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A pesar de las protestas de Flavia, todavía no podía librarse de la sospecha de que ella estaba relacionada con los Libertadores. Se habían dado demasiadas coincidencias y oportunidades para la conspiración en los últimos meses para que él se limitara a desestimarlas basándose en la palabra de su esposa. Y eso hacía que se sintiera peor aún por todo el asunto. Habían intercambiado un voto privado de fidelidad en todas las cosas cuando se habían casado, y su palabra debía bastarle. La confianza era la raíz de cualquier relación y debía crecer con fuerza para que la relación se desarrollara y madurara. Pero sus dudas roían aquella raíz y, mientras la iban carcomiendo insidiosamente, se abrían paso a través de los lazos entre marido y mujer. No tardó mucho en comprender que debía enfrentarse a ella y hablarle sobre la amenaza al emperador que había llegado a oídos de Adminio. Por lo tanto, aquel asunto no dejaría de ser, una y otra vez, un asunto que se interpondría entre él y Flavia, hasta que hubiera logrado apartar de sí el más mínimo ápice de duda e incertidumbre… o hasta que descubriera las pruebas de su culpabilidad.

– Debo regresar a mi legión -anunció Vespasiano-. Cuídate.

– Que los dioses nos protejan, hermano. -Preferiría que no tuviésemos que contar con ellos -dijo Vespasiano, y le dedicó una sonrisa-. Ahora estamos en manos de mortales, Sabino. El destino no es más que un espectador.

Clavó los talones en su montura y la puso al trote, y pasó junto a las apiñadas líneas de legionarios que iban chapoteando hacia Camuloduno. En algún lugar por delante de ellos Carataco estaría esperando con un nuevo ejército que habría reunido durante el mes y medio de gracia que Claudio le había dado. En aquella ocasión el jefe de los guerreros Británicos iba a combatir frente a su capital tribal y los dos ejércitos se enzarzarían en la más amarga y terrible batalla de campaña.

CAPÍTULO XLVI

La tormenta continuó durante el resto del día. Los caminos y senderos por los que el ejército avanzaba pronto se convirtieron en grasientas ciénagas que succionaban las botas de los legionarios mientras éstos seguían adelante a duras penas bajo sus extenuantes cargas. Detrás, el convoy de bagaje no tardó en quedar empantanado y lo dejaron atrás bajo la vigilancia de una cohorte auxiliar. Al llegar la tarde el ejército tan sólo había cubierto unos dieciséis kilómetros y todavía se estaban cavando los parapetos defensivos cuando la exhausta retaguardia llegó penosamente a las líneas de tiendas.

Poco antes de que el sol se pusiera la tormenta amainó y, a través de un hueco entre las nubes, un brillante haz de luz naranja iluminó al empapado ejército, que se reflejaba en su equipo mojado y refulgía sobre el barro revuelto y los charcos. La cálida tensión de la atmósfera tormentosa había desaparecido y ahora el ambiente era fresco y limpio. Los legionarios montaron rápidamente las tiendas y se quitaron toda la ropa empapada. Las capas y las túnicas se arrojaron sobre los caballetes de las tiendas de cada sección y los hombres empezaron a preparar su cena, quejándose por la falta de leña seca. Los soldados se comieron las raciones de galleta y tiras de carne de ternera seca que llevaban en sus mochilas, maldiciendo al tiempo que arrancaban nervudos pedazos de carne y los picaban una y otra vez antes de podérselos tragar.

El sol se puso con un último despliegue relumbrante de luz a lo largo del horizonte y entonces las nubes volvieron a aproximarse, más densas y sombrías, llevadas a gran velocidad por la brisa que se había presentado de nuevo y que se intensificaba gradualmente. Mientras la noche avanzaba, el viento emitía unos agudos silbidos al pasar a través de las cuerdas tensoras y la lona de las tiendas retumbaba y se agitaba con las ráfagas más fuertes. En el interior de las tiendas, los legionarios tiritaban bien envueltos en las capas mojadas mientras intentaban calentar sus cuerpos lo suficiente como para poder dormir.

Bajo el clima de resentida depresión que se cernía sobre las tiendas de la sexta centuria, Cato estaba más abatido que la mayoría. Las costillas le seguían doliendo de forma punzante a causa de las patadas que había recibido del centurión de la guardia pretoriana cuando éste lo sorprendió espiando en el campamento del séquito imperial. Tenía los ojos hinchados y morados por las contusiones. Podía haber sido mucho peor, porque el castigo inmediato que se podía imponer sin que luego se hicieran preguntas tenía un límite. En aquellos momentos, una noche después, no tenía sueño. Estaba sentado encorvado y miraba al vacío a través de la rendija abierta entre los faldones de la tienda. Sus pensamientos no estaban ocupados por el nervioso temor anterior a la batalla que se preparaba. Ni siquiera consideraba perspectivas finales de gloriosa victoria o innoble derrota, sólo la muerte. Lo consumían amargos pensamientos celosos y el miedo de que Lavinia, en cuyos brazos había estado hacía sólo unos días, en aquel mismo momento pudiera estar acostada con Vitelio.

Al final, el amargo veneno de su desesperación fue demasiado para él. Lo único que quería era olvidarlo, dejar de soportar aquel incesante sufrimiento. Su mano buscó a tientas el cinturón de la daga, sus dedos se cerraron sobre el pulido mango de madera y se tensaron cuando se dispuso a desenfundar la hoja.

Entonces aflojó la mano e inspiró profundamente. Eso era absurdo. Debía obligarse a pensar en otra cosa, algo que apartara su pensamiento de Lavinia.

Contra su pecho todavía tenía el vendaje limpio de sangre que Niso llevaba en la rodilla. Cato lo apretó con la mano y se forzó a pensar en las extrañas marcas que había en la cara interior de las vendas. Debían de tener algún significado, razonó. Aunque sólo fuera por las sospechosas circunstancias bajo las cuales se había obtenido aquel vendaje. Y si las marcas eran alguna clase de mensaje cifrado, ¿de quién provenía y a quién había tratado de entregárselo Niso?

Como respuesta a la última pregunta Cato ya sospechaba del tribuno Vitelio. Y puesto que las únicas personas que había al otro lado de las líneas romanas eran los nativos, de ello se deducía que el mensaje era suyo. Eso apestaba a traición, pero Cato no se atrevía a tomar medidas contra el tribuno sin disponer de pruebas irrefutables. Hasta el momento, todo lo que tenía era su propia mala opinión de Vitelio y unas extrañas líneas negras en una venda, nada que fuera suficiente para basar en ello una causa. Era demasiado desconcertante y, mientras Cato trataba de pensar en cómo iba a afrontar el problema, su cansada mente abrazó la sutil llegada del sueño. Los pesados párpados cayeron y se cerraron lentamente, y al cabo de poco Cato ya roncaba junto con el resto de los veteranos de la centuria.

A la mañana siguiente los legionarios empezaron su actividad con un rumor que se extendió por el campamento como fuego entre los arbustos: se había avistado al ejército enemigo. A un día de marcha hacia el este, una patrulla de reconocimiento de la caballería auxiliar se había topado con una serie de fortificaciones defensivas y baluartes. Las tropas auxiliares habían sido recibidas con una lluvia de flechas y lanzas que les obligó a retroceder lo más rápidamente que pudieron y a dejar a varios de sus soldados heridos o muertos tras las líneas britanas. En cuanto los auxiliares informaron al emperador, la noticia sobre su encuentro se extendió por el ejército. La perspectiva de una batalla enardeció a los legionarios y se sintieron aliviados de que el enemigo hubiese decidido entablar un combate como los de siempre en lugar de una prolongada guerra de guerrillas que podía alargarse antes que enfrentarlos.

Los soldados se olvidaron de las incomodidades del día anterior y mientras se vestían y armaban apresuradamente, tragaron el desayuno frío bajo un cielo plomizo por el que avanzaban raudas unas nubes oscuras empujadas por la fuerte brisa. Macro levantó la mirada con preocupación.

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