Macro se detuvo junto al cadáver de uno de los bátavos degollados y lo empujó suavemente con la punta del pie. Entonces habló en voz lo bastante alta para que lo oyeran todos sus hombres.
– Esto es lo que os podéis esperar si alguna vez sentís la tentación de rendiros a los nativos. No dejéis de echarles un buen vistazo y dad gracias a los dioses de que no seáis vosotros. Después, jurad que no moriréis de la misma forma. Estos bátavos eran idiotas, y si pillo a alguno de vosotros cometiendo las mismas estupideces me vengaré, en esta vida o en la otra. Podéis contar con ello. -Fulminó con la mirada a todos los miembros de la centuria, empeñado en que tuvieran más miedo de su centurión que del enemigo-. ¡Bien, recojamos entonces a estos de aquí! Cato, que nuestros muchachos se alineen al lado de los britanos. Quédate con cualquier cosa que les encuentres encima.
Mientras los legionarios realizaban aquella desagradable tarea, Macro apostó un guardia en cada extremo del claro y luego se sentó sobre la hierba, evitando las zonas que la sangre aún oscurecía. Se desabrochó la correa del casco y se lo sacó, contento de verse aliviado de su peso. Tenía el pelo mojado de sudor y aplastado contra el cuero cabelludo, y cuando trató de pasarse los dedos se le apelotonó en montones apelmazados. Levantó la mirada y vio a Cato de pie allí cerca.
El optio miraba fijamente los cadáveres de los britanos.
– Son gente con un aspecto impresionante, ¿verdad? Cato asintió con la cabeza. Estaba claro que aquellos no pertenecían a las tropas corrientes del enemigo. Eran hombres que estaban en la flor de la vida, fuertes y musculosos. La calidad de sus ropas y de su equipo era indicio de alguna categoría especial.
– ¿La escolta de alguien? -Yo diría que sí -asintió Macro-. Y a juzgar por el desigual resultado en cuanto al número de cadáveres, son una pandilla muy dura de pelar. Espero que no haya muchos de ellos ahí fuera.
Cato miró hacia las impenetrables aulagas que rodeaban el claro.
– ¿Supone que todavía están por aquí, señor? -Soy un centurión, muchacho, no un maldito adivino
– respondió Macro con brusquedad. Y al instante lo lamentó. El joven optio no hacía otra cosa que poner voz a los miedos de todos ellos, pero el calor y el cansancio del penoso avance a través de aquel enmarañado paisaje exacerbaba la creciente preocupación de Macro por su separación del resto de la legión-. No te preocupes, muchacho, ahí fuera hay más de los nuestros que de los suyos.
Cato asintió con un movimiento de cabeza, pero no quedó convencido. La cantidad no importaba en una situación como aquélla, sólo el conocimiento de la zona. La idea de un enorme grupo de guerreros britanos de élite dando caza a unidades de romanos aisladas era aterradora, y se avergonzó del pavor que aquella posibilidad le suscitaba. Lo que lo empeoraba todo era la inminente caída de la noche. Se horrorizaba sólo con pensar en pasar un solo minuto en aquel espantoso páramo durante las horas de oscuridad. El sol ya había descendido más allá del denso horizonte de follaje y el cielo resplandecía con su arrebol del color del bronce fundido. En él destacaban las oscuras formas de las golondrinas que surcaban el aire fugazmente al tiempo que se alimentaban de los insectos que había por encima del pantano. A su vez, los insectos buscaban la cálida descomposición de los muertos y la sangre de los vivos para nutrirse y, decididamente, aquel día el pantano estaba lleno de sustento.
Cato se dio un manotazo en la mejilla y se pilló un nudillo con la orejera del casco.
– ¡Mierda! -Me alegra ver que de vez en cuando esos pequeños cabrones van a por una cosecha más joven -comentó Macro, y ahuyentó a un enjambre de mosquitos que tenía delante de la cara-. No me importaría nada quitarme a éstos de encima y darme un baño en ese río.
– Sí, señor -contestó Cato con entusiasmo. No se le ocurría nada que le apeteciera más que quitarse a toda prisa el pesado e incómodo equipo que tanto le rozaba en las quemaduras que supuraban y sumergirse en la fresca y fluida corriente de un río. La imagen que había evocado era tan deseable que, por un momento, Cato se quedó completamente extasiado y ajeno a sus problemas inmediatos por lo que, en consecuencia, fue mucho más doloroso el retorno de su mente a ellos--. ¿Deberíamos intentar llegar al río esta noche, señor?
Macro se frotó los ojos con las palmas de las manos mientras debatía mentalmente las alternativas de las que disponían. La perspectiva de quedarse a pasar la noche en aquel claro, con los espíritus de los que acababan de morir rondando por ahí, le provocaba un hormigueo de repugnancia y terror. El río no podía estar muy lejos pero, en aquel pantano, cualquier avance por los estrechos senderos sería peligroso en la oscuridad. De pronto se le ocurrió algo.
– ¿No hay luna esta noche? -Sí, señor. -Bien. Entonces descansaremos aquí hasta que la luna esté lo bastante alta para que nos permita ver adónde vamos. Nos arriesgaremos a ir por este camino. Parece que va en la dirección adecuada. Destaca a dos centinelas de guardia y haz correr la voz entre los muchachos de que intenten dormir cuanto puedan.
– Sí, señor. -Cato saludó y se fue a grandes pasos para dar las órdenes. A su vuelta descubrió a su centurión tendido de espaldas, con los ojos cerrados y roncando con el estentóreo rezongo de un hombre profundamente dormido. Con una sonrisa afectuosa, Cato se dejó caer al otro lado del sendero, se quitó el casco y lo dejó con el resto de su equipo. Durante un rato observó el crepúsculo que pintaba el cielo con refulgentes tonos de color naranja, rojo, violeta y, por último, índigo. Luego, después de cambiar la guardia, también se tumbó y trató de abandonarse a su propio agotamiento. Pero el dolor que sentía en el costado, los despiadados silbidos de los insectos, el zumbido de las moscas, los ronquidos estruendosos del centurión y la perspectiva de encontrarse con algunos compañeros de los britanos muertos de enfrente echaron por tierra cualquier posibilidad de conciliar el sueño. Así que Cato se quedó tumbado en el suelo incómodo, exhausto y enojado consigo mismo por no poder dormir. Ya hacía rato que los cercanos ronquidos habían dejado de ser algo simpático y el joven optio hubiera asfixiado de buena gana a su centurión mucho antes de que la luna apareciera entre las nubes, dispersas por el cielo nocturno.
CAPÍTULO XXII
– ¡Optio! -siseó una voz.
Cato parpadeó y abrió los ojos. Una figura oscura se alzaba contra el cielo salpicado de estrellas. Una mano lo tenía agarrado del brazo ampollado al tiempo que lo sacudía y Cato estuvo a punto de soltar un aullido de dolor, pero consiguió contenerlo a tiempo. Se puso en pie de golpe, totalmente despierto.
– ¿Qué pasa? -susurró Cato-. ¿Qué ocurre? -El centinela informa de que hay movimiento. -La figura señaló hacia el extremo del claro, cerca del camino por el que habían entrado al anochecer-. ¿Deberíamos despertar al centurión?
Cato dirigió la mirada hacia el origen de los ronquidos. -Creo que será lo mejor. No sea que nos oigan antes de que nosotros podamos verlos a ellos.
Mientras que Cato se abrochaba el casco y recogía su equipo a toda prisa, el legionario despertó a Macro haciendo el menor ruido posible. No fue una tarea fácil debido al profundo sueño del centurión, e incluso cuando Macro volvió en sí parecía estar saliendo de un ensueño realmente impactante.
– ¡Porque esa maldita tienda es mía, mía! -refunfuñó el centurión-. ¡Por eso! -¡Señor! ¡Shhh!
– ¿Qu-qué? ¿Qué pasa? -Macro se irguió y de inmediato, con un acto reflejo, alargó la mano para agarrar su espada-. ¡Informe!
– ¡Tenemos compañía, señor! -dijo Cato en voz baja mientras se acercaba con sigilo al centurión-. El centinela dice oír movimiento.
En un instante Macro ya estaba en pie y con la otra mano se abrochaba de forma automática la correa del casco.