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– Nada. ¿Por qué? -Pareces distinta. -¡Distinta! -Soltó una risa nerviosa-. ¡Tonterías! Sólo estoy ocupada. Tengo que hacer un recado para mi señora.

– ¿Cuándo podré verte? -Cato se arriesgó a cogerle la mano.

– No lo sé. Ya te encontraré. ¿Dónde están vuestras tiendas?

– Allí -señaló Cato-. Sólo tienes que preguntar por la sexta centuria de la cuarta cohorte. -La repentina imagen de Lavinia deambulando entre las ensombrecidas tiendas y rodeada por miles de hombres hizo que se preocupara por su seguridad-. Sería mejor que te esperara aquí.

– ¡No! Ya vendré yo a buscarte, si tengo tiempo. Pero ahora debes marcharte. -Lavinia se inclinó hacia delante y le dio un rápido beso en la mejilla antes de apretarle la mano con firmeza contra el pecho-. ¡Vamos!

Confundido, Cato retrocedió lentamente. Lavinia esbozó una sonrisa nerviosa y le hizo un gesto para que se alejara, como si estuviera bromeando, pero había una intensidad en su mirada que hizo que Cato se sintiera frío y atemorizado. Asintió con la cabeza, se dio la vuelta y se alejó, torció por la esquina de una hilera de tiendas y desapareció.

En cuanto las tiendas lo ocultaron a sus ojos, Lavinia se dio la vuelta y se apresuró a bajar por la vía Pretoria, a lo largo de la línea de antorchas que se alejaban de las tiendas del legado.

Si hubiera esperado un momento tal vez hubiese visto que Cato echaba un cauteloso vistazo desde la línea de tiendas. Vio que ella casi corría en dirección opuesta y, cuando estuvo seguro de que podía mantenerse oculto entre las sombras a ese lado de la vía Pretoria, la siguió, caminando sin hacer ruido entre tienda y tienda, sin perderla de vista. No fue muy lejos. justo a la primera de las seis grandes tiendas de los tribunos de la segunda legión. La fría preocupación que había sentido hacía tan sólo un momento se convirtió en un escalofriante y gélido horror cuando vio que Lavinia levantaba con atrevimiento el faldón de la tienda de Vitelio y entraba en ella.

CAPÍTULO XLVII

Con ademán grandilocuente, Claudio retiró la sábana de seda que cubría la mesa. Debajo, iluminada por el brillo de docenas de lámparas de aceite colgantes, había una modelada reproducción del paisaje que los rodeaba, tan detallada como pudieron hacerla los oficiales del Estado Mayor en el tiempo que tuvieron disponible, basándose en los informes de los exploradores. Los oficiales de la legión se apiñaron alrededor de la mesa y examinaron el paisaje con detenimiento. Para aquellos que habían llegado tras la puesta de sol era la primera oportunidad de ver lo que tendrían ante ellos al día siguiente. El emperador dejó un breve momento a sus oficiales para que se familiarizaran con el modelo antes de empezar con el resumen de las instrucciones.

– Caballeros, mañana por la ma-mañana iniciaremos el final de la conquista de estas tierras. Una vez hayamos vencido a Carataco y acabado con su ejército ya no habrá na-nada entre nosotros y la capital de los catuvelanios. Con la ca-caída de Camuloduno, las demás tribus britanas se resignarán ante lo inevitable. Dentro de un año, cre-creo que puedo decirlo sin equivocarme, esta isla será una p-p-provincia tan pacífica como cualquier otra del Imperio.

Vespasiano escuchaba con silencioso desprecio y, a juzgar por las maliciosas miradas que intercambiaban, los demás oficiales compartían sus dudas. ¿Cómo iba a realizarse una conquista completa en tan sólo un año? Ni siquiera conocían la extensión de la isla; algunos exploradores afirmaban que sólo era la punta de una vasta masa de tierra. Si ése era el caso, las historias de las tribus salvajes del lejano norte eran ciertas. tardarían muchos años más en pacificar la provincia. Pero para entonces Claudio habría tenido su triunfo en Roma y la Plebe, entretenida por una interminable orgía de luchas de gladiadores, cacerías de bestias y carreras de cuadrigas en el circo Máximo, ya haría tiempo que se habría olvidado de la distante Britania. La última página de la historia oficial de conquista de Britania por Claudio se habría escrito y sería copiada en pergaminos para colocarse en las principales bibliotecas públicas de todo el Imperio.

Mientras tanto, Plautio y sus legiones seguirían ocupadas en sojuzgar las plazas fuertes secundarias que se empeñarían en mantenerse firmes contra el invasor. Y mientras quedara algún druida con vida, siempre habría una resistencia armada constante y brillante que a menudo terminaría en una rebelión armada. Ya desde su sangrienta persecución por parte de Julio César, los druidas sentían por Roma y por todo lo Romano un odio inextinguible y ferviente.

– Dentro de dos días -continuó diciendo Claudio- estaremos festejándolo en Ca-Camuloduno. ¡Pensad en eso y en los años venideros po-podréis contar a vuestros nietos la re-recia batalla en la que participasteis y que ganasteis al lado del emperador Claudio! -Con los ojos brillantes y una sonrisa torcida en la boca, miró los rostros de sus oficiales de estado Mayor. Rápidamente, el general Plautio juntó las manos e inició un aplauso que fue más automático que entusiasta.

– Gracias, gracias. -Claudio levantó las manos y el palmoteo se fue apagando obedientemente-. Y ahora dejaré que Narciso os hable de los detalles de mi p-plan de ataque. ¿Narciso?

– Gracias, César. El emperador se apartó de la mesa y su liberto de confianza ocupó su lugar con un largo y delgado bastón de mando en la mano. Claudio se acercó renqueando hasta una mesa lateral y empezó a comer algunos de los elaborados pastelitos y tartaletas que su equipo de jefes de cocina había conseguido hacer como por arte de magia. No prestó mucha atención a la presentación de Narciso y por lo tanto le pasó por alto el hosco resentimiento de los oficiales superiores del ejército ante el hecho de que las órdenes les fueran dadas por un burócrata civil que, además, no era más que un simple liberto.

Narciso saboreaba aquel momento y observó la maqueta en actitud pensativa antes de alzar el bastón de mando y empezar su alocución.

– El emperador ha decidido que se requieren tácticas atrevidas para un hueso tan duro de roer como éste. -Dio unos golpecitos a las ramitas que representaban la empalizada britana sobre las colinas--. No podemos valernos del terreno situado al sur debido al pantano y no podemos atravesar el bosque. Los exploradores han informado de que unos tupidos brezales crecen justo hasta el límite de la línea de los árboles.

– ¿Lograron penetrar en el bosque? -preguntó Vespasiano.

– Me temo que no. Los britanos enviaron carros de guerra para ahuyentar a los exploradores antes de que éstos pudieran echar un buen vistazo. Pero informan de que, por lo que pudieron ver, el bosque es impenetrable y no había señales de caminos abiertos.

Vespasiano no se quedó satisfecho.

– ¿No te parece sospechoso que los britanos no quisieran que los exploradores se acercaran demasiado al bosque?

Narciso sonrió. -Mi querido Vespasiano, que una vez a ti te tendieran una emboscada no es motivo suficiente para juzgar a otros sólo porque tú no reconociste el terreno de forma adecuada.

Se oyó una inhalación brusca por toda la tienda y los demás oficiales superiores esperaron la reacción de Vespasiano ante aquel indignante ataque a su profesionalidad. El legado apretó la mandíbula para reprimir el arrebato que le subía por la garganta. La acusación era extremadamente injusta; él había actuado según las órdenes directas de Plautio, pero sería de lo más indecoroso decirlo en esos momentos.

– Entonces sería prudente reconocer el terreno de forma adecuada en esta ocasión -respondió Vespasiano sin alterar la voz. -Ya se han encargado de ello. -Narciso agitó la mano con displicencia. Detrás de él, el emperador abandonó la tienda con una bandeja atiborrada de exquisiteces-. Y ahora, sigamos con los detalles. El convoy de los proyectiles se desplegará al amparo de la noche hasta tener las defensas enemigas a tiro. El ejército de tierra se alineará detrás de la guardia pretoriana, con los elefantes en nuestro flanco derecho. Las catapultas dispararán sobre la empalizada hasta que los pretorianos y los elefantes empiecen a avanzar por la pendiente. Yo diría que sólo con ver a los elefantes los britanos se pondrán nerviosos y se distraerán el tiempo suficiente para permitir que los pretorianos escalen las defensas. Tomarán y ocuparán la empalizada. La vigésima, decimocuarta y novena legiones atacarán por la brecha abierta por los pretorianos y se desplegarán en abanico al otro lado de las colinas. La segunda permanecerá en reserva tras dejar cuatro cohortes que, junto con las tropas auxiliares, vigilarán el campamento y el convoy de bagaje. En cuanto nos hayamos encargado de Carataco será sólo cuestión de seguir el camino hasta Camuloduno. Esto es todo, caballeros. -Narciso dejó que el bastón de mando se deslizara entre sus dedos hasta que golpeó contra el suelo de madera.

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