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ЛитМир: бестселлеры месяца
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– ¿Yo? -exclamó Cato-. ¿Él quería que yo tuviera algo, señor?

– Eso parece. -Pero, ¿por qué demonios? Si no me podía ni ver. -Bestia dijo que te había visto luchar como un veterano, sin armadura, con sólo el casco y el escudo. Haciendo tu trabajo tal como él te había enseñado. Me dijo que se había equivocado contigo. Había creído que eras un idiota y un cobarde. Se dio cuenta de que eras todo lo contrario y quiso que supieras que estaba orgulloso de la manera en que te habías formado.

– ¿Eso dijo, señor? -Exactamente eso, hijo. Cato abrió la boca, pero no le salieron las palabras. No podía creerlo, parecía imposible. Haber juzgado tan mal a alguien. Haber asumido que eran irremediablemente malos e incapaces de cualquier sentimiento positivo.

– ¿Qué quería que tuviera, señor? -Averígualo tú mismo, hijo -le contestó Vespasiano-. El cadáver de Bestia todavía está en la tienda hospital con sus efectos personales. El ayudante del cirujano sabe lo que tiene que darte. Quemaremos el cuerpo de Bestia al amanecer.

Podéis retiraros.

CAPÍTULO IV

Una vez fuera, Cato dio un silbido de asombro ante la perspectiva del legado de Bestia. Pero el centurión no le prestaba mucha atención a su optio: toqueteaba el torques, disfrutando de su considerable peso. Fueron andando en silencio hacia la tienda hospital hasta que Macro dirigió la mirada hacia la alta figura del optio.

– ¡Vaya, vaya! Me pregunto qué te habrá dejado Bestia. Cato tosió y se aclaró el nudo que tenía en la garganta. -Ni idea, señor. -No me imagino qué le debió de pasar al viejo para hacer un gesto de ese tipo. Nunca oí que hiciera nada parecido en todo el tiempo que he servido con las águilas. Supongo que debiste de haberle causado buena impresión después de todo.

– Supongo que sí, señor. Pero apenas puedo creerlo. Macro meditó sobre ello un momento y luego movió la cabeza. Yo tampoco. No es mi intención ofenderte ni nada parecido pero, bueno, tú no encarnabas precisamente la idea que tenía de un soldado. Debo admitir que me costó un tiempo entender que eras algo más que un ratón de biblioteca larguirucho. No tienes pinta de soldado.

– No señor -fue la huraña respuesta--. De ahora en adelante trataré de tener el aspecto adecuado.

– No te preocupes por eso, muchacho. Sé que eres un asesino hasta la médula, aunque tú no lo sepas. Te he visto en acción, ¿no?

Cato se estremeció al oír la palabra «asesino». Eso era lo último por lo que quería ser conocido. Un soldado, sí, esa palabra poseía cierta credibilidad civilizada. Lógicamente, ser soldado conllevaba la posibilidad de matar, pero eso, se dijo Cato, era algo inherente a la esencia de la profesión. Los asesinos, en cambio, no eran más que unos brutos con pocos valores, por no decir ninguno. Los bárbaros que vivían entre las sombras de los grandes bosques de Germania eran asesinos. Mataban salvajemente por mera diversión, como muy bien demostraban sus nimios e inacabables conflictos tribales. Puede que Roma hubiera tenido guerras civiles en el pasado, se recordó Cato, pero, bajo el orden impuesto por los emperadores, la amenaza de un conflicto interno prácticamente había desaparecido. El ejército romano luchaba con un propósito moral: extender los valores civilizados a los ignorantes salvajes que vivían al margen del Imperio.

¿Y esos britanos? ¿Qué clase de personas eran? ¿Asesinos, o soldados a su manera? El mirmillón que había muerto en los juegos del legado le obsesionaba. Aquel hombre había sido un auténtico guerrero y había atacado con la ferocidad de un asesino nato. Su autodestrucción fue un acto de puro fanatismo, una característica de algunos hombres que inquietaba profundamente a Cato, y que lo llenaba de una sensación de terror moral y de la convicción de que sólo Roma ofrecía un camino mejor. A pesar de todos sus cínicos y corruptos políticos, a la larga Roma fue sinónimo de orden y progreso, un modelo para todas aquellas masas de gente apiñada y aterrorizada que se escondían en las sombras de las oscuras tierras bárbaras.

– ¿Sigues lamentando haber apostado? -Macro le dio un ligero codazo que lo sacó de su ensimismamiento.

– No, señor. Estaba pensando en ese britano. -¡Ah! Olvídalo. Lo que hizo fue una estupidez y eso es todo. Tal vez le tendría más respeto si hubiera usado su espada contra nosotros para intentar escapar. Pero, ¿suicidarse? ¡Qué desperdicio!

– Si usted lo dice, señor. Habían llegado a la tienda que hacía de hospital y agitaron la mano para apartar los insectos que se amontonaban en las lámparas de aceite junto a los faldones de la tienda antes de agacharse para entrar. Un ordenanza estaba sentado ante un escritorio situado a un lado. Los condujo a la parte trasera de la tienda, donde se alojaban los oficiales heridos. Cada centurión tenía asignada una pequeña zona personal con una cama de campaña, una mesilla y un orinal. El ordenanza corrió una cortina y les hizo señas para que entraran. Macro y Cato se metieron dentro, uno a cada lado de la estrecha cama sobre la cual una mortaja de lino cubría el cuerpo del centurión jefe.

Se quedaron ahí de pie en silencio un momento antes de que el ordenanza se dirigiera a Cato.

– Los artículos que quería que tuvieras están debajo de la cama. Os dejaré un rato aquí solos.

– Gracias -respondió Cato en voz baja. La cortina cayó de nuevo sobre el hueco de entrada y el ordenanza regresó a su escritorio. Reinaba el silencio, sólo se oía algún débil quejido proveniente de otra parte de la tienda y el sonido más distante del campamento situado más allá.

– Bueno, ¿vas a mirar o prefieres que lo haga yo? -preguntó Macro con un murmullo.

– ¿Cómo dice? Macro señaló con el pulgar al centurión jefe.

– Una última mirada al rostro del viejo antes de que se convierta en humo. Se lo debo.

Cato tragó saliva, nervioso. -Adelante. Macro alargó la mano y retiró con cuidado la mortaja de lino, destapando a Bestia hasta llegar a su pecho desnudo repleto de un pelo gris. Ninguno de los dos había visto nunca a Bestia sin uniforme, y la masa de rizadísimo vello corporal fue una sorpresa. Alguna alma caritativa ya le había tapado los ojos al centurión jefe con unas monedas para pagar a Caronte el pasaje de la travesía de la laguna Estigia hacia el Averno. Le habían limpiado la herida que finalmente lo mató, pero, aun así, los dientes destrozados y los huesos y tendones de los músculos, visibles allí donde a Bestia le habían cortado la carne de un lado de la cara, no eran muy agradables de ver.

Macro dio un silbido. -Es asombroso que pudiera decirle nada al legado en este estado.

Cato asintió con la cabeza. -De todos modos, el cabrón consiguió llegar a la cima, que es más de lo que la mayoría de nosotros alcanzamos. Veamos qué ha dejado para ti. ¿Te parece que lo mire?

– Si quiere, señor. -Está bien. -Macro se arrodilló y hurgó debajo de la cama--. ¡Ah! Aquí está.

Al levantarse sostenía una espada envainada y una pequeña ánfora. Le entregó la espada a Cato. Entonces, destapó el ánfora y olisqueó su contenido con cautela. Sonrió de oreja a oreja. _¡Vino de Cécubo! -exclamó Macro con una cantinela-. Muchacho, fuera lo que fuera lo que hiciste para impresionar a Bestia, debe de haber sido algo endemoniadamente milagroso. ¿Te importa si…?

– Sírvase, señor -contestó Cato. Examinó la espada. La vaina era de color negro y tenía incrustaciones de plata en forma de sorprendentes dibujos geométricos. La funda presentaba alguna que otra abolladura o muesca causadas por el abundante uso. Así pues era un arma de soldado, no un artefacto ornamental cualquiera reservado para las ceremonias.

El centurión Macro se pasó la lengua por los labios, alzó el ánfora y realizó su brindis.

– Por el centurión jefe Lucio Batacio Bestia, un cabrón de cuidado, pero justo. Un buen soldado que hizo honor a sus compañeros, a su legión, a su familia, a su tribu y a Roma. -Macro bebió un buen trago del añejo vino de Cécubo, su nuez trabajando frenéticamente, antes de bajar el ánfora y relamerse-. Absolutamente maravilloso. Prueba un poco.

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