Литмир - Электронная Библиотека
A
A

– ¡No dejes que se escape! -exclamó Cato. Hubo un movimiento poco claro y un escalofriante golpe sordo. el jinete lanzó un grito y por un instante se tambaleó en su silla. Entonces se dobló hacia un lado y, con la cabeza por delante, se cayó del caballo. La bestia retrocedió y casi estuvo a punto de caer de espaldas sobre su jinete antes de irse a un lado en el último momento y salir galopando cuesta abajo adentrándose en la noche. Se oyó un breve crujido en la hierba cuando Cato y Escaro echaron a correr hacia el jinete. Estaba tendido boca arriba y respiraba con dificultad, con el asta de la jabalina enterrada en su estómago. Gritó unas cuantas palabras en una lengua extraña antes de perder el conocimiento.

– ¿Quieres que lo mate, optio? -preguntó Escaro al tiempo que apoyaba el pie en el pecho de aquel hombre y le arrancaba la jabalina con un húmedo ruido de ventosa.

– No. -Cato estaba desconcertado por el lenguaje que había utilizado el individuo. No se parecía a ninguna de las lenguas celtas que él había oído-. -Échame una mano, llevémoslo a donde haya un poco de luz.

Escaro lo agarró por debajo de los hombros y Cato de los pies. Calculó las distancias relativas que había hasta su fuerte y hasta el del centurión.

– Vamos, ¡Macro querrá ver esto! el jinete era un hombre corpulento y ambos llevaron la incómoda carga con gran dificultad a lo largo de la colina y hacia el fuerte. Mientras se acercaban al portón, Cato tuvo tiempo para que el prematuro alto le produjera una gran satisfacción; sin duda los hombres de Macro estaban alerta y vigilaban con mucha atención.

– ¡Azules triunfadores! -exclamó Cato. -Cuando las ranas críen pelo -oyó rezongar a alguien. -¡Abrid la puerta! -¿Quién anda ahí? -¡El optio! ¡Y ahora abrid la maldita puerta! Al cabo de un momento la puerta se abrió hacia dentro y, no sin esfuerzo, Cato y Escaro llevaron el cuerpo hacia el interior y lo dejaron en el suelo a la vez que se inclinaban para recuperar el aliento.

– ¿Qué es todo esto? -bramó la voz de Macro-. ¿Quién fue el imbécil de mierda que dio la orden de abrir la puerta? ¿Pretendéis que nos maten a todos?

– Soy yo, señor -dijo Cato jadeando-. Atrapamos a alguien que intentaba atravesar la línea de piquetes. Un jinete. _¡Llevad una luz allí! -ordenó Macro, y un centinela salió corriendo a buscar una antorcha-. ¿No estás herido, muchacho?

– No, señor… Escaro lo alcanzó con la jabalina… antes de que pudiera hacer nada.

El centinela volvió con la antorcha que crepitaba, reluciente, en su mano.

– Bueno, veamos qué es lo que habéis atrapado. -Macro tomó la antorcha y la sostuvo sobre el cuerpo tendido en el suelo. Bajo la parpadeante luz pudieron distinguir unas buenas botas de cuero, un vendaje alrededor de la rodilla y el muslo izquierdo de aquel hombre y una cuidada túnica de color azul. Cato miró el rostro del jinete y dio un grito ahogado de asombro.

– ¡Niso!

CAPÍTULO XLII

Vitelio estaba a punto de repetir el reclamo del búho cuando vio que el centinela daba el alto. Al instante se tiró sobre la hierba, con el corazón latiéndole con fuerza, e intentó oír lo que pasaba.

– ¡No dejes que se escape! Un agudo grito de dolor atravesó la oscura noche y luego le llegó el chacoloteo de los cascos de un caballo que se perdió rápidamente en la distancia hasta que sólo se oyeron unas débiles voces y unos gemidos. Su corazón latió unas cuantas veces más antes de que se arriesgara a levantar la cabeza por encima de la hierba para echar un vistazo rápido. Dirigió la mirada rápidamente de un lado a otro y vio la forma oscura de dos hombres inclinados sobre algo que llevaban hacia el fuerte más cercano.

No había duda: a Niso lo habían capturado mientras intentaba cruzar de vuelta al otro lado de las líneas Romanas. Vitelio contuvo el exabrupto que casi se le escapó de los labios y pegó un puñetazo en el suelo con enojo. ¡Maldito Niso! se maldijo a sí mismo. Maldito idiota de mierda. Nunca debió haberse valido del cartaginés; era un cirujano, no lo habían formado en las artes del espionaje. Pero no había nadie más a quien pudiera utilizar, reflexionó. Había tenido que conformarse con un aficionado y la catástrofe de aquella noche era el resultado. Al parecer, Niso había caído en manos romanas vivo. ¿Y si lo interrogaban antes de morir? Porque iba a morir, si no a causa de las heridas sí por la lapidación a la que lo iban a condenar por abandonar su unidad delante de las narices del enemigo. Si hacían hablar a Niso, entonces él, Vitelio, sin duda se vería implicado.

La situación era sumamente peligrosa. Mejor sería regresar al campamento antes de que lo echaran en falta. Necesitaba con urgencia tiempo para pensar, tiempo para encontrar una estrategia que le permitiera salir del apuro.

Vitelio se puso en cuclillas, se dio la vuelta y bajó por la pendiente en dirección a las brillantes hogueras del ejército. Le había dicho a aquel optio corto de entendederas de la novena que estaba en la puerta realizando una inspección externa de los parapetos. Eso habría llevado bastante tiempo, más que suficiente para que pudiera acercarse a las colinas y encontrarse con Niso en el lugar que habían acordado unos días antes.

Ahora no había modo de saber cómo había respondido Carataco a su plan. No tenía manera de saberlo a menos que pudiera ver a Niso y hablar con él antes de que muriera. Era una mala suerte desastrosa. No, se corrigió, lo desastroso había sido la manera de planearlo todo. La culpa era suya. No debería haber utilizado a Niso y nunca tendría que haber elegido aquel punto de encuentro. La mayoría de oficiales no disponían piquetes entre los fuertes durante la noche. ¡Pero él tuvo que escoger la sección de la línea de frente vigilada por un oficial concienzudo!

Tras dar la contraseña, Vitelio pudo volver a cruzar el portón. Le dio las gracias al optio de guardia con un gesto de la cabeza y le aseguró que las defensas del perímetro estaban en perfectas condiciones. Vitelio volvió a pasar sigilosamente entre las hileras de tiendas y se dirigió a sus dependencias, donde se dejó caer sobre su cama de campaña completamente vestido. Tal vez pudiera dormir después, pero ahora debía considerar detenidamente la nefasta situación en que había dejado la captura de Niso. No había ninguna duda que Niso tenía que ser silenciado. Si el centinela no se había preocupado ya de eso, él mismo lo haría. Luego tenía que recuperar la respuesta de Carataco del cuerpo de Niso antes de que lo registraran más a conciencia. Hasta las mejores claves se podían descifrar en cuestión de días y la simplicidad del o que habían acordado quedaría dilucidada en el momento en que alguien reconociera lo que estaba examinando. Si ocurría, sólo le quedaba la esperanza de que el mensaje no Incluyera ningún detalle que lo implicara directamente.

bastaría con que un tufillo de su complicidad llegara a las narices de Narciso, que siempre se lo olía todo, para que lo ejecutaran de manera dolorosa y sin armar revuelo. Estaba jugando a un juego muy arriesgado. La política siempre había sido peligrosa y, cuanto más arriba subía, mayores eran los riesgos que tenía que correr. Eso eximiría a Vitelio, Pero no hasta el punto de no preocuparle. Tenía demasiado respeto por la inteligencia de los demás jugadores como para subestimarlos. Por fortuna, muchos de sus rivales que le devolvían el cumplido, eran la clase de gente cuya inteligencia quedaba fatalmente ensombrecida por su arrogancia al igual que Cicerón, y necesitaban un constante reconocimiento de su poderosa capacidad intelectual, y era en aquellos momentos cada vez más frecuentes de debilidad cuando la caída final quedaba asegurada. Vitelio había roto esa norma sólo una vez y únicamente para persuadir a Vespasiano que las consecuencias de desenmascararlo serían mucho más calamitosas para el legado que para él. Aun así, seguía teniendo la sensación de que había hablado demasiado y juró que nunca más volvería a decir una palabra más de las necesarias.

72
{"b":"108805","o":1}