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Dondequiera que haya dinero que se pueda conseguir gracias al voraz apetito de Roma por los recursos, el entretenimiento y el lujo, entonces allí hay un parásito que alimenta la demanda. Pero en cuanto a todos los demás --Niso se encogió de hombros-, no sé qué decirte.

– ¿No sabes qué decir o no quieres decirlo? -intervino Macro con enojo.

– Centurión, soy un invitado en tu hoguera y sólo ofrezco mi punto de vista a petición de tu optio.

– ¡Estupendo! Entonces dinos cuál es. Dinos qué mierda es lo que piensan.

¿Lo que piensan? -Niso arqueó una ceja--. Yo no puedo hablar en nombre de los demás. Sé muy poco sobre los productores de grano del Nilo, obligados a renunciar a la mayor parte de su cosecha cada año sin que se tenga en cuenta el rendimiento real. No tengo ni idea de lo que significa ser un esclavo al que han capturado en la guerra y vendido a una cadena de presos de una mina de plomo, y que nunca volverá a ver a su esposa o a sus hijos. o de ser un galo cuya familia ha poseído una tierra durante generaciones y que ve cómo es dividida en centurias y puesta en manos de una muchedumbre de legionarios dados de baja.

– ¡Retórica barata! -dijo Macro bruscamente-. En realidad no lo sabes.

– No, pero puedo imaginarme cómo deben sentirse. Y tú también… si lo intentas.

– ¿Por qué tendría que intentarlo? Nosotros ganamos, ellos perdieron y eso demuestra que somos mejores. Si les molesta, entonces pierden el tiempo. No puede molestarte lo que es inevitable.

– Buen aforismo, centurión. -Niso se rió en señal de apreciación-. Pero no hay nada de inevitable en los impuestos que recauda el Imperio, o el grano, el oro y los esclavos que saca de sus provincias. Todo para mantener a las masas de miserables que viven en Roma. ¿Te extraña que a la gente le embargue la amargura y el resentimiento cuando mira a Roma?

Para un fatalista como Macro, todo aquello no era más que palabrería provocadora, y apretó los dientes. Si hubiera estado bebiendo, simplemente se hubiese hartado de la conversación y le hubiera clavado un puñetazo en toda la cara a ese tipo. Pero estaba sobrio y, en cualquier caso, Niso era su invitado, así que tuvo que soportar la charla.

– Entonces, ¿por qué convertirse en romano? -le cuestionó al cirujano-. ¿Por qué, si tanto nos odias?

– ¿Quién dijo que os odiara? Ahora soy uno de vosotros.

Reconozco que el hecho de ser romano me otorga una categoría especial dentro del Imperio pero, aparte de eso, no siento nada más por Roma.

– ¿Y qué hay de nosotros? -preguntó Cato con calma-.

¿Qué pasa con tus compañeros?

– Es distinto. Vivo con vosotros y lucho codo a codo con vosotros cuando es necesario. Eso crea un vínculo especial entre nosotros. Pero, si dejas mi ciudadanía y mi nombre romanos a un lado, soy otra persona. Alguien que lleva los recuerdos de Cartago arraigados en su sangre.

– ¿Tienes otro nombre? -Aquello era algo que Cato no había considerado.

– Claro que sí -dijo Macro-. Todo aquel que se une a las águilas y adopta la ciudadanía debe tomar un nombre romano.

– ¿Y cuál era el tuyo antes de que te convirtieras en Niso?

– Mi nombre completo es Marco Casio Niso -le dijo a Cato con una sonrisa-. Así es como se me conoce en el ejército y en cualquier documento legal y profesional. Pero antes de eso, antes de convertirme en romano, yo era Gisgo, de la saga de los Barca.

Cato alzó las cejas y un frío dedo le hizo cosquillas en los pelos de la nuca. Se quedó mirando fijamente al cirujano un momento antes de atreverse a hablar.

– ¿Eres un pariente suyo? -Un descendiente directo. -Ya veo -murmuró Cato mientras trataba aún de asimilar las implicaciones de esa afirmación. Miró al cartaginés-. Interesante.

Macro echó otro leño al fuego y rompió el hechizo.

– ¿Os importaría decirme qué demonios es tan interesante? ¿Que Niso tuviera un nombre curioso?

Antes de que Cato pudiera explicárselo, los interrumpieron. De la oscuridad surgió un oficial, con el bruñido peto reflejando la luz de la hoguera.

– Cirujano, ¿tú eres el que se llama Niso? Niso y Macro se levantaron de un salto y se pusieron en rígida posición de firmes ante el tribuno Vitelio. Cato fue más lento y se estremeció con el doloroso esfuerzo de ponerse en pie.

– Sí, señor. -Pues ven conmigo. Tengo una herida de la que necesito que te ocupes.

Sin decir una palabra más, el tribuno se dio la vuelta y salió dando grandes zancadas y apenas le dejó tiempo al cirujano para tirar los restos de su estofado, limpiar la cuchara en la hierba y volvérselo a sujetar todo al cinturón antes de salir corriendo para alcanzar al tribuno. Cato se dejó caer en el suelo mientras Macro se quedaba mirando cómo Niso desaparecía entre una hilera de tiendas.

– Un tipo extraño, ese Niso. No estoy del todo seguro de qué pensar de él, excepto que todavía no me gusta. Habrá que ver cómo nos llevamos tras unas cuantas copas.

– Si es que bebe -añadió Cato. -¿Qué? -Hay algunas religiones orientales que lo prohíben. -¿Por qué diablos van a querer perderse el vino? Cato se encogió de hombros. Estaba demasiado cansado para la especulación teológica. -¿Y qué eran todas esas gilipolleces sobre su nombre? Cato se apoyó para recostarse y miró por encima de la hoguera hacia Macro.

– Su familia desciende de los Barca.

– Sí, eso ya lo he oído -dijo Macro con marcado énfasis-, Barca. ¿Y?

– ¿Le dice algo el nombre de Aníbal Barca, señor? Macro se quedó callado un momento.

– ¿El mismísimo Aníbal Barca? -El mismo. Macro se puso en cuclillas junto al fuego y soltó un silbido.

– Bueno, eso contribuye en cierta medida a explicar su actitud hacia Roma. ¿Quién hubiera pensado que tendríamos a un heredero de Aníbal luchando con el ejército romano? -Se rió ante aquella ironía.

– Sí -dijo Cato en voz baja-. ¿Quién lo hubiera pensado?

CAPÍTULO XXVIII

El trabajo en las fortificaciones de la cabeza de puente continuó con la primera luz del amanecer. Del Támesis se había levantado una espesa neblina que envolvía el campamento de la segunda legión con su pegajoso frío. Bajo el pálido brillo del sol naciente, una columna de legionarios salió andando penosamente por la puerta norte del campamento de marcha que se había formado a toda prisa cuando el cuerpo principal de la legión fue transportado al otro lado del río. El resto del ejército pronto se uniría a la segunda para seguir con la campaña y las fortificaciones tenían que ampliarse para acomodar a las otras legiones y cohortes auxiliares. Alrededor de la empalizada de la segunda legión, los zapadores habían delimitado un vasto rectángulo con los postes de medición. El día anterior se había levantado una considerable extensión de terraplenes y los zapadores se pusieron a trabajar enseguida para aumentar las defensas.

Con las armas cuidadosamente amontonadas allí cerca, los legionarios siguieron excavando la zanja circundante y apilaban la tierra que sacaban formando un parapeto interior. Cuando la tierra estuvo comprimida, se colocó una capa de troncos por encima para formar una sólida plataforma tras la empalizada de estacas afiladas clavadas en el cuerpo del terraplén. Una cortina de hombres montaba guardia a unos cien pasos frente a los compañeros que trabajaban y más allá, a lo lejos, cabalgaban las distantes figuras de los exploradores de caballería de la legión. Los comentarios de César sobre la táctica relámpago de los aurigas britanos estaban frescos en la memoria del comandante de la legión, y se había cerciorado de que cualquier enemigo que se acercara sería divisado a tiempo para advertir al equipo de zapadores.

Con un incesante esfuerzo, los terraplenes se extendieron desde el río en secciones de unos treinta metros cada vez.

Los años de instrucción aseguraban que todo soldado supiera cuál era su obligación y el trabajo se llevó a cabo con una eficiencia que complació a Vespasiano cuando se dirigió hasta allí a caballo para comprobar qué tal marchaba el trabajo. Pero estaba absorto y preocupado. Sus pensamientos volvían otra vez más a la reunión de oficiales superiores a la que había asistido el día anterior. Estuvieron presentes todos los comandantes de la legión, así como su hermano Sabino, que entonces hacía de jefe del Estado Mayor de Plautio.

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