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– Me pregunto si va a llover.

– Tiene todo el aspecto de que sí va a hacerlo, señor. Pero si Claudio se mueve con rapidez, tal vez podamos evitar la lluvia y llegar hasta los britanos antes de que caiga la noche.

– Y si no lo hacemos, será otro día de marcha con la ropa mojada -se quejó Macro-. Ropa mojada, un barro de mierda y comida fría. Bueno, ¿quién dice que esos malditos nativos no saldrán corriendo?

Cato se encogió de hombros. -Será mejor que hagas formar filas a los muchachos, porque De un modo u otro va a ser un día muy largo.

Los temores del centurión en cuanto al tiempo resultaron ser infundados. A medida que transcurría la mañana las nubes se fueron despejando, el viento amainó completamente y al mediodía el sol ya caía de lleno sobre el ejército. Una fina nube de vapor se levantaba de la ropa que se secaba y se cernía sobre los legionarios, que avanzaban penosamente tras la embarrada estela de la vanguardia pretoriana.

A media tarde la segunda legión rodeó un pequeño cerro y se vio ante las líneas enemigas. Delante de ellos, a unos tres kilómetros de distancia, se extendía una baja cadena de colinas plagada de defensas. Frente a ella había un extenso sistema de rampas y zanjas diseñado para desviar un asalto directo y exponer a los atacantes al fuego de los proyectiles durante el mayor tiempo posible antes de que pudieran llegar hasta los defensores. A la derecha de la línea enemiga las colinas descendían hacia una vasta extensión de tierras pantanosas cruzada por un ancho río que torcía por detrás de la colina describiendo una prolongada curva grisácea. A la izquierda de la línea enemiga la cadena de colinas desaparecía en un denso bosque que cubría el ondulado terreno hasta allí donde a Cato le alcanzaba la vista. La posición estaba bien escogida; cualquier atacante se vería obligado a realizar un asalto frontal ladera arriba entre el bosque y el pantano'.

La decimocuarta legión había llegado por delante de la segunda y ya tenían muy adelantados los preparativos de las fortificaciones para que el ejército pasara la noche. Al pie de la loma había toda una cortina de auxiliares y más adelante unos cuantos grupos pequeños de exploradores de caballería realizaban una minuciosa inspección de las defensas enemigas. Un oficial del Estado Mayor le indicó el camino a la centuria de Macro hasta la hilera de estacas que delimitaban su línea de acampada y el centurión bramó la orden de desprenderse de las mochilas. No se reprimió el entusiasmo de los soldados mientras montaban las tiendas a toda prisa y luego se sentaban en la pendiente para mirar por encima de la poco profunda hondonada hacia las fortificaciones enemigas de enfrente. El sol centelleaba en los cascos y las armas de los Britanos que se apiñaban tras sus defensas. La tensión en la tranquila atmósfera se vio agudizada por el aumento de la humedad mientras que, de nuevo, las nubes se iban haciendo cada vez más densas por el sur, a lo largo del horizonte. Pero en aquella ocasión no había ni un soplo de viento, y la miríada de soldados de un ejército que se disponía a acostarse para pasar noche flotaba de forma extraña en el aire en calma.

Al anochecer se encendieron las hogueras y, en la creciente penumbra, unas alfombras gemelas de destellos anaranjados se extendían una frente a otra por el valle poco profundo y el humo de las llamas emborronaba el aire por encima de cada uno de los ejércitos. Vespasiano había dado la orden de que a sus hombres se les diera una ración extra de carne para que se llenaran el estómago antes de la batalla que se preparaba y los legionarios se acomodaron agradecidos para comer el estofado de ternera salada y cebada mientras caía la noche. Cato estaba limpiando los restos de su estofado con una galleta cuando percibió un extraño sonido que el aire transportaba débilmente. Era un canturreo que iba aumentando de volumen y terminaba en un rugido acompañado por un apagado traqueteo. Se volvió hacia Macro, que se había terminado su plato con una voraz eficiencia y estaba tumbado boca arriba sacándose trozos de carne de entre los dientes con una ramita.

– ¿Qué pasa allí, señor? -Bueno, a mi me parece que tratan de crear un poco de fiebre de batalla.

– ¿Fiebre de batalla? -Claro. Saben que tienen las de perder. Hasta el momento les hemos dado una buena paliza en cada combate. No tendrán la moral muy alta, así que Carataco hará todo lo que pueda para hacer que peleen duro.

Un nuevo rugido surgió del campamento enemigo, y a continuación hubo otro rítmico traqueteo.

– ¿Qué es ese ruido, señor? -¿Eso? Es el mismo truco que utilizamos nosotros. Una espada dando golpes contra un escudo. Haces que todo el mundo golpee al mismo ritmo y eso es lo que suena. Se supone que así el enemigo se caga de miedo. Al menos esa es la idea. Personalmente, a mí lo único que me da es dolor de cabeza.

Cato se terminó el estofado y dejó el plato de campaña en el suelo junto a él. El contraste entre los dos campamentos lo inquietaba. Mientras que el enemigo parecía estar realizando una especie de salvaje celebración, las legiones se estaban acomodando para pasar la noche, como si el día siguiente sólo fuera un día más.

– ¿No deberíamos hacer algo con ese grupo? -¿Como qué? -No sé. Algo que les aguara la fiesta. Algo para desconcertarlos.

– ¿Para qué molestarse? -dijo Macro con un bostezo-. Deja que se diviertan. No supondrá ninguna diferencia cuando nuestros muchachos los ataquen mañana. Simplemente estarán más cansados que nosotros.

– Supongo que sí. -Cato se chupó las últimas gotas de estofado que tenía en los dedos. Arrancó un poco de hierba y limpió su plato de campaña-. ¿Señor?

– ¿Qué quieres? -replicó Macro con voz soñolienta. -¿Cree que el convoy de bagaje podrá alcanzarnos hoy? -No veo por qué no. Hoy no ha llovido. ¿Por qué lo preguntas?

– Esto… sólo pensaba si mañana tendríamos el apoyo de los proyectiles.

– Si Claudio es sensato, tendremos todo el apoyo que podamos conseguir contra esas fortificaciones.

Cato se puso de pie. -¿Vas a alguna parte? -A las letrinas. Y tal vez dé un paseo rápido antes de volver, señor.

– ¿Un paseo rápido? -Macro volvió la cabeza a un lado y susurró a Cato-. ¿No has tenido suficiente con las caminatas de los últimos días?

– Sólo necesito despejarme la cabeza, señor. -De acuerdo entonces. Pero te hace falta una buena noche de descanso de cara a mañana.

– Sí, señor. Cato se fue paseando hacia el centro del campamento. Si el convoy de bagaje hubiera alcanzado ya al ejército, tal vez pudiera ver a Lavinia. En esa ocasión no habría cerca que lo detuviera. Unos cuantos guardias, quizá, pero podía confundirlos fácilmente en la oscuridad. Y entonces podría estrechar de nuevo en sus brazos a Lavinia y oler el aroma de su cabello. Esa posibilidad lo llenaba de ansiosa expectativa y aceleró el paso al subir por la vía Pretoria en dirección a las tiendas del legado. El brío con el que caminaba lo hizo avanzar con tal ímpetu que casi tiró al suelo a una figura que salió de pronto por debajo del faldón de una tienda y se puso directamente en su camino. Así que chocaron, y Cato se dio un fuerte golpe en la barbilla contra la cabeza de la otra persona.

– ¡Ay! ¡Maldito estúpido… Lavinia! Al tiempo que se frotaba la cabeza, Lavinia lo miró con ojos de par en par.

– ¡Cato! -Pero… qué… -farfulló mientras la sorpresa superaba SU locuacidad-,. ¿Qué estás haciendo aquí? ¿Cómo has llegado? -añadió al recordar los caminos embarrados que habían hecho que los carros de bagaje encallaran.

– Con el convoy de los proyectiles. En cuanto pudieron avanzar, mi señora Flavia dejó su carro para seguir adelante con el resto y los soldados de una catapulta nos llevaron. ¿Qué te ha pasado en la cara?

– Alguien tropezó conmigo, unas cuantas veces. Pero ahora no importa. -Cato quería estrecharla en sus brazos, pero la expresión distante y extraña que había en su mirada lo disuadió-. ¿Lavinia? ¿Qué ocurre?

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