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Cato ayudó enseguida a su centurión a ponerse en pie y entonces, con el escudo por delante, hincó su espada en la masa de guerreros que se enfrentaban a él. La punta de la hoja hirió a un hombre, que soltó una maldición, y Cato retiró la hoja y volvió a clavarla de nuevo.

En aquellos momentos la luna estaba despejada de nubes y su melancólica luz caía sobre la agitada refriega, reflejándose débilmente en las chispeantes hojas, en los bruñidos cascos y armaduras. Macro vio que él y sus hombres eran ampliamente superados en número y que por el sendero que había frente al claro aún aparecían más de aquellos fieros guerreros. Con todo aquello en su contra, los legionarios no podían tener esperanzas de aguantar mucho y parecían condenados a correr la misma suerte truculenta que los bátavos.

– ¡Replegaos! ¡Replegaos hacia el extremo del claro! -bramó Macro por encima del estruendo de la salvaje escaramuza--. ¡Conmigo!

Paró un golpe lateral y dio un paso atrás. A ambos lados sus hombres recularon y cedieron terreno mientras se dirigían despacio hacia allí donde el claro se estrechaba. Eso era mejor para ellos, puesto que no hubieran podido defender mucho más tiempo toda la anchura del claro. Lenta, muy lentamente, fueron retrocediendo paso a paso a ambos lados del camino, y formaron en un apretado grupo de tres filas en fondo, y luego cuatro, contra las cuales la mayor fuerza de los britanos dejó de tener un impacto significativo. Ahora se trataba de ese tipo de combate denso, cuerpo a cuerpo, en el que el equipo y entrenamiento romanos sobresalían, y las estocadas de las espadas cortas empezaron a cobrarse más víctimas que las hojas pesadas y difíciles de manejar que preferían los nativos. Aun así, el mero volumen del contingente enemigo al final garantizaría una victoria britana. Macro echó una ojeada con preocupación a sus filas, cada vez más reducidas.

– ¡Seguid retrocediendo! ¡Atrás! Cuando llegaron al borde del claro, el combate se concentraba en un estrecho frente y los romanos supervivientes, de forma instintiva, unieron tres escudos de lado a lado del sendero para que supusieran un sólido obstáculo para sus perseguidores britanos.

– ¡Los cinco hombres de atrás que se queden conmigo! -gritó Macro-. ¡Cato! Llévate a los demás por ese camino tan deprisa como puedas. Dirígete hacia el río y síguelo corriente abajo.

– Sí, señor. Pero, ¿y usted? -le dijo el optio, preocupado-. ¿Señor?

– Os seguiremos después, optio. ¡Ahora vete! Mientras el resto de la centuria bajaba corriendo por el sendero, Macro miró los pálidos rostros de sus compañeros y sonrió. Clavó su espada en la masa que había al otro lado de su escudo.

– ¡De acuerdo, muchachos! Vamos a hacer que esto sirva de algo. No van a olvidarse de la segunda legión fácilmente.

Mientras corría camino abajo, Cato trataba de no pisarle los talones al último soldado. Todos sus instintos le empujaban a escapar tan rápidamente como pudiera de los sonidos del combate que tenía lugar detrás de él. No obstante, ardía de vergüenza, y hubiera dado la vuelta y regresado junto a su centurión si no fuera por la orden expresa de Macro y la responsabilidad que ahora tenía sobre aquellos supervivientes de la sexta centuria. Cuando los sonidos de la batalla se hicieron más débiles, Cato gritó la orden de alto y se abrió paso hacia el frente de la centuria a toda prisa. No podía confiar en que el soldado que iba en cabeza prestara atención a la posición de la luna respecto al río; podría meterse en el pantano de manera atolondrada.

Cuando se hubo orientado y ya no podía oír ningún sonido de la última resistencia de Macro en el claro, Cato ordenó a la centuria que le siguiera al trote. Era peligroso correr en la oscuridad, el camino era demasiado irregular y estaba lleno de raíces retorcidas. Era mucho mejor avanzar a un paso que pudieran mantener todavía un poco más. En medio de unos sonidos metálicos y tintineos, los legionarios siguieron adelante por el sinuoso sendero bajo la pálida luz de la luna y Cato se sintió aliviado al comprobar que el camino se ensanchaba cada vez más y seguía una línea por lo general recta, lo cual demostraba que en aquel punto el sendero había sido abierto por el hombre y que, por consiguiente, conducía a algún lugar.

Un grito distante que sonó detrás de ellos puso de manifiesto que los britanos habían salido en su persecución. Cato alargó sus zancadas y trataba de coger aire mientras marchaba pesadamente. Miraba hacia atrás con frecuencia para asegurarse de que los soldados seguían con él. De repente creyó oír lo que estaba buscando: el sonido susurrante del agua a lo largo de las orillas de un río. Entonces estuvo seguro de que se trataba de ese sonido.

– ¡El río, muchachos! -gritó al tiempo que respiraba con fuerza y tomaba suficiente aire para que lo oyeran-. Hemos llegado al río.

El camino se torcía ligeramente hacia un lado y entonces allí estaba, el gran Támesis, fluyendo hacia el mar y brillando con la luz de la luna que se reflejaba en él. Bruscamente el sendero fue a dar a una llana extensión de barro que Cato sintió que cedía bajo sus pies y le succionaba las botas.

– ¡Alto! ¡Alto! -gritó-. ¡No os apartéis del camino! Mientras la centuria esperaba, jadeando en la cálida atmósfera, Cato pinchó el suelo que tenia delante con la punta de su espada. La hoja se hundió en él sin apenas resistencia. Los gritos se aproximaban por el sendero y Cato levantó la vista, aterrorizado. -¿Qué coño vamos a hacer, optio? -dijo alguien en voz alta--. Los tendremos encima en un minuto.

– ¡Escapemos a nado! -sugirió otro. -¡No! -respondió Cato con firmeza-. Ni hablar de ir nadando a ningún sitio. Sería inútil. Nos eliminarían fácilmente.

Fue presa de un momento de indecisión que lo paralizó, antes de que unos nuevos gritos proferidos por los britanos lo despabilaran. Aquella vez el vocerío no provenía del camino sino de mucho más cerca, justo del otro lado del río. Recorrió la orilla con la mirada hasta que vio a un hombre que gritaba y blandía una lanza hacia ellos. Otros dos hombres chapoteaban en el barro para reunirse con él. Más abajo, a menos de cincuenta pasos, había una masa de grandes formas que parecían cascos de embarcaciones y que se alzaban al borde del río.

– ¡Allí! ¡Botes! ¡Vamos! -gritó Cato. No sin esfuerzo, sacó el pie del barro y lo plantó delante, donde se le hundió hasta el tobillo y quedó atrapado en el repugnante y hediondo légamo. El resto de la centuria se hundió tras él y, resoplando debido al esfuerzo, se dirigieron con gran dificultad hacia las embarcaciones que Cato había visto. El cieno les succionaba las piernas con un ruido de chapoteo y los que estaban más agotados tropezaron y quedaron casi sumergidos en aquella inmundicia. Los tres britanos les veían acercarse mientras gritaban llamando a sus compañeros a voz en grito. Cato miró hacia atrás y pudo distinguir el rojo resplandor de la antorcha que se acercaba a ellos con un zigzagueo y siguió adelante arrastrando los pies, obligando a sus piernas a abrirse camino en el barro.

Entonces se oyó un grito de triunfo por detrás de ellos cuando sus perseguidores llegaron al final del sendero y divisaron a su presa atrapada en el légamo del río. Sin dudarlo ni un instante, los britanos se metieron en el barro tras ellos con el que llevaba la antorcha en cabeza. El parpadeante resplandor rojizo cabrilleaba en la untuosa superficie del cieno y proyectaba las ondulantes sombras tanto de romanos como de britanos en todas direcciones. Todas las fuerzas de su cuerpo y de su ánimo estaban al límite mientras Cato alentaba a sus hombres y a él mismo a seguir adelante y les decía que se pusieran los escudos en la espalda por si sus perseguidores tenían armas arrojadizas.

El barro se volvió menos profundo y más sólido bajo sus pies cuando llegaron al lugar donde se encontraban los tres britanos que vigilaban los botes. Cato trató como pudo de mantener el equilibrio en el barro resbaladizo y se abalanzó sobre el que tenía más cerca: un viejo con ropajes bastos que sólo llevaba una lanza de caza. Le lanzó una estocada a Cato con las dos manos que el optio esquivó con rapidez, desviando la punta hacia el barro y provocando con ello que el ímpetu de la arremetida desequilibrara al britano, que quedó entonces en una posición perfecta para asestarle un rápido golpe en la espalda. El hombre dio un profundo gemido al quedarse sin aire en los pulmones, cayó boca abajo sobre el cieno y Cato se deslizó por encima de él hacia los dos guardias que quedaban. No eran más que muchachos, y una sola mirada a aquel mugriento romano que iba a por ellos con los labios inconscientemente crispados en un gruñido fue más que suficiente.

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