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– A mi izquierda tenemos a un reciario. Dice que es escudero de algún que otro jefe. Su oficio es llevar las armas, no utilizarlas. Así que este combate debería ser bueno y rápido. Y ahora, cabrones perezosos, recordad que el servicio se normalizará justo después del toque de mediodía.

La multitud se quejó más bien demasiado como para que resultara convincente y el portaestandarte sonrió de manera afable.

– Muy bien, gladiadores: ¡a vuestros puestos! El portaestandarte retrocedió y se alejó del centro de la arena, un terreno cubierto de césped con brillantes manchas carmesí allí donde habían caído los anteriores combatientes. Condujeron a los contendientes tras dos trozos de tierra levantada en la hierba y los situaron uno frente a otro. El mirmillón alzó su espada corta y su escudo y se agachó hasta quedarse en cuclillas, con el cuerpo en tensión. En cambio, el reciario sostuvo su arma en posición vertical y casi parecía estar apoyado en ella, con su delgado rostro totalmente inexpresivo. Un legionario le dio un puntapié y le indicó que tenía que prepararse. El reciario se limitó a frotarse la espinilla haciendo muecas de dolor.

– Espero que no hayas apostado mucho dinero por ése -comentó Macro.

Cato no respondió. ¿Qué diablos estaba haciendo el reciario? ¿Dónde estaba el aplomo de hacía un momento?

El hombre parecía indiferente, casi como si durante toda la mañana se hubiera realizado una aburrida instrucción en lugar de una serie de combates a muerte. Mejor sería que estuviera fingiendo.

– ¡Adelante! -gritó el portaestandarte. Al oír aquella palabra el mirmillón soltó un aullido y se precipitó a toda velocidad hacia su oponente, que se encontraba a unos quince pasos de distancia. El reciario bajó el astil de su arma y encaró las terribles puntas a la garganta del hombre más bajo. El grito de guerra se fue apagando cuando este último se agachó, apartó el tridente de un golpe y dio una estocada para matar rápidamente a su adversario. Pero la reacción de éste fue muy hábil. En vez de intentar recuperar la punta del tridente, el alto britano simplemente dejó que el extremo girara en redondo y golpeara al mirmillón en un lado de la cabeza. Su oponente cayó al suelo momentáneamente aturdido. El reciario dio la vuelta al arma rápidamente y avanzó dispuesto a matar.

Cato sonrió. -¡Levántate, cabrón adormilado! -gritó Macro haciendo bocina con las manos.

El reciario hizo ademán de ir a lancear la figura que había en el suelo, pero un desesperado golpe de espada apartó las puntas de su cuello. El tridente le hizo sangre igualmente, pero sólo le causó un corte poco profundo en el hombro. Aquellos espectadores que habían apostado su dinero en la proporción más desigual gruñeron consternados cuando el mirmillón se hizo a un lado rodando sobre sí mismo y se levantó. jadeaba y tenía los ojos muy abiertos, toda su arrogancia había desaparecido al ver que lo habían engañado con tanta habilidad. Su alto adversario arrancó el tridente del suelo y se puso en cuclillas, con una feroz expresión que le crispaba el rostro. A partir de aquel momento ya no se fingiría más, sería sólo una prueba de fuerza y destreza.

– ¡Adelante! -gritó Macro-. ¡Clávasela en las tripas a ese cabrón!

Cato se quedó sentado en silencio, era demasiado tímido para unirse al griterío pero, con los puños apretados a los lados, deseó con todas sus fuerzas que su hombre ganara, a pesar de la aversión que sentía por aquel tipo de lucha.

El mirmillón se hizo a un lado rápidamente y comprobó las reacciones del otro hombre para ver si el anterior movimiento había sido una casualidad. Pero al cabo de un instante las puntas del tridente volvían a estar alineadas con su garganta. La multitud aplaudió en señal de apreciación. Después de todo, aquello tenía todos los ingredientes de una buena pelea.

De pronto el reciario hizo una finta a la que su oponente correspondió con un equilibrado salto hacia atrás, y la muchedumbre volvió a gritar entusiasmada.

– ¡Buen movimiento! -Macro se dio un puñetazo en la palma de la otra mano-. Si nos hubiésemos enfrentado a más combates como éste, seríamos nosotros los que estaríamos luchando ahí fuera. Esos dos son buenos, muy buenos.

– Sí, señor. -respondió Cato con tensión y los ojos fijos en los dos luchadores que en aquellos momentos daban vueltas uno alrededor del otro sobre la hierba manchada de sangre. El sol caía de lleno sobre el espectáculo. Los pájaros que cantaban en los robles que rodeaban la hondonada parecían estar totalmente fuera de lugar. Por un instante Cato se sintió impresionado por el contraste entre los soldados enloquecidos por la lucha que animaban a otros hombres matarse entre ellos y la plácida armonía de la vasta naturaleza. Cuando vivía en Roma siempre había estado en contra de los espectáculos de gladiadores, pero era imposible expresar ese desagrado estando en compañía de soldados que vivían según un código de sangre, batalla y disciplina.

Se oyó un sonido metálico y hubo un frenético intercambio de ruidosos golpes. Sin haber obtenido ventaja, ambos luchadores reanudaron el movimiento circular. Los gritos de los legionarios que miraban pusieron de manifiesto un clima de descontento cada vez mayor y el portaestandarte hizo una señal a los que llevaban los hierros candentes para que se situaran detrás de los gladiadores, unas barras negras con las puntas al rojo vivo que oscilaban al surcar el aire. Por encima del hombro del mirmillón, el reciario vio el peligro que se aproximaba y se lanzó en furioso ataque golpeando la espada del hombre más bajo para tratar de quitarle el arma de la mano de un golpe. Para salvar la vida el mirmillón paró la embestida utilizando tanto la espada como el escudo y se vio obligado a retroceder hacia uno de los lados de la arena, directo a los hierros candentes.

– ¡Venga! -gritó Cato al tiempo que agitaba el puño, llevado por la excitación-. ¡Ya es tuyo!

Un chillido desgarrador atravesó el aire cuando el hierro al rojo entró en contacto con la espalda del mirmillón, el cual retrocedió instintivamente y fue directo a las puntas de presa del tridente. Dio un alarido cuando una de las puntas le penetró el muslo, cerca de la cadera, y volvió a salir junto con un gran chorro de sangre que le bajó por la pierna y goteó sobre la hierba. Con un movimiento rápido el mirmillón se echó a un lado para alejarse del hierro candente e intentó distanciarse un poco de las terribles puntas del tridente. Los que habían apostado por él le gritaban su apoyo mientras deseaban con todas sus fuerzas que acortara las distancias y arremetiera contra el reciario mientras aún pudiera.

Cato vio que el reciario sonreía, consciente de que el tiempo estaba de su lado. Sólo tenía que mantener a distancia a su oponente el tiempo suficiente para que la pérdida de sangre lo debilitara. Luego sólo tenía que acercarse para matarlo. Pero la multitud no estaba de humor para esperar y prorrumpió en un enojado abucheo cuando el reciario se alejó de su sangrante enemigo.,. Volvieron a alzarse los hierros candentes. Aquella vez el mirmillón trató de conseguir ventaja a sabiendas de que le quedaba muy poco tiempo para poder actuar con eficacia. Se abalanzó sobre el reciario con una lluvia de golpes dados con la punta de su arma y obligó al britano a retroceder. Pero el reciario no iba a caer en la misma trampa. Deslizó la mano por el mango de su arma, la blandió de pronto contra las piernas del mirmillón y corrió hacia un lado, lejos de los hierros. El hombre más bajo dio un salto torpe, perdió el equilibrio y se cayó.

De vez en cuando resonaban una serie de embestidas y rechazos y Cato se dio cuenta de que el mirmillón se tambaleaba y sus pasos se volvían cada vez más inseguros al tiempo que la vida abandonaba su cuerpo. Fue repelido otro ataque del reciario, pero por los pelos. Entonces las fuerzas del mirmillón parecieron agotarse y cayó lentamente de rodillas con la espada temblorosa en la mano.

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