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CAPÍTULO XVI

Para los soldados que luchaban en una campaña, cualquier oportunidad para descansar representaba un lujo que tenía que saborearse, y los hombres de la segunda legión dormitaban tranquilos bajo la luz del astro rey. El calor del sol de la tarde inundaba el mundo que tenía por debajo y provocaba una cálida y reposada calima que flotaba en el paisaje y los llenaba de una sensación de calma y satisfacción. El legado se había cerciorado de que a sus hombres les dieran bien de comer en su regreso al campamento y se había enviado una generosa asignación de vino a todas las cocinas de campaña. Como era habitual, algunos de los legionarios se habían jugado a los dados su ración de vino en un intento de ganar más. En consecuencia, algunos de ellos se hallaban hoscamente sobrios mientras fulminaban con la mirada a sus inconscientes compañeros que dormían el producto de sus ganancias sumidos en un sopor etílico.

Mientras deambulaba por entre las tranquilas líneas de hombres, el legado de la segunda legión no pudo evitar ser consciente de los bruscos cambios que acarreaba la vida. A esa hora del día anterior, aquellos mismos hombres se habían estado preparando para atacar las fortificaciones britanas y para matar o morir en el intento. Sin embargo allí estaban, durmiendo como bebés. Y aquellos que no dormían estaban silenciosamente meditabundos. Algunos de los soldados se encontraban tan absortos en sus pensamientos que no lo veían pasar, pero Vespasiano no exageró la importancia de aquella inobservancia de la disciplina. Habían combatido con todas sus fuerzas. Habían peleado duro y habían salido adelante, pero a qué precio, y era bueno que reposaran y recobraran un poco de bienestar interior. Al día siguiente tendrían que volver a darle duro, cuando el ejército trasladara su posición a través del río Medway y continuara haciendo retroceder a los britanos.

Pero, de momento, los asuntos militares eran un tema secundario. Metida dentro del portamonedas que le colgaba del cinturón había una carta que había encontrado con los partes al volver a su tienda de mando. La letra se reconocía al instante y el legado la había cogido con avidez. Un mensaje de su mujer era lo que le hacía falta en aquel momento más que nada en el mundo. Algo que le mantuviera ocupada la mente un ratito y le recordase que era humano, algo que no tuviera nada que ver con el montón de obligaciones que le rodeaban. Había ordenado de manera cortante a sus oficiales de Estado Mayor que se ocuparan del papeleo, se había quitado la armadura y había abandonado la tienda vestido con una ligera túnica de hilo en busca de un poco de intimidad. El decurión a cargo de la escolta del legado se había cuadrado y dispuesto para ordenar a sus hombres que se levantaran, pero Vespasiano había logrado detenerlo a tiempo. Le mandó al decurión que relevara de servicio a sus hombres y los dejara descansar. Entonces se fue dando un paseo, solo y sin protección.

Más allá de las líneas de los piquetes se alzaba una pequeña loma en lo alto de la cual había un bosquecillo de abedules. Las huellas de un animal trazaban una línea más o menos recta ladera arriba a través de una densa masa de perifollo y ortigas. Ni una brisa perturbaba la calma de la atmósfera; mariposas, abejas y otros insectos flotaban sobre la inmóvil vegetación, ajenos a la enorme fuerza de soldados con sus caballos y bueyes que se extendía a lo largo de las colinas por encima del río que fluía plácidamente. Allí arriba en la loma reinaba el silencio y una completa calma. Vespasiano se dejó caer en el suelo con la espalda apoyada contra la rugosa corteza de un árbol.

Incluso a la sombra el aire era cálido y bochornoso. Las gotas de sudor le corrían por debajo de los brazos y las notaba frías al deslizarse por sus costados bajo la túnica. Abajo, junto al vado del río, una brillante rociada de agua entre unas diminutas figuras le llamó la atención. Algunos legionarios nadaban en el río, sin duda deleitándose con la oportunidad de disfrutar del agua fría. A Vespasiano no se le ocurrió nada más apetecible que un buen baño, pero le llevaría demasiado tiempo bajar andando hasta el río. En cualquier caso, la subida de vuelta al campamento en la colina lo dejaría desagradablemente acalorado otra vez.

Una maravillosa sensación de anticipación había ido creciendo en su interior; podía saborear la carta entonces, en vez de aprovechar algún descanso que le fuera bien mientras pasaba el papeleo por la criba al volver al cuartel general. Rompió el sello y al hacerlo se imaginó las manos de Flavia sosteniendo aquel mismo rollo no 'hacía demasiado tiempo. El pergamino era duro y Vespasiano sonrió al reconocerlo como parte del juego de escritorio que le había comprado a Flavia hacía casi un año. La caligrafía era tan elegante como siempre. Resistiendo el impulso de recorrer rápidamente la carta con la vista como hacía con la mayoría de documentos, Vespasiano se acomodó para leer la carta de su esposa. Empezaba con el acostumbrado formalismo fingido.

Escrita en los idus de junio, desde el cuartel general del gobernador en Lutecia.

Para Flavio Vespasiano, comandante de la segunda legión, casualmente amado esposo de Flavia y ausente padre de Tito.

Querido esposo,

Confío en que estés bien y en que estés haciendo lo posible para mantenerte a salvo. El joven Tito te ruega que tengas cuidado y amenaza con no volverte a hablar nunca más si caes en combate. Me da la impresión de que se toma el eufemismo en sentido literal y se asombra ante la torpeza de los militares como tú. No tengo valor para explicarle lo que ocurre en realidad. Tampoco es que pueda, ni que quiera descubrir nunca cómo es una batalla. Podrías explicárselo todo algún día cuando vuelvas (y no si vuelves).

Me imagino que querrás saber cómo fue nuestro viaje hasta Roma. No fue fácil transitar por los caminos, puesto que hay toda clase de tráfico militar afluyendo hacia la costa. Parece ser que no se escatiman esfuerzos para asegurar el éxito de tu campaña. Incluso pasamos junto a un convoy de elefantes. ¡Elefantes! Vete tú a saber lo que el emperador piensa exactamente que el general Plautio va a hacer con las pobres criaturas. Apenas puedo creer que un puñado de ignorantes salvajes sean capaces de oponer mucha resistencia…

Vespasiano sacudió levemente la cabeza; hasta entonces los ignorantes salvajes lo estaban haciendo bastante mejor de lo previsto, y necesitaban de forma desesperada esos refuerzos que se estaban enviando con urgencia para ayudar a Plautio.

La segunda legión necesitaba reemplazos imperiosamente para volver a tener todos sus efectivos.

Las más optimistas entre las mujeres de los oficiales dicen que Britania formará parte del Imperio a finales de año, en cuanto Carataco sea aplastado y se tome Camuloduno, su capital tribal. Traté de explicarles lo que tú me contaste acerca de las proporciones de la isla, pero están tan convencidas de que nuestras tropas son invencibles que insistieron en que todas las tribus nativas se amilanarían ante la mera -mención de Roma. Espero que tengan razón pero, teniendo en cuenta lo que una vez me explicaste sobre la afición de los britanos por la guerra de guerrillas, tengo mis dudas al respecto. Sólo rezo para que los dioses te traigan de vuelta a Roma conmigo, más viejo, más sabio y en perfecto estado de salud, para que puedas dejar atrás el ejército y concentrarte en tu futuro político. Ya he avisado con antelación que volvemos a Roma y me pondré a trabajar para aumentar nuestros contactos sociales lo más rápidamente posible.

Vespasiano frunció el ceño ante la mención de la política y su expresión se hizo más grave mientras reflexionaba sobre la alusión de Flavia a los contactos. En el actual clima político de la capital, si ella juzgaba mal a esos contactos bien podía hacer peligrar sus posibilidades 'y, peor todavía, podría ponerlos a todos en peligro. Vespasiano había descubierto hacía poco que Flavia había estado vinculada con un intento de derrocar a Claudio. En Roma había habido una redada y habían ejecutado a montones de conspiradores, pero Flavia no había sido directamente implicada. Por el momento. Vitelio había descubierto la participación de la mujer del legado, y fue sólo la amenaza de su propia ignominia por su intento de robar una fortuna imperial de oro y plata lo único que había impedido que Vitelio sacara a la luz la traición de Flavia. Era una situación extremadamente incómoda, reflexionó Vespasiano antes de seguir con la carta.

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