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– Que los muchachos formen en el claro, pero mantenlos lo más callados posible. Tal vez queramos evitar el encuentro.

– Sí, señor. Cato se dirigió con cautela hacia los legionarios que dormían mientras Macro levantaba su escudo sin hacer ruido y se abría paso junto a la hilera de cadáveres, agradecido porque el zumbido de las moscas hubiera disminuido con la llegada de la noche. Casi sobrepasó al centinela en medio de la oscuridad, pues el hombre se encontraba alerta a un lado del camino, completamente quieto, haciendo un gran esfuerzo para detectar los sonidos que provenían de más abajo del estrecho sendero.

– ¡Señor! -susurró el centinela en una voz tan baja que, de no haber estado escuchando tan atentamente, Macro no lo hubiera oído. El repentino sonido lo hizo estremecerse al pillarlo de sorpresa. Se recobró en un instante y sin mediar palabra se puso en cuclillas junto al centinela.

– ¿Qué pasa, muchacho? -Verá, señor, ahora no hay nada. Pero juro que oí algo hace sólo un momento.

– ¿Qué fue lo que oíste exactamente?

– Voces, señor. Muy quedas, pero no muy distantes. Hablando en voz muy baja.

– ¿Nuestras o suyas? El centinela se quedó un momento en silencio antes de responder.

– ¡Suéltalo ya! -susurró Macro con enojo-. ¿Nuestras o suyas?

– No… no estoy seguro, señor. Era algo que en general no podía entender del todo. Pero también oí algo que parecía latín.

El centurión dio un resoplido desdeñoso. Se quedó agachado, aguzando el oído para detectar el más leve sonido procedente del sendero que se perdía de vista en una curva, a unos nueve metros escasos de donde estaban. El rumor que provenía del claro era demasiado audible aun cuando los hombres trataban de formar lo más silenciosamente posible. Pero, por fin, se quedaron quietos y Macro recuperó la concentración. No obstante, no se oía nada fuera de lo normal, sólo el croar de las ranas de vez en cuando. Una forma oscura se acercó desde el claro. _¡Pss! -bisbiseó Macro-. Por aquí, Cato.

– ¿Hay señales de ellos, señor? -Una mierda. Parece que aquí nuestro chico se ha dejado llevar demasiado por su imaginación.

Era un error bastante común entre los centinelas, sobre todo en el servicio activo. La oscuridad aumentaba la dependencia de un hombre de uno solo de sus sentidos y la imaginación empezaba a funcionar con el más mínimo ruido para el cual no hubiera una interpretación inmediata.

– ¿Digo a la centuria que dejen de estar alerta, señor? Macro estaba a punto de responder cuando un repentino crujido, como el de un arbusto que se hubiera enganchado y soltado rápidamente, les heló la sangre en las venas.

Ya no había dudas sobre lo que había dicho el centinela, y se quedaron en cuclillas sin moverse bajo el cálido aire nocturno, con los músculos en tensión y listos para entrar en acción.

Un tenue resplandor anaranjado vaciló al otro lado del recodo del camino y las chispas atravesaron los espacios entre el follaje cuando alguien que llevaba una antorcha se acercó por el sendero.

– ¿Es de los nuestros? -preguntó Cato. -¡Calla! -susurró Macro. -¿Quién anda ahí? -exclamó de pronto una voz que venía de la luz. Cato sintió que lo invadía una oleada de alivio y casi se rió ante el brusco descenso de la tensión. Hizo ademán de ir a ponerse en pie pero Macro lo agarró de la muñeca.

– ¡No te muevas!

– Pero, señor, ya lo ha oído. Es uno de los nuestros. -¡Cierra la boca y no te muevas! -exclamó Macro entre dientes.

– ¿Quién anda ahí? -repitió la voz. Hubo una pausa, seguida de lo que podría haber sido un rápido intercambio de palabras en voz baja. Luego la voz continuó diciendo-: Soy bátavo. ¡Tercera cohorte de caballería! ¡Si sois romanos, identificaos!

No se podía negar que el acento de aquel latín sonaba como el de los bátavos, y Macro sabía que la tercera montada estaba en la zona. Pero aun así, había algo en el tono de voz de aquel hombre que le impedía arriesgarse a dar una respuesta.

Se hizo otro breve silencio antes de que la voz volviera a oírse, en esa ocasión con un dejo tembloroso.

– ¡Por todos los dioses! ¡Si sois romanos, responded! -¡Señor! -protestó Cato. -¡Cállate!

Con un súbito crujido, el brillo de la antorcha se intensificó y las llamas se alzaron por encima de los arbustos de aulaga. Un grito inhumano atravesó la densa y calurosa atmósfera que se cernía sobre el pantano.

– ¿Qué diablos? -El centinela se echó hacia atrás del susto. Macro iba a agarrarlo cuando de pronto una figura en llamas apareció por el recodo del camino y se fue corriendo hacia el claro mientras chillaba e iluminaba el suelo a su alrededor con un refulgente y parpadeante brillo. El aire apestaba a brea y a carne quemada y la figura tropezó y rodó por el suelo sin dejar de gritar.

Macro agarró al centinela y a su optio y los empujó en dirección al resto de la centuria.

– ¡Corred! Justo por detrás de ellos la noche se inundó de unos gritos de guerra salvajes, seguidos por el agudo estruendo de un cuerno de guerra. Más abajo, tras los pasos de su prisionero bátavo, los britanos irrumpieron en el camino, con un aspecto espantoso bajo la resplandeciente luz de la antorcha que sostenía en alto el hombre que encabezaba su ataque. Antes de echar a correr tras su centurión, Cato sólo tuvo tiempo de echar un vistazo, pero fue suficiente para ver que, felizmente, el bátavo yacía inmóvil en el suelo. Atravesaron precipitadamente la línea de legionarios que esperaban más allá de la luz rojiza de la antorcha que se les venía encima y se dieron la vuelta para enfrentarse a los britanos, dispuestos a luchar al instante. Pero sus perseguidores habían hecho un alto momentáneo para arremeterla a hachazos y cuchilladas contra la hilera de cadáveres colocados a lo largo del camino.

– ¿Pero qué demonios hacen? -se preguntó Macro. -¡Creen que somos nosotros, señor! ¡Piensan que nos han pillado durmiendo.

Con un feroz grito de consternación, los britanos se percataron de su error y se volvieron hacia los legionarios alineados en medio del pequeño claro.

– ¡Lanzad las jabalinas a discreción! -rugió Macro. Los oscuros astiles describieron un arco con una baja trayectoria y fueron directos a los primeros britanos. Ocultas por la noche, las jabalinas se hundieron en los cuerpos de sus víctimas antes incluso de que éstas fueran conscientes del peligro; varios atacantes cayeron y fueron pisoteados por sus compañeros en su impaciencia por abalanzarse sobre los romanos. Apenas hubo tiempo para lanzar una segunda serie antes de que tuvieran encima a los britanos que chillaban sus salvajes gritos de guerra. Se oyó el seco chasquear y entrechocar de armas y escudos, acompañado del vocerío, los gruñidos y los gritos de hombres que peleaban como locos en la oscuridad.

– ¡Cerrad filas! ¡Cerrad filas! -gritó Macro por encima del barullo-. ¡Manteneos juntos!

A menos que los legionarios pudieran mantenerse bien diferenciados de sus enemigos, había muchas posibilidades de que un romano atacara a otro romano.

En aquel preciso momento la luna empezó a asomar por detrás de un oscuro banco de nubes y su débil luz grisácea iluminó la escena. Para su alivio, Macro vio que sus hombres estaban consiguiendo mantenerse lo bastante juntos para resistir la oleada de britanos que arremetían contra la pared de escudos a golpes de hacha y espada. Pero en el preciso momento en que volvía la mirada hacia el otro lado, un enorme guerrero se lanzó por entre los escudos de los soldados, estuvo a punto de derribarlos y se arrojó contra el centurión. Macro sólo tuvo un instante para reaccionar y empezó a rodar por el suelo, retrocediendo para amortiguar el impacto que se le venía encima.

– ¡Señor! -gritó Cato desde un lado; concentró el peso de su cuerpo en el escudo y con el tachón golpeó al britano en el costado. Fue suficiente y el hombre cayó al suelo estrepitosamente a los pies de Macro, sin aliento a causa del golpe. Macro echó hacia atrás el brazo con el que sujetaba la espada y le pegó con el pomo en la barbilla al britano. El hombre se vino abajo con un simple gruñido, fuera de combate.

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