Alzó el brazo y señaló-: Justo ahí. ¿Es ahí donde ha aparcado usted, detective?

Ella no respondió.

Él se volvió para mirarla.

– Todavía no hay sospechosos. La chica sigue en el hospital. No es ninguna tontería, ¿eh, detective Shaeffer? Piénselo. Ni siquiera en un campus se puede estar seguro. Ni tan siquiera en la habitación de un motel, imagino. ¿No la inquieta eso un poco? Aunque tenga esa pistola en el bolso, de donde por cierto no le daría tiempo a sacarla.

Ferguson se alejó de las puertas y Shaeffer oyó ruido de voces aproximándose hacia ellos. Sin embargo, no le quitó la vista de encima a Ferguson mientras él miraba al grupo de estudiantes que se acercaba. Cuando pasaron por su lado Ferguson saludó con la cabeza a uno de los chicos. Una joven dijo: «¡Vaya! ¡Mira cómo llueve!» Abrieron los paraguas y salieron en tropel. Shaeffer sintió una ráfaga de frío cuando la puerta se abrió y volvió a cerrarse.

– Entonces, detective, ¿ha acabado aquí? ¿Ha averiguado lo que vino a averiguar?

– He recabado suficiente información.

Él sonrió.

– No le gusta dar respuestas claras -dijo-. Sabe, es una técnica muy antigua. Probablemente tenga una descripción de la misma en alguno de mis libros.

– Es usted un buen estudiante, señor Ferguson.

– En efecto, lo soy. El conocimiento es importante. Nos hace cada vez más libres.

– ¿Dónde aprendió eso? -preguntó ella.

– En el corredor. Allí aprendí muchas cosas. Pero sobre todo, aprendí que tengo que formarme. No tendría ningún futuro si no lo hiciera. Acabaría como esa pobre gente que está esperando a que le afeiten la cabeza y la sienten en la freidora.

– Por eso vino a la universidad.

– La vida es una universidad.

Ella asintió con la cabeza.

– Entonces, ¿me va a dejar en paz ahora? -preguntó él.

– ¿Por qué iba a hacerlo?

– Porque no soy culpable de nada.

– Bueno, aún no lo sé, señor Ferguson. Todavía no lo tengo del todo claro.

Él entornó los ojos.

– Ése es un camino peligroso, detective.

Ella no respondió, y él añadió:

– Especialmente si está sola. -Sonrió e hizo un gesto hacia la puerta-. Imagino que ahora querrá irse, ¿no? Antes de que anochezca del todo. No queda mucho rato de luz. Unos quince o veinte minutos, no más. No querrá perderse mientras busca ese coche de alquiler. Gris plateado, ¿verdad? Difícil de encontrar en una noche oscura y lluviosa. No se pierda, detective. Ahí fuera hay muchos chicos malos.

Shaeffer tragó saliva: Ferguson conocía el color de su coche alquilado. ¿O era mera casualidad? ¿Había probado suerte y acertado?

Ferguson se apartó de la puerta, invitándola a salir a la lluvia y la penumbra.

– Vaya con cuidado, detective -le aconsejó en tono burlón.

Después se dio la vuelta y se marchó por un pasillo lateral. Ella intentó cerciorarse de que sus pasos se alejaban, pero no lo logró. Se volvió y contempló de nuevo el agua que caía a cántaros sobre árboles y aceras. Se levantó el cuello de la gabardina y se la ajustó. Le costó ponerse en movimiento.

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