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Niso se terminó el estofado, dejó el plato en el suelo y se tumbó de lado, mirando a Cato.

– Bueno, optio. Así que vienes de palacio. -Sí.

– ¿Es cierto que Claudio es tan cruel e incompetente como todos sus predecesores?

Macro soltó un resoplido. -¿Qué clase de pregunta es ésa para que la haga un buen romano?

– Una bastante razonable -replicó Niso-. Además, yo no soy romano de nacimiento. Resulta que soy africano, aunque con un poco de sangre griega también. De ahí mi ocupación y mi presencia aquí. El único lugar del que las legiones pueden conseguir experiencia médica decente es de Grecia y las provincias orientales.

– ¡Malditos extranjeros! -exclamó Macro con desdén-.

Los vences en la guerra y se aprovechan de nosotros en época de paz.

– Así ha sido siempre, centurión. Las compensaciones por haber sido conquistados.

Pese a la frivolidad de los comentarios, Cato intuyó un dejo de amargura detrás de las palabras del cirujano y tuvo curiosidad.

– ¿De dónde eres pues? -De una pequeña ciudad en la costa africana. Cartagonova. Supongo que nunca has oído hablar de ella.

– Creo que sí. ¿No es allí donde se encuentra la biblioteca de Arquelónides?

– ¡Vaya! Sí. -El rostro de Niso se iluminó de placer-. ¿La conozco.

– Sé algo sobre ella. Está construida sobre los cimientos de una ciudad cartaginesa, creo.

– Sí. --Niso asintió con la cabeza-. Así es. Sobre los cimientos. Todavía se ven las líneas de la antigua muralla de la ciudad y los trazos de algún conjunto de templos y astilleros. Pero eso es todo. La ciudad fue completamente arrasada al final de la segunda guerra patriótica.

– El ejército romano no hace las cosas a medias -dijo Macro con cierto orgullo.

– No, supongo que no.

– ¿Y estudiaste medicina allí? -preguntó Cato, tratando de desviar la discusión hacia un terreno más seguro.

– Sí. Durante unos años. Lo que se puede aprender en una pequeña ciudad comercial es limitado. Así que me fui al este, a Damasco, y trabajé para adquirir práctica ocupándome de la amplia variedad de dolencias que los ricos mercaderes y sus esposas imaginaban sufrir. Bastante lucrativo, pero aburrido. Me hice amigo de un centurión allí acuartelado. Cuando lo trasladaron a la segunda hace unos meses me fui con él.

No puedo decir que no haya sido emocionante, pero echo de menos el estilo de vida de Damasco.

– ¿Es tan bueno como dicen? -preguntó Macro con el entusiasmo propio de los que creen que el paraíso debe de existir en algún lugar en esta vida-. Es decir, las mujeres tienen bastante fama, ¿no es cierto?

– ¿Las mujeres? -Niso arqueó las cejas-. ¿Es lo único en lo que pensáis los soldados? En Damasco hay cosas más importantes que sus mujeres.

– No me cabe duda. -Macro trató de ser refinado por un momento-. ¿Pero es cierto lo de las mujeres?

El cirujano suspiró. -Las legiones que guarnecían la ciudad ciertamente así lo creían. Dirías que nunca habían visto una mujer. Montones de babosos borrachos tambaleándose de un burdel a otro. No tanto en busca de la paz romana como a la caza de una pieza para los romanos.

Niso se quedó mirando fijamente al fuego y Cato vio que sus labios se quedaban inmóviles y trazaban una apretada y amarga línea. Macro también tenía la mirada clavada en el fuego, pero las perezosas llamas dejaban ver una sonrisa en su rostro mientras su mente se concentraba en los exóticos placeres de un destino oriental.

La diferencia entre aquellos dos representantes de la raza dominante y la conquistada preocupaba a Cato. ¿Qué valor tenía un mundo gobernado por zafios mujeriegos que trataban con prepotencia a sus mejor educadas razas sometidas? Macro y Niso no eran un ejemplo característico, por supuesto, y la comparación tal vez fuera injusta, pero, ¿siempre se daba el caso de que la fuerza triunfaba sobre el intelecto? Sin duda los romanos habían triunfado sobre los griegos, sobre toda su ciencia, arte y filosofía. Cato había leído lo suficiente para conocer la gran cantidad de cosas del patrimonio griego de las que se habían apropiado los romanos posteriormente. A decir verdad, el destino de Roma dependía de su habilidad para arrollar sin piedad a otras civilizaciones y subsumirlas. La idea era muy inquietante y Cato dirigió la mirada hacia el río.

No había duda de que los britanos eran unos bárbaros.

Aparte de tener el aspecto adecuado para serlo, la falta de ciudades y la ciencia para proyectarlas, carreteras de grava y las cosechas organizadas en fincas agrícolas evidenciaba claramente una calidad de existencia inferior. Los britanos, decidió Cato, carecían del refinamiento necesario para poder ser considerados civilizados. Si se tenía que dar crédito a las historias traídas de las islas neblinosas por mercaderes y comerciantes, los nativos malvivían encima de enormes yacimientos de plata y oro. Parecía algo típico de la caprichosa naturaleza de los dioses que a las gentes más primitivas se les concediera la posesión de los recursos más valiosos; recursos que ellos poco sabían apreciar y de los que las razas más avanzadas, como los romanos, podían hacer mucho mejor uso.

Además, estaba la siniestra cuestión de los druidas. No se sabía mucho sobre ellos y todo lo que Cato había leído describía el culto en unos términos escabrosos y horripilantes. Se estremeció al recordar el bosquecillo que él y Macro habían descubierto pocos días antes. Aquel lugar era oscuro y frío, y lleno de amenaza. Aunque no sirviera de otra cosa, la conquista de las islas neblinosas conduciría a la destrucción del oscuro culto druídico.

El asco que de pronto sintió hacia los britanos hizo que Cato detuviera esa línea de pensamiento. Como argumentos que justificaban la expansión del Imperio, parecían simples y verosímiles. Tanto era así que Cato no podía evitar desconfiar de ellos. Según su experiencia, aquellas cosas de la vida que se consideraban verdades simples y eternas sólo lo eran debido a una deliberada limitación del pensamiento. Se le ocurrió que todo lo que había leído en latín siempre había presentado a la cultura romana con los mejores términos posibles y como infinitamente superior a todo lo que producía cualquier otra raza, ya fuera «civilizada», como los griegos, o «bárbara», como aquellos britanos. Tenía que haber otro aspecto de las cosas.

Miró a Niso y se fijó en la piel oscura, las facciones morenas, el pelo rizado, grueso y abundante y los amuletos de extraño diseño que llevaba en las muñecas. La ciudadanía romana que se le había otorgado al -alistarse a la legión era algo menos que superficial. Era una mera etiqueta legal que le confería una cierta posición social. Aparte de eso, ¿qué clase de persona era? _¿Niso?

El cirujano levantó la vista de las llamas y sonrió. -¿Puedo preguntarte algo personal? La sonrisa se desvaneció levemente y las cejas del cirujano se movieron, más cerca una de otra. Asintió con un movimiento de la cabeza.

– ¿Cómo es no ser romano? -La pregunta era delicada y directa y Cato se avergonzó de haberla hecho, pero la suavizó con un intento de explicarse-. Es decir, sé que ahora tú eres ciudadano romano. Pero, ¿cómo era antes? ¿Qué piensan de Roma los demás?

Niso y Macro le estaban mirando fijamente. Niso con el ceño fruncido y con suspicacia, Macro estupefacto sin más. Cato lamentó no haber mantenido la boca cerrada. Pero lo consumía un deseo de saber más, de distanciarse de la visión del mundo que le habían inculcado desde que nació. De no haber sido por los tutores de palacio, era una visión que hubiera aceptado sin dudar, sin la más mínima noción de que era parcial.

– ¿Qué piensan de Roma los demás? -repitió Niso. Consideró la pregunta durante un momento mientras se rascaba suavemente la espesa barba que le cubría el mentón-. Interesante pregunta. No es fácil de responder. Depende en gran medida de quién eres. Si resulta que eres uno de esos reyes clientes que se lo debe todo a Roma y que teme y odia a sus súbditos, entonces Roma es tu única amiga. Si eres un mercader de grano en Egipto que puedes sacar una fortuna de la distribución de trigo al pueblo de Roma, o un gladiador y proveedor de bestias que les facilita a los ciudadanos los medios para malgastar el tiempo, entonces Roma es la fuente de tu riqueza. Los productores de artículos de primera calidad y las fábricas de armas de la Galia, los comerciantes de especias, sedas y antigüedades, todos ellos obtienen su sustento de Roma.

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