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Eran todos buenos soldados: aptos, experimentados y con unas hojas de servicio ejemplares. Cuando condujera de nuevo a la sexta centuria contra los britanos, se abriría camino por el centro de las filas enemigas. Satisfecho con su selección, se volvió hacia Cato con una sonrisa.

– Muy bien, optio. Será mejor que presentes a éstos a la segunda legión.

– ¿Yo? -Sí, tú. Es una buena práctica de mando. -¡Pero, señor!

– Que sea algo inspirador. -Le dio un suave golpe con el codo-. Adelante. -Retrocedió y entró en su tienda donde, sentado en un taburete, empezó a afilar la hoja de su daga tranquilamente.

Cato se quedó solo frente a dos filas de hombres con el aspecto más duro que había visto nunca. Se aclaró la garganta con nerviosismo, puso la espalda rígida y se irguió cuanto pudo, con las manos entrelazadas detrás mientras su mente se apresuraba a buscar las palabras adecuadas.

– Bueno, me gustaría daros la bienvenida a la segunda legión. Hasta ahora hemos tenido bastante éxito en la campaña y estoy seguro de que pronto estaréis tan orgullosos de vuestra nueva legión como lo estabais de la octava. -Recorrió con la mirada las filas de rostros inexpresivos y la confianza en sí mismo mermó.

– Cre-creo que os vais a encontrar con que los muchachos de la segunda os reciben bastante bien; de alguna manera, somos como una gran familia. -Cato apretó los dientes, consciente de que se estaba revolcando en el fango de los tópicos-. Si tenéis algún problema del que queráis hablar con alguien, la puerta de mi tienda está siempre abierta.

Alguien dio un resoplido burlón. -Me llamo Cato y no dudo que muy pronto me aprenderé vuestros nombres en nuestro camino de vuelta a la legión… Esto… ¿Alguien quiere hacer alguna pregunta en este momento?

– ¡Optio! -Un hombre de un extremo de la fila levantó la mano. Tenía unas facciones sorprendentemente duras y, Por suerte, Cato logró acordarse de su nombre.

– Cicerón, ¿no es cierto? ¿Qué puedo hacer por ti? -Sólo me preguntaba si el centurión nos está tomando el pelo. ¿De verdad eres nuestro optio?

– Sí. ¡Claro que lo soy! -Cato se sonrojó.

– ¿Cuánto tiempo hace que estás en el ejército, optio? Una serie de risitas recorrieron ligeramente la línea de soldados.

– El suficiente. Y ahora, ¿algo más? ¿No? Bien, se pasa lista al despuntar el día en orden de marcha completo. ¡Podéis retiraros!

Mientras los reemplazos se alejaban con toda tranquilidad, Cato apretó los puños por detrás de la espalda, enojado, avergonzado de su actuación. Por detrás de él, en el interior de la tienda, se oía el regular sonido áspero de la hoja de Macro sobre la piedra de afilar. No podía hacer frente a las inevitables burlas de su centurión. Por fin el ruido cesó.

– Cato, hijo. -¿Señor? -Puede que seas uno de los muchachos más inteligentes y valientes con los que he servido.

Cato se ruborizó.

– Bueno… gracias, señor. -Pero ése fue el peor discurso de bienvenida que he presenciado en toda mi vida. He oído alocuciones más inspiradoras en las juergas de jubilación de los administrativos de contaduría. Creía que tú lo sabías todo sobre este tipo de cosas.

– YO he leído sobre este tipo de cosas, señor. -Entiendo. Entonces será mejor que complementes tu teoría con un poco más de práctica. -Eso le sonó muy bien a Macro y sonrió ante la afortunada expresión. Se sentía más que satisfecho de que su subordinado no hubiera podido hacerlo bien a pesar de su privilegiada educación palatina. Tal como ocurría a menudo, la evidencia de un punto débil en el carácter de otro hombre le producía un cálido y afectuoso sentimiento, y le sonrió a su optio.

– No importa, muchacho. Ya has demostrado muchas veces lo que vales.

Mientras Cato se esforzaba por encontrar una respuesta satisfactoria, percibió que una oleada de entusiasmo se extendía por el depósito. En el lado que daba al embarcadero, los hombres subían apresuradamente por el terraplén interior hacia la empalizada, donde se apiñaban a lo largo de la ruta de los centinelas.

– ¡Pero bueno! ¿Qué está pasando? -Macro salió de la tienda y se quedó al lado de su optio.

– Debe de ser algo que llega del mar -sugirió Cato. Mientras miraban, se amontonaron más hombres en la empalizada al tiempo que otros surgían de entre las tiendas para unirse a ellos. Entonces se oyeron unos gritos, apenas audibles por encima del creciente barullo del excitado parloteo. ~¡El emperador! ¡El emperador! ~¡Vamos! -dijo Macro, y se dirigió a paso rápido hacia el otro extremo del depósito con Cato pisándole los talones. Pronto se mezclaron con la demás gente que se apresuraba hacia el canal. Tras muchos empujones y jadeos, consiguieron abrirse camino con dificultad hasta el camino de la guardia y avanzaron como pudieron hacia la empalizada.

– ¡Abrid paso ahí! -bramó Macro-. ¡Abrid paso! ¡Que pasa un centurión!

Los soldados respetaron el rango a regañadientes y momentos después Macro se encontraba apretujado contra las estacas de madera, con Cato a su lado, ambos mirando fijamente hacia el canal, observando el espectáculo que serenamente se iba acercando desde el mar. A unos cuantos kilómetros de distancia, bañada de lleno por el resplandor del sol de la tarde, la escuadra imperial avanzaba hacia ellos. El buque Insignia del emperador iba flanqueado por cuatro trirremes que a su lado empequeñecían de forma considerable. Era una 'norme embarcación de gran eslora y ancha manga con dos mástiles altísimos que se alzaban entre la proa y la popa, ambas almenadas de manera elaborada. Dos enormes velas de color púrpura colgaban de sus palos, extendidas y bien sujetas en su sitio de manera que las águilas doradas que llevaban estampadas causaran la mejor impresión. Cato había visto ese barco en otra ocasión, en Ostia, y se había maravillado ante sus enormes dimensiones. Unos inmensos remos se alzaban por encima del agua, se movían hacia adelante a un reluciente unísono y volvían a sumergirse suavemente en el mar. Por detrás del buque insignia, toda una hilera de barcos de guerra entró en el canal, seguida de unos barcos de transporte y luego de la escolta de retaguardia de la armada, y para entonces el buque insignia ya se acercaba a la costa con toda la majestuosa elegancia de que fue capaz su altamente cualificada tripulación. El buque insignia tenía tal calado que, de haber intentado dirigirse hacia el pantalán, hubiese encallado. En cambio, la embarcación viró hasta situarse a unos cuatrocientos metros de la costa y se echaron las anclas a proa y popa. Los trirremes siguieron adelante rápidamente con rumbo al embarcadero con sus cubiertas atestadas de los uniformes blancos de la guardia pretoriana. Cuando los barcos de guerra echaron las amarras, los pretorianos desembarcaron en fila y formaron a lo largo de la pendiente en el exterior del depósito.

– ¿Ves al emperador? -preguntó Macro-. Tus ojos son más jóvenes que los míos.

Cato escrutó la cubierta del buque insignia, recorriendo con la mirada el remolino de tropas del séquito del emperador. Pero no había ninguna señal de clara deferencia y Cato movió la cabeza en señal de negación.

Los legionarios esperaban, nerviosos, un indicio de Claudio. Alguien inició una cantinela que se impuso con rapidez con el grito de: «¡ Queremos al emperador! ¡Queremos a Claudio!». Sonaba a lo largo de la empalizada y se propagaba por el canal hacia el buque insignia. A pesar de algunas falsas alarmas, seguía sin haber ni rastro del emperador y poco a poco el clima cambió de la expectación a la frustración y luego a la apatía mientras las cohortes pretorianas marchaban hacia el lado del depósito más alejado del matadero de campaña y empezaban a acampar para pasar la noche.

– ¿Por qué no desembarca el emperador? -preguntó Macro.

De su niñez en el palacio imperial Cato recordaba los largos protocolos de los que iban acompañados los desplazamientos oficiales del emperador y no le costó mucho imaginarse la razón de aquel retraso.

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