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Cato hizo un movimiento con la cabeza, avergonzado, y trató de desviar la conversación hacia un terreno más seguro.

– Pero no cabe duda de que las guerras de Roma se justifican en términos de lo que viene después. Piensa en cómo ha cambiado la Galia al ser parte del Imperio. Allí donde sólo había laxas confederaciones de tribus enfrentadas ahora tenemos orden. Eso tiene que servir a los intereses de los galos tanto como a los nuestros. Extender los límites de la civilización es el destino de Roma.

Niso sacudió la cabeza tristemente.

– Eso tal vez es lo que a la mayoría de romanos les gustaría pensar. Pero podría ser que otras naciones tuvieran el suficiente desparpajo como para creer que ya estaban civilizadas, aunque con un criterio de civilización distinto.

– Niso, muchacho. -Macro adoptó su tono de persona de mucho mundo-. En mis tiempos vi muchas de esas otras supuestas civilizaciones y, créeme, no tienen nada que enseñarnos. No nos superan en nada. Roma es la mejor, de raíz, y cuanto antes lo reconozcan las demás, como has hecho tú, mejor.

Niso se sobresaltó y el brillo de los rescoldos se reflejó por un instante en sus ojos muy abiertos antes de que bajara la mirada.

– Centurión, yo me uní al ejército para obtener los derechos que la ciudadanía romana te otorga. Lo hice por motivos pragmáticos, no idealistas. No comparto tu sentimiento sobre el destino de tu Imperio. Con el tiempo desaparecerá, al igual que han desaparecido todos los imperios, y todo lo que quedará serán unas estatuas rotas medio enterradas en los desiertos que simplemente suscitarán curiosidad a los viajeros que pasen por allí.

– ¿Caer Roma? -se burló Macro-. ¡No digas tonterías, por favor Roma es la más grande en todos los sentidos. Roma es, bueno… díselo tú, Cato. Tú tienes más facilidad de palabra que yo.

Cato le lanzó una mirada furiosa a su centurión, enojado por la incómoda situación a la que le había empujado. Por mucho que pudiera creer en la mayoría de las afirmaciones de Macro sobre Roma, era muy consciente de la deuda que el Imperio tenía con otras culturas y no quería ofender a su nuevo amigo cartaginés.

– Creo que lo que usted quiere decir, señor, es que en cierto modo el Imperio romano marca un hito en la historia, en el sentido de que nosotros representamos una amalgama de las mejores cualidades que pueden darse en el ser humano, junto con la bendición de los dioses más poderosos. Todas las guerras que hacemos tienen el propósito de proteger a aquellos que disfrutan de los beneficios del Imperio del peligro de los bárbaros que no pertenecen a él.

– ¡Así es! -exclamó Macro triunfalmente-. ¡Esos somos nosotros! ¡Bien dicho, muchacho! No lo hubiera podido expresar mejor. ¿Qué dices a eso, Niso?

– Digo que tu optio es joven. -Niso trataba con todas sus fuerzas de que no se notara la amargura en su voz-. Con el tiempo adquirirá sus propios conocimientos, no unos de segunda mano. Quizás aprenda algo de los pocos romanos que poseen verdadera sabiduría.

– ¿Y quiénes podrían ser ésos? -preguntó Macro-. Los malditos filósofos, sin duda.

– Podrían ser ellos. Pero también podrían estar entre los hombres que nos rodean. He hablado con algunos soldados romanos que comparten mi opinión.

– ¿Ah, sí? ¿Con quién? -Tu tribuno Vitelio, por ejemplo. Macro y Cato intercambiaron una mirada de asombro.

Niso se inclinó hacia adelante.

– Ahí tenéis a un hombre que considera a fondo las cosas.

Conoce los límites del Imperio. Sabe lo que la expansión del Imperio ha costado a su gente, tanto a los romanos como a los no romanos. Sabe… -Niso se detuvo al darse cuenta de que había hablado más de la cuenta--. Lo único que quiero decir es que él piensa detenidamente en esas cosas, nada más.

– ¡Oh, él piensa detenidamente las cosas, claro que sí! -replicó Macro con resentimiento-. Y te apuñala por la espalda si por casualidad te cruzas en su camino. ¡Ese cabrón!

– Señor -interrumpió Cato, ansioso por calmar la desagradable tensión entre ellos-, sea cual sea nuestra opinión sobre el tribuno, es mejor que nos la guardemos para nosotros por ahora.

Si Niso se había hecho amigo de Vitelio, entonces debían tener mucho cuidado de no decir nada que el tribuno pudiera utilizar contra ellos, en caso de que Niso repitiera su conversación. La traición con el arcón de la paga de César todavía les dolía, y el hecho de que a Vitelio no lo hubieran llamado para dar cuenta de ello lo convertía en un peligroso enemigo.

Macro refrenó su genio y se quedó sentado en silencio, mordisqueando una corteza de pan mientras fruncía el ceño ante el oscuro paisaje de interminables líneas de tiendas y fogatas.

Niso esperó un momento y luego se levantó y se sacudió las migas de la túnica.

– Ya nos veremos, Cato. -Sí. Y gracias por el pescado. El cartaginés hizo un gesto con la cabeza, se dio la vuelta y se alejó con brío.

– Yo en tu lugar -dijo Macro en voz baja- procuraría alejarme de él. El tipo frecuenta malas compañías. No deberíamos fiarnos de él.

Cato apartó la mirada de su centurión para dirigirla hacia la sombra de Niso que se alejaba rápidamente y luego volvió a mirar a Macro. Se sentía mal por la manera en que su superior había tratado al cirujano y avergonzado por haberse sentido obligado a secundar su simplista argumentación. ¿Pero qué otra alternativa tenía? Y, de todas formas, Niso estaba equivocado. Sobre todo en el juicio que se había formado sobre el tribuno Vitelio.

CAPÍTULO XXXI

En cuanto terminaron de levantar los parapetos, el general Plautio ordenó a los soldados que construyeran una serie de fuertes para proteger los accesos al campamento principal. Al mismo tiempo, los zapadores empezaron con el pontón. Clavaron unos pilares en el río y durante el día aseguraban los barcos en posición mientras que por la noche tendían la calzada. Al trabajar desde ambas orillas, los zapadores iban cubriendo el espacio a un ritmo constante y pronto los soldados y los suministros podrían atravesar libremente el Támesis. Niso los observaba desde un tocón de árbol por encima del río, con la mirada posada en el brillante reflejo de las antorchas sobre el agua oscura. Tenía el cejo fruncido mientras miraba hacia abajo, al río, y estaba tan inmerso en sus pensamientos que no se dio cuenta de que tenía visita hasta que el hombre se sentó en un tronco cercano.

– ¡Vaya, amigo cartaginés, si que tienes un aspecto sombrío! -Vitelio soltó una risita-. ¿Qué pasa?

Niso dejó a un lado sus oscuros pensamientos y forzó una sonrisa.

– Nada, señor. -Venga, vamos, puedo leer el cuerpo de una persona como si fuera un libro. ¿Qué te pasa?

– Tan sólo necesitaba estar solo un rato -respondió lacónicamente el cirujano.

– Ya veo -replicó Vitelio, y se levantó del tronco-. Entonces discúlpame, por favor. Pensé que podríamos hablar, pero ya me doy cuenta de que no quieres…

Niso movió la cabeza en señal de negación. -No hace falta que se vaya. Sólo estaba pensando, eso es todo.

– ¿Sobre qué? -Vitelio volvió a sentarse con suavidad-.

Fuera lo que fuera parece haberte alterado.

– Sí. -Niso no dijo nada más y se limitó a quedarse mirando de nuevo hacia el otro lado del río, dejando al tribuno sentado en silencio a su lado.

Vitelio era lo bastante astuto como para saber que el hombre al que quería manipular necesitaba confiar en él primero. Y lo que es más, debía parecer considerado y mostrar empatía hasta un punto que indicara compasión más que camaradería. Así que esperó pacientemente a que Niso hablara. Durante un rato el cirujano siguió mirando el río en silencio. Luego cambió de posición y volvió la cabeza hacia el tribuno, sin ser completamente capaz de cambiar la expresión de desesperanza de su rostro.

– Es extraño pero, por muchos años que haya servido a Roma, todavía me siento, y me hacen sentir, como un forastero. Puedo curar las heridas de los hombres, hablo con ellos en su lengua y comparto su sufrimiento en largas campañas. Sin embargo, cuando saco a relucir mi raza u orígenes es como si un agrio olor se interpusiera entre nosotros. Veo que casi retroceden físicamente. Por la manera en que muchos de ellos reaccionan, cualquiera diría que soy Aníbal en persona. En cuanto menciono Cartago parece que nada haya cambiado en los últimos trescientos años. ¿Pero qué he hecho yo para que actúen de esta manera?

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