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– Apuesto a que esos cabrones de ahí se están dando la gran vida.

– Supongo que sí -contestó Cato, que compartía la sospecha innata en todo centinela de que la diversión sólo empezaba cuando uno iniciaba su guardia. La idea de Lavinia disfrutando de la buena vida de la corte imperial a apenas un kilómetro y medio de distancia lo llenó de inquietud y celos. Mientras que sus obligaciones lo mantenían alejado de ella en aquel puesto de avanzada sumido en la oscuridad, otros podrían estar cortejándola. Una imagen de los extravagantes jóvenes aristócratas de la corte lo llenó de terror y, al tiempo que daba un puñetazo contra las defensas laterales de mimbre alejó a Lavinia de su mente y se obligó a pensar en asuntos más inmediatos. Habían pasado algunas horas desde la última vez que había abandonado el fuerte para ir a comprobar la línea de piquetes. Eso lo mantendría ocupado y le evitaría ocuparse por Lavinia. -Continúa -le susurró al centinela, y se dirigió de nuevo a las escaleras para descender a la penumbra del fuerte. No se había perdido el tiempo en construir alojamientos permanentes y los soldados que estaban fuera de servicio dormían y roncaban en el suelo, dado que preferían exponerse a las enojosas picaduras de los insectos a tener que sufrir la sofocante atmósfera del interior de sus tiendas de cuero. Cato fue andando con cuidado a lo largo de la parte interior del muro de turba hasta que llegó al único portón del fuerte. Una rápida orden dirigida al encargado de la sección responsable de los ocho soldados de guardia bastó para que retiraran la barra y uno de los paneles girara hacia adentro. Se adentró en la noche sin separarse de la oscura mole del fuerte. Detrás de él la puerta traqueteó al volver a su sitio.

Fuera de las tranquilizadoras paredes de turba, la noche rebosaba de una sensación de peligro inminente y Cato sintió que el cosquilleo de un escalofrío le recorría la espalda a causa de la tensión. Al mirar atrás vio el oscuro contorno de la alta empalizada que ya estaba demasiado lejos para servir de consuelo y su mano se deslizó hasta el pomo de su espada mientras avanzaba a grandes zancadas y sin hacer ruido por la crecida hierba. Unos cien pasos más adelante Cato aminoró la marcha al prever el primer alto y, en efecto, una voz surgió de la oscuridad desde muy cerca y una negra figura se alzó entre la hierba.

– ¡Alto ahí! ¡Identifíquese!

– Azules triunfadores -replicó Cato en voz baja. Utilizar su equipo de cuadrigas favorito como contraseña quizá no fuera muy original, pero era fácil de recordar.

– Pasa, amigo -respondió agriamente el centinela al tiempo que volvía a ponerse a cubierto. Seguro que era partidario del equipo rival, pensó Cato mientras seguía avanzando con sigilo. Al menos el hombre estaba alerta. Aquel puesto era el más peligroso de los turnos de vigilancia, y cualquier soldado que se quedara dormido allí estaba pidiendo que un explorador britano le cortara el cuello. Y sin duda los exploradores estaban ahí fuera. Tal vez Carataco hubiera retirado la fuerza principal de su ejército, pero el comandante britano sabía valorar un buen servicio de inteligencia y continuaba investigando las líneas romanas al amparo de la oscuridad. Durante las últimas semanas había tenido lugar más de una feroz refriega a altas horas de la noche.

Unos cien pasos más adelante, Cato empezó a buscar al próximo centinela. Se agachó, aminoró el paso y avanzó con mucho sigilo hacia el lugar donde debía encontrarse el soldado. Nadie le dio el alto y Cato levantó la mirada enseguida para comprobar que todavía se hallaba en línea con los terraplenes de su fuerte y los de Macro. Sí que lo estaba, y bastante cerca, y allí estaba la hierba pisoteada donde el centinela había permanecido en cuclillas. Pero no había rastro de él.

Cato se preguntó si debía llamarlo en voz alta. Cuando estaba a punto de hacerlo, le asaltó la terrible idea de que hubiera podido pasarle algo al centinela. ¿Y si un explorador britano lo había descubierto y lo había matado? ¿Y si el explorador todavía estaba allí cerca? Cato llevó la mano a la empuñadura de su espada y la desenvainó lentamente a la vez que crispaba el rostro ante el roce metálico de la hoja.

– No te muevas, optio -susurró una voz en un tono tan bajo que podría haberla confundido con el murmullo de la brisa al agitar la hierba de no ser porque casi no corría el aire. Al oírla, a Cato se le heló la sangre en las venas y luego sintió que la furia surgía en su interior. Aquella no era manera de dar el alto. ¿A qué demonios jugaba ese soldado?

– Por aquí, optio. Agáchate. -¿Qué es lo que ocurre? -le preguntó Cato también con un susurro.

– Tenemos compañía. Cato se agachó y, a gatas, se deslizó por la hierba en dirección a la voz del centinela. El centinela, Escaro, era uno de los reemplazos y Cato recordó que era un hombre con una buena hoja de servicios. Allí estaba, una forma oscura en cuclillas, con la jabalina sujeta de forma que no se viera. No llevaba un escudo que pudiera representarle una carga si tenía necesidad de echar a correr de vuelta al fuerte. Cato se arrastró hasta llegar a su lado.

– ¿Qué pasa? Escaro no respondió enseguida y por un momento permaneció completamente inmóvil, con la cabeza vuelta en una dirección, cuesta abajo hacia territorio enemigo. Levantó el brazo y señaló hacia las sombras de unos altos arbustos que crecían a medio camino en la pendiente.

– ¡Allí! Cato siguió la dirección de su dedo pero no vio otra cosa que quietud. Sacudió la cabeza en señal de negación.

– No veo nada. -No mires, escucha. El optio ladeó la cabeza y dirigió el oído hacia los arbustos, tratando de distinguir cualquier ruido extraño. Un único pájaro cuyo canto no reconoció repetía una y otra vez un melancólico reclamo al que un búho que andaba de caza sumó lacónicamente su suave ululato antes de quedarse bruscamente en silencio. Cato lo dejó correr. Fuera lo que fuera lo que allí hubiese, o se había marchado o lo más probable era que se tratara sencillamente de un producto de la imaginación de Escaro. Tomó nota mentalmente para asegurarse de que a partir de entonces a Escaro le asignaran únicamente servicio de guardia en la torre. En aquel preciso momento se oyó un resoplido proveniente de los arbustos. Un caballo.

– ¿Lo has oído? -Sí.

– ¿Quieres que baje a echar un vistazo?

– No. Esperaremos aquí A ver quién es.

Podría tratarse de un explorador romano que se hubiera perdido durante la patrulla y no fuera consciente de lo mucho que se había acercado a sus propias líneas. Así que esperaron, agazapados con rigidez y con los tensos sentidos aguzados por si captaban alguna otra señal del intruso. El búho volvió a ulular, esa vez más fuerte, y Cato estuvo a punto de maldecirlo cuando se oyó un alboroto debajo de ellos y una figura oscura se distanció de los matorrales: un hombre que llevaba un caballo Guió al animal cuesta arriba hasta que casi llegó a la altura de donde se encontraban Cato y Escaro, por lo que debió de pasar a unos tres metros de ellos. El jinete siguió avanzando con mucho cuidado por si el terreno tenía algún obstáculo que pudiera hacerle tropezar y llamar la atención, cosa que no quería. Las pisadas del caballo eran mucho más inconfundibles, pues seguía a su jinete con un amortiguado roce de firmes pasos, ajeno a la necesidad de que no los descubrieran. Cuando el jinete se encontraba a no más de unos seis metros, Cato le dio un suave codazo a Escaro y susurró: «Ahora».

El centinela se puso en pie de un salto, con el brazo que sostenía la jabalina alzado y retrocediendo con soltura hacia la posición de tiro al tiempo que gritaba el alto. Cato se desplazó a un lado con la espada desenfundada, dispuesto a pelear.

– ¡No se mueva e identifíquese! El jinete se echó atrás de un salto con un grito de alarma e hizo que el caballo respingara a un lado con un relincho asustado. El momento de sorpresa pasó en un instante y antes de que Cato o Escaro pudieran reaccionar, el jinete ya había subido a su montura y la espoleaba con un golpe de talones.

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