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Aulo Plautio había elogiado sus logros y anunciado que los exploradores del ejército informaban de que no había un contingente significativo de soldados enemigos en muchos kilómetros al frente. Los britanos se habían llevado una paliza y se habían retirado mucho más allá del Támesis. Vespasiano había argumentado que tenían que perseguir y destruir al enemigo antes de que Carataco tuviera la oportunidad de reagruparse y reforzar su ejército con aquellas tribus que apenas empezaban a darse cuenta del peligro que representaban las legiones situadas en el extremo sur de la isla. Cualquier retraso en el avance romano tan sólo podía beneficiar a los nativos. Aunque los romanos se las habían ingeniado para cosechar los campos por los que habían pasado durante las primeras semanas de la campaña, los britanos se habían dado cuenta rápidamente de la necesidad de negarle al enemigo los frutos de la tierra. La vanguardia del ejército romano avanzaba sobre los restos humeantes de campos de trigo y almacenes de grano y las legiones dependían por completo del depósito de Rutupiae, desde el cual los largos convoyes de suministros formados por carros tirados por bueyes avanzaban hacia las legiones con su carga. Cuando las condiciones lo permitían, las provisiones se trasladaban en barco a lo largo de la costa en los transportes de bajo calado escoltados por los barcos de guerra de la flota del canal. Si los britanos se aprovechaban de su mayor capacidad de maniobra y concentraran sus ataques sobre aquellas líneas de suministro, el avance romano hacia el interior se demoraría seriamente. Era preferible atacar a los britanos entonces, cuando todavía no se habían recuperado de sus derrotas en el Medway y el Támesis.

El general había asentido ante los argumentos de Vespasiano, pero eso no le hizo cambiar su estricta observancia de las instrucciones que había recibido de Narciso, el primer secretario del emperador Claudio.

– Estoy de acuerdo con todo lo que dices, Vespasiano. Con todo. Créeme, si existiera alguna ambigüedad en las órdenes, me aprovecharía de esas lagunas. Pero Narciso es completamente preciso: en el momento en que hayamos asegurado una cabeza de puente en la otra orilla del Támesis, tenemos que detenernos y esperar a que el emperador llegue y se ponga personalmente al mando de la última fase de esta campaña. Cuando hayamos tomado Camuloduno, Claudio y su séquito se irán a casa, y nosotros consolidaremos lo que tengamos y nos prepararemos para la campaña del año que viene. Aún pasarán unos cuantos años antes de que la isla esté dominada. Pero debemos asegurarnos de que somos lo bastante fuertes para enfrentarnos a Carataco. Le hemos vencido antes, podemos volver a hacerlo.

– Siempre que mantengamos nuestra ventaja -replicó Vespasiano-. Ahora mismo Carataco no dispone de un ejército como tal, sólo los restos desperdigados de las fuerzas que hasta ahora hemos vencido. Si seguimos adelante podemos acabar con ellos fácilmente y eso significaría el fin de cualquier resistencia efectiva antes de que lleguemos a Camuloduno. -Vespasiano hizo una pausa para elegir cuidadosamente las palabras que iba a pronunciar--. Sé lo que dicen las órdenes, pero, ¿Y si destruimos los restos del enemigo y luego volvemos a la cabeza de puente? ¿No satisfaría eso nuestras necesidades estratégicas y los fines políticos del emperador?

Plautio juntó las manos y se inclinó hacia delante sobre su escritorio.

– El emperador necesita una victoria militar. La necesita para sí mismo y nosotros se la vamos a ofrecer. Si hacemos lo que dices y aplastamos completamente la oposición, ¿con quién combatirá entonces cuando llegue aquí?

– Y si dejamos a Carataco en paz hasta que venga Claudio, puede que no podamos vencer a los britanos de ninguna manera. Tal vez llegue a tiempo de unirse a la huida en desbandada hacia los barcos. ¿Cómo quedaría eso en su trayectoria política?

– ¡Vespasiano! -interrumpió Sabino al tiempo que le lanzaba una severa mirada a su hermano menor--. Estoy seguro de que la cosa no llegará a ese extremo. Incluso si Carataco se las arregla para reunir otro ejército, nosotros dispondremos del refuerzo de los soldados que el emperador traiga con él. La mayor parte de la octava, algunas cohortes de la guardia pretoriana y hasta elefantes. ¿No es así? -Sabino miró por encima de la mesa hacia donde estaba Plautio.

– Así es. Más que suficiente para arrasar todo lo que los britanos nos pongan por delante. Cuando esos salvajes vean a los elefantes, saldrán corriendo.

– ¡Elefantes! rió con amargura al recordar un vívido relato de la batalla de Zama que había leído cuando era niño-. Me da la impresión de que supondrán más peligro para los nuestros que para el enemigo. Los soldados de la octava son en su mayoría un puñado de ancianos inválidos y reclutas novatos y los pretorianos están acostumbrados a la vida fácil de Roma. No los necesitamos, a ninguno de ellos, si atacamos ahora.

– Lo cual no podemos hacer bajo ninguna circunstancia -dijo Plautio con firmeza-. Ésas son las órdenes y nosotros las obedecemos. No intentamos interpretarlas ni eludirlas. Y no se hable más del asunto. -El general se quedó mirando fijamente a Vespasiano y el último intento de protesta del legado se perdió en su garganta. No tenía sentido continuar con el tema, aunque todos los presentes debían de saber que era lo más razonable desde el punto de vista militar. El despliegue efectivo de la estrategia militar había quedado anulado por la agenda política.

Sabino advirtió la resignación de su hermano y rápidamente desvió la discusión hacia el próximo punto de la orden del día.

– Señor, tenemos que considerar la asignación de los reemplazos. Es de lo más urgente.

– Muy bien. -Plautio estaba ansioso por cambiar de tema--.

He revisado las cifras de vuestros efectivos y he decidido la distribución. La parte más importante va a la segunda legión. -Le dedicó una sonrisa apaciguadora a Vespasiano-. Tu unidad es la que más bajas ha sufrido desde que desembarcamos.

Plautio terminó su distribución de reemplazos, la cual sólo dejó descontento con su suerte al comandante de la vigésima. No se le habían concedido soldados de más y, lo que era aún peor, su legión quedó relegada al papel de reserva estratégica, un movimiento garantizado a disminuir su participación en la gloria que se preparaba, suponiendo que la campaña concluyera con el éxito de los invasores.

– Una última cuestión, caballeros. -Plautio se echó hacia atrás y se aseguró de que recibía toda la atención de cada uno de los oficiales-. Me han llegado informes de que el enemigo está utilizando equipo romano: espadas, proyectiles de honda y algunas armaduras de escamas. Si se tratara de uno o dos artículos nada más, tal vez no me preocuparía. Ya se sabe que es habitual que un veterano dado de baja venda su equipo del ejército a algún vendedor ambulante. Pero la cantidad que se ha recuperado hasta el momento es demasiado grande para pasarla por alto. Parece que alguien ha estado pasando armas a los britanos. Nos ocuparemos de ello cuando termine la campaña, pero hasta entonces quiero que se anoten todos los artículos que recuperéis en el campo de batalla. Cuando encontremos al traficante podremos rematar el combate con una bonita crucifixión.

De pronto, los temores que Vespasiano albergaba sobre los contactos de su esposa con los Libertadores afloraron al frente de sus pensamientos, acompañados por un escalofrío que le recorrió la espalda.

– Este comerciante ha estado bastante atareado, señor -dijo Hosidio Geta con tranquilidad.

– ¿Y eso significa…? -Significa que debe de dirigir una considerable organización exportadora si ha estado transportando por barco la cantidad de equipo que hasta ahora hemos encontrado. No es el tipo de operación que pasa fácilmente inadvertida.

– ¿Tienes alguna objeción en decir claramente lo que piensas?

– Ninguna, señor.

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