Macro se puso en pie de un salto. -¡Levántate! ¡Levántate antes de que te destripe! El resto de los espectadores se alzaron de sus asientos intuyendo que se acercaba el final de la lucha y muchos de ellos exhortaban desesperadamente al mirmillón a que se pusiera en pie.
El reciario arremetió con su arma y atrapó la espada entre sus puntas. Un giro rápido y la hoja salió despedida de la mano del mirmillón, dando vueltas en el aire hasta caer a varios metros de distancia. Dándose cuenta de que todo estaba perdido, el mirmillón se dejó caer de espaldas y aguardó un rápido final. El reciario lanzó su grito de guerra y subió la mano por el mango de su arma mientras avanzaba para cernirse sobre su oponente y asestarle el último golpe. Colocó una pierna a cada lado del mirmillón, que sangraba abundantemente, y levantó su tridente. De pronto, el escudo del mirmillón se alzó con salvaje desesperación y golpeó al hombre más alto en la entrepierna. Con un profundo quejido el reciario se dobló en dos. La multitud gritó entusiasmada. Un segundo golpe de escudo le dio en la cara y le hizo caer sobre la hierba; el arma se le escapó de las manos cuando se agarró con ellas la nariz y los ojos. Dos golpes más con el escudo en la cabeza y el reciario estuvo acabado.
– ¡Maravilloso! -Macro saltaba arriba y abajo-. ¡Condenadamente maravilloso!
Cato sacudió la cabeza con amargura y maldijo la petulancia del reciario. No convenía dar por sentado que habías derrotado a tu enemigo simplemente porque lo pareciera. ¿No había probado el reciario el mismo truco al principio de la pelea?
El mirmillón se puso en pie, con mucha más facilidad con la que podría hacerlo un hombre herido de gravedad, y rápidamente recuperó su espada. El final fue misericordioso, el reciario fue enviado junto a sus dioses mediante una profunda estocada que se le clavó en el corazón por debajo del tórax.
Entonces, mientras Cato, Macro y la multitud observaban, ocurrió algo muy extraño. Antes de que el portaestandarte y su asistente pudieran desarmar al mirmillón, el britano alzó los brazos y gritó un desafío. En un latín con tosco acento, exclamó:
– ¡Romanos! ¡Romanos! ¡Mirad! La espada descendió dando la vuelta, el mango quedó rápidamente invertido y, con ambas manos, el britano se clavó el arma en el pecho. Se tambaleó unos instantes con la cabeza colgando hacia atrás y luego se desplomó sobre la hierba hacia el cuerpo del reciario. Se hizo el silencio entre la multitud.
– ¿Por qué carajo ha hecho eso? -refunfuñó Macro entre dientes.
– Quizá sabía que sus heridas eran mortales. -Podría haber sobrevivido -replicó Macro de mala gana--. -Nunca se sabe.
– Sobrevivir sólo para convertirse en un esclavo. -Tal vez quería eso, señor. -Entonces es que era idiota.
El portaestandarte, preocupado por el incierto cambio de humor del público, avanzó apresuradamente con los brazos levantados.
– Muy bien, muchachos, se acabó. La lucha ha terminado. Declaro vencedor al mirmillón. Pagad las apuestas ganadoras y luego volved a vuestras obligaciones.
– ¡Espera! -gritó una voz-. ¡Hay un empate! Los dos están muertos.
– Ganó el mirmillón -le respondió con un grito el portaestandarte.
– Estaba acabado. El reciario hubiera dejado que se desangrara hasta morir. -Tal vez lo hubiera hecho -asintió el portaestandarte -si no la hubiese cagado al final. Mi decisión es inapelable. El mirmillón ganó y todo el mundo tiene que pagar sus deudas o tendrán que vérselas conmigo. ¡Y ahora, volved a vuestras obligaciones!
Los espectadores se dispersaron y afluyeron en silencio por entre los robles a las hileras de tiendas mientras los ayudantes del portaestandarte levantaban los cadáveres y los metían en la parte posterior de un carromato, donde se unieron a los vencidos en los anteriores combates. Mientras Cato esperaba, su centurión salió corriendo a cobrar sus ganancias del portaestandarte de su cohorte, el cual se hallaba rodeado de una pequeña multitud de legionarios que agarraban fuertemente sus resguardos. Macro regresó poco después sopesando alegremente las monedas de su faltriquera.
– No es la apuesta más lucrativa que he hecho pero, de todas formas, ganar está muy bien.
– Supongo que sí, señor. -¿A qué viene esa cara tan larga? Ah, claro. Tu dinero se fue con ese gilipollas fanfarrón del tridente. ¿Cuánto has perdido?
Cato se lo dijo y Macro soltó un silbido. -Bueno, joven Cato, parece ser que todavía tienes mucho que aprender sobre los luchadores. _Sí, señor.
– No importa, muchacho. Todo llegará a su debido tiempo. -Macro le dio una palmada en el hombro-. Vamos a ver si alguien tiene algún vino decente para vendernos. Después tenemos trabajo que hacer.
Bajo las sombras veteadas de un enorme roble, mientras observaba cómo sus hombres abandonaban la hondonada, el comandante de la segunda legión maldijo en silencio al mirmillón. A los soldados les hacía mucha falta algo que les alejara el pensamiento de la campaña que se preparaba y el espectáculo de los prisioneros británicos matándose unos a otros tendría que haber sido entretenido. Lo había sido, en efecto, hasta el último combate. Los hombres estaban muy animados. Entonces, el maldito britano había escogido el momento más inoportuno para aquel absurdo gesto desafiante. o acaso no fuera tan absurdo, reflexionó el legado con gravedad. Tal vez el sacrificio del britano había sido deliberado y tenía como objetivo desvirtuar la diversión que pretendía levantarles la moral.
Con las manos a la espalda, Vespasiano salió de entre las sombras y caminó lentamente hacia la luz del sol. Sin duda aquellos britanos no carecían de espíritu. Al igual que la mayoría de culturas guerreras, se aferraban a un código de honor el cual garantizaba que aceptaban la guerra con una imprudente arrogancia y una ferocidad terrible. Más preocupante aún era el hecho de que la relajada coalición de tribus Británicas estaba encabezada por un hombre que sabía utilizar bien las fuerzas. Vespasiano sentía un respeto forzado por el líder de los britanos, Carataco, jefe de los catuvelanios. Ese hombre todavía tenía algo reservado y sería mejor que el ejército romano del general Aulo Plautio tratara al enemigo con más respeto de lo que hasta entonces había sido el caso. La muerte del mirmillón ilustraba a la perfección la despiadada naturaleza de aquella campaña.
Dejando a un lado de momento los pensamientos sobre el futuro, Vespasiano se dirigió a la tienda hospital. Había un desafortunado asunto que no podía posponer por más tiempo. El centurión al mando de la segunda legión había resultado herido de muerte en una reciente emboscada y quería hablar con él antes de que muriera. Bestia había sido un soldado ejemplar que a lo largo de su carrera militar se había ganado los elogios, la admiración y el temor de todos. Había combatido en muchas guerras por todo el Imperio y en su cuerpo tenía las cicatrices que lo demostraban. Y ahora había caído a manos de una espada británica en una refriega de poca importancia que ningún historiador haría constar en sus anales. Así era la vida militar, meditó Vespasiano con amargura. ¿Cuántos héroes olvidados más estaban ahí fuera esperando para diñarla mientras los políticos vanidosos y los lacayos imperiales se llevaban todo el mérito?
Vespasiano pensó en su hermano, Sabino, que había acudido a toda prisa desde Roma para entrar al servicio del general Plautio mientras todavía hubiera algo de gloria que ganar. Sabino, al igual que la mayoría de sus iguales políticos, consideraba el ejército únicamente como el próximo peldaño en el escalafón de su carrera. El cinismo de la alta política llenaba a Vespasiano de una gélida furia. Era más que probable que el emperador Claudio estuviera utilizando la invasión para afianzar su posición en el trono. Si las legiones conseguían someter a Britania, habría prebendas y sinecuras en abundancia para allanar el camino al estado. Algunos hombres harían una fortuna mientras que a otros les concederían un alto cargo y el dinero entraría a raudales en las sedientas arcas imperiales. Se consolidaría la gloria de Roma y sus ciudadanos tendrían aún más pruebas de que el destino de la ciudad contaba con la bendición de los dioses. Sin embargo, había hombres para los cuales los grandes logros como aquéllos significaban poco, porque ellos consideraban los hechos sólo bajo el punto de vista de las oportunidades que les ofrecían para su ascenso personal.