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No pasó mucho tiempo antes de que Macro estuviera mordisqueando con satisfacción un tierno pedazo de carne de vacuno, asado vuelta y vuelta sobre las brasas de una hoguera. Cato estaba sentado enfrente. Se limpió cuidadosamente los jugos de la carne que rodeaban sus labios y volvió a meterse el trapo en el cinturón.

– Los reemplazos que nos van a dar mañana, señor.

– ¿Qué pasa con ellos?

– ¿Cómo lo haremos? -Según la vieja costumbre del ejército. -Macro tragó un bocado antes de continuar-. Nosotros escogemos primero. Los mejores nos los quedaremos para nuestra centuria. Cuando tengamos de nuevo todos los efectivos, los mejores de entre los que queden irán a las otras centurias de la cohorte, luego a las otras cohortes y los que queden se los daremos a las demás legiones.

– Eso no es muy justo, señor. -No, no lo es -asintió Macro-. No es justo en absoluto, pero ahora mismo es condenadamente estupendo. Ya va siendo hora de que nuestra centuria tenga un respiro, y aquí está. Así que vamos a alegrarnos y a sacar el mejor provecho del asunto, ¿de acuerdo? _Sí, señor.

La idea de compensar las bajas sufridas por su tristemente mermada centuria era de lo más gratificante, y Macro apuró de un trago su abollada taza, la llenó de nuevo y la volvió a vaciar rápidamente. Entonces se detuvo para soltar un eructo desgarrador que hizo volver la cabeza a los que estaban cerca y se tumbó de espaldas en el suelo con los brazos cruzados bajo la cabeza. Sonrió, bostezó y cerró los ojos.

Al cabo de unos momentos, unos ronquidos familiares retumbaban entre las sombras al otro lado del resplandor de la hoguera y Cato maldijo su suerte por no haber podido dormirse primero. Los demás miembros de la centuria también habían comido hasta saciarse y habían bebido más vino del que les convenía puesto que aquella noche, al menos, no tenían servicio de guardia. Casi todos estaban dormidos y durante un rato Cato se quedó sentado con los brazos en torno a las rodillas, cerca del fuego. En el vacilante centro de la hoguera, el anaranjado resplandor se ondulaba y fluía de un modo hipnótico y se encontró con que su mente, embotada por el vino, se dejaba llevar por un ensueño elíseo. Una visión de Lavinia se interpuso sin esfuerzo delante de las llamas y se permitió contemplar la belleza de aquella imagen antes de apoyar la cabeza en su capa doblada y abandonarse al sueño.

CAPÍTULO XXXV

– ¿Nombre? -le espetó Macro al legionario que estaba frente al escritorio.

– Cayo Valerio Máximo, señor. -¿Tribu? -Velina.

– ¿Cuánto tiempo has servido con las águilas? -Ocho años, señor. Siete con la vigésima tercera Marcia antes de que fuera disuelta, y luego me mandaron a la octava.

– Ya veo. -Macro asintió con un grave movimiento de la cabeza. La vigésima tercera había estado muy implicada en el motín de Escriboniano y había pagado el precio máximo por su tardía lealtad hacia el nuevo emperador. Fuera como fuera, el hombre que estaba ante él era un veterano y parecía bastante fuerte. Y lo que era aún más revelador, su equipo estaba en perfectas condiciones: correas y hebillas brillaban al sol y estaba equipado con una de esas nuevas armaduras laminadas que estaban teniendo mucho éxito en el ejército.

– Veamos tu espada, Máximo -gruñó Macro. El legionario se llevó la mano al costado y con rapidez sacó la espada de su vaina, le dio la vuelta y presentó la empuñadura al centurión. Macro cerró el puño sobre el mango de una manera respetuosa y alzó la hoja para inspeccionarla de cerca. El cuidado puesto en mantenimiento era evidente de inmediato y un ligero roce en el filo reveló un agradable afilado.

– ¡Bien! Muy bien -Macro le devolvió el arma-. Al final del día sabrás la unidad a la que te han asignado. ¡Puedes retirarte.

El legionario saludó, se dio la vuelta y se alejó, con demasiada rigidez para el gusto de Macro.

– ¿Lo anoto para la segunda, señor? -preguntó Cato, que estaba sentado junto a Macro con cuatro pergaminos desenrollados ante él. Mojó la pluma con tinta y la sostuvo preparada sobre el pergamino de la segunda.

Macro sacudió la cabeza en señal de negación. -No, no podemos quedarnos con él. Mírale la pierna izquierda.

Cato vio una vívida línea blanca que le iba del muslo a la pantorrilla y se dio cuenta de que la tirantez del tejido de cicatrización hacía que el hombre arrastrara ligeramente la pierna.

– Sería un lastre para sí mismo y, lo que es más importante, para nosotros en una marcha forzada. Anótalo para la vigésima. Sólo está en condiciones de realizar servicios de reserva.

Macro levantó la vista hacia la fila de legionarios que estaban a la espera de asignación.

– ¡El siguiente! A medida que iba pasando el día, la larga hilera de reemplazos se fue reduciendo lentamente al tiempo que las listas de nombres en los pergaminos de Cato se hicieron más largas. El proceso no se terminó hasta última hora de la tarde cuando, bajo la luz de la lámpara, Cato cotejó sus listas con el recuento que había mandado el cuartel general de la octava legión para asegurarse de que no se hubiera omitido ningún nombre. Dicho sea en su honor, Macro había compensado las cifras de manera que cada legión obtenía unos reemplazos proporcionales a sus bajas. Pero los mejores soldados se destinaron a la segunda legión.

A la mañana siguiente Cato se levantó al clarear el día e hizo que cuatro hombres de su centuria reunieran a los reemplazos de cada legión y los alojaran en las unidades que les habían sido asignadas para que así se acostumbraran a su nuevo destino lo antes posible. Macro se entretuvo yendo al cuartel general para ver qué pasaba con los equipos de los reemplazos. De algún modo las solicitudes se habían traspapelado y un administrativo había ido a buscarlas, dejando al centurión sentado en uno de los bancos alineados en la entrada del cuartel general. Mientras esperaba, Macro empezó a sentirse como un cliente rastrero que esperara a su patrocinador en Roma y se revolvió enojado en el banco hasta que al final no pudo aguantar más. Al irrumpir en la tienda se encontró con que el administrativo estaba de vuelta en su escritorio y tenía las solicitudes a un lado.

– ¿Las has encontrado entonces? Bien. Ahora vendré contigo mientras arreglamos las cosas.

– Estoy ocupado. Tendrás que esperar. -No. No voy a esperar. Levántate, muchachito. -No puedes darme órdenes -respondió el administrativo con aire altanero-. Yo no pertenezco al ejército. Formo parte del servicio imperial.

– ¿Ah, sí? Debe de ser un buen chorro. Ahora vamos, antes de que retrases más la campaña.

– ¿Cómo te atreves? Si estuviéramos en Roma te denunciaría al prefecto de la guardia pretoriana.

– Pero no estamos en Roma -gruñó Macro al tiempo que se inclinaba sobre el escritorio-. ¿O sí?

El administrativo vislumbró una amenaza de violencia inmediata en la ceñuda expresión del centurión.

– De acuerdo entonces, «señor» -dijo, dándose por vencido-. Pero que sea rápido.

– Tan rápido como quieras. No me pagan por horas. Con Macro a la zaga, el administrativo corrió de un lado a otro del depósito y autorizó la provisión de todas las armas y el equipo solicitados, así como unos carros para transportarlo todo durante la marcha de vuelta al Támesis.

– No puedo creer que no tengas ningún barco de transporte disponible. -lo provocó Macro.

– Me temo que no, señor. Todos los barcos disponibles se han enviado a Gesoriaco para el emperador y sus refuerzos.

Por eso nos han mandado a nosotros delante. Para echar una mano con el papeleo.

– Me preguntaba qué hacíais todos vosotros en el cuartel general.

– Cuando hace falta organizar algo como es debido, -el administrativo sacó pecho-, hay que llamar a los expertos.

– ¡No me digas! -dijo Macro con desdén-. ¡Qué tranquilizador!

Tras la comida de mediodía Macro reunió a los nuevos reclutas de su centuria y los hizo formar frente a su tienda.

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