– Eso no se venderá -dijo Glench-. Toda la plata y el oro se fundirá en la ceca de la Torre. Sir Gilbert quería comprar algunas de esas piezas. Dice que son trabajos finos, y tendrá razón, pero también son parafernalia del ceremonial papista. Parece mentira que no se dé cuenta.
– Sí, eso parece -murmuré devolviendo el cáliz al arcón.
En ese momento entraron dos hombres cargados con un enorme cesto, del que el escribano empezó a sacar hábitos.
– Deberían haberlos lavado -dijo el chupatintas-. Sacaríamos más.
– Os dejo -le dije a Glench, comprendiendo que estaba impaciente por volver al trabajo-. Aseguraos de que no os olvidáis de nada -añadí, y me tomé un instante para recrearme con la expresión ofendida que asomó a su rostro.
Crucé el patio del claustro en dirección a la iglesia, sin quitar ojo a los hombres que zascandileaban por el tejado, pues el suelo bajo los aleros estaba sembrado de tejas rotas. En la iglesia, la luz seguía entrando a raudales por las polícromas vidrieras, formando un calidoscopio de colores cálidos en el suelo de la nave. Pero ahora los muros y las capillas estaban desnudos. El sonido de los martillazos y de las voces del tejado se amplificaba a mi alrededor. En la cabecera de la nave, el suelo estaba levantado; un montón de losas destrozadas señalaba el lugar en el que había caído el hermano Edwig y en el que también debían de haber aterrizado las campanas cuando las soltaron de sus anillas. Levanté la cabeza hacia el cilindro vacío del campanario, recordando.
Al mirar por el cancel, vi que los facistoles y el enorme órgano habían desaparecido. Negué con la cabeza y me volví para marcharme.
Fue entonces cuando descubrí una figura encapuchada, sentada en un extremo del coro, con el rostro vuelto hacia el presbiterio. Por un instante, imaginé que el hermano Gabriel se había alzado de la tumba para llorar la desaparición de la obra de su vida y sentí un escalofrío de miedo supersticioso. De pronto, la figura se volvió, y casi solté un grito, porque durante unos segundos no vi ningún rostro bajo la capucha; al cabo, distinguí las delgadas y oscuras facciones del hermano Guy, que se levantó e inclinó la cabeza en mi dirección.
– ¡Hermano! Por un momento os he tomado por un fantasma… -le dije.
– En cierto modo lo soy -respondió el enfermero sonriendo con tristeza. Me acerqué a él, me senté y lo invité a imitarme-. Me alegra volver a veros -dijo-. Quería daros las gracias por la pensión, doctor Shardlake. Supongo que fuisteis vos quien me la consiguió.
– Después de todo, cuando Fabián fue declarado incapaz, vuestros hermanos os eligieron abad. Teníais derecho a una pensión más generosa, aunque sólo ejercierais el cargo durante unas semanas.
– Al prior Mortimus no le hizo ninguna gracia que me eligieran a mí en lugar de a él. ¿Sabíais que ha vuelto a trabajar como maestro, en Devon?
– Que Dios se apiade de sus alumnos.
– No sabía si aceptar una pensión tan abultada, considerando que los hermanos tienen que vivir con cinco libras al año. Pero rechazarla no habría servido para que a ellos les dieran más. Y con mi aspecto, las cosas no me van a resultar fáciles. Había pensado conservar mi nombre monástico, Guy de Maltón, en lugar de volver a usar mi apellido seglar, Elakbar… ¿Puedo hacerlo? Prescindiendo del «hermano», claro.
– Por supuesto.
– No pongáis esa cara; no tenéis nada de qué avergonzaros, amigo mío. Porque somos amigos, ¿no?
Asentí.
– Sí, lo somos. Creedme, volver aquí no me produce ninguna satisfacción; no tengo ningún deseo de seguir siendo comisionado. Qué frío hace aquí… -murmuré arrebujándome en la capa.
Guy asintió.
– Sí. Llevo demasiado rato sentado aquí. Estaba pensando en los monjes que ocuparon estos sitiales día tras día desde hace cuatrocientos años, cantando y rezando. Los venales, los perezosos, los devotos, los que eran todas esas cosas a la vez… Pero es difícil concentrarse -dijo el enfermero alzando la cabeza hacia el techo.
Mientras mirábamos hacia arriba, oímos un fuerte martillazo y vimos formarse una nube de polvo. Un instante después, una lluvia de cascotes golpeó el suelo estrepitosamente y, de pronto, el sol penetró por un agujero del techo y una lanza de luz atravesó el aire de la nave.
– ¡Listo, muchachos! -gritó una voz en lo alto-. ¡Ojo con el agujero!
Guy emitió un sonido extraño, mitad suspiro, mitad gruñido.
– Deberíamos irnos -le dije dándole una palmada en el brazo-. Podría caernos algo encima.
Una vez fuera, vi que el rostro del enfermero estaba sombrío pero sereno. Al vernos pasar, Copynger lo saludó asintiendo con frialdad.
– A finales de noviembre, cuando se marcharon los demás, sir Gilbert me pidió que me quedara -me explicó Guy-. Lo habían puesto a cargo del monasterio hasta que llegara Portinari, y necesitaba alguien que conociera bien el lugar. En enero el estanque rebosó e inundó la huerta, y tuve que ayudarle a drenarlo.
– Debe de haber sido duro para vos seguir aquí después de que se fueran vuestros hermanos…
– No demasiado, al menos hasta hace una semana, cuando llegaron los funcionarios de Desamortización y empezaron a vaciarlo todo. Durante el invierno, tenía la sensación de que los monjes volverían en cualquier momento.
De pronto, un gran trozo de plomo se estrelló contra el suelo detrás de nosotros, y el hermano Guy dio un respingo.
– ¿Esperabais un aplazamiento?
El enfermero se encogió de hombros.
– La esperanza es lo último que se pierde. Además, no tenía adonde ir. Todo este tiempo he estado esperando que me dijeran si me conceden permiso para irme a Francia.
– Si tardan en contestaros, tal vez pueda hacer algo.
Guy sacudió la cabeza.
– No, me contestaron hace una semana. Me lo han negado. Se rumorea que Francia y España han vuelto a aliarse contra Inglaterra. Tendré que ir pensando en cambiar el hábito por un jubón y unas calzas. Después de tanto tiempo, voy a sentirme muy raro. ¡Y deberé dejarme crecer el pelo! -añadió Guy bajándose la capucha y pasándose la mano por la corona de rizos negros, en la que empezaban a asomar las canas.
– ¿Qué pensáis hacer?
– Me iré dentro de unos días. No puedo estar aquí cuando derriben los edificios. Vendrá toda la ciudad, y esto se convertirá en una feria. Cuánto debían de odiarnos… -murmuró Guy, y soltó un suspiro-. Quizá vaya a Londres, donde los negros no somos tan exóticos.
– Tal vez podáis ejercer como médico. Después de todo, tenéis un título de Lovaina.
– Sí, pero ¿me admitiría el Colegio de Médicos? ¿O el gremio de boticarios? ¿Admitirían a un ex monje con la cara del color del barro?
Guy arqueó una ceja y sonrió con tristeza.
– Uno de mis clientes es médico. Podría hablar con él.
Guy vaciló; luego sonrió.
– Gracias. Os estaría muy agradecido.
– También puedo ayudaros a encontrar alojamiento. Os daré mi dirección antes de que os vayáis. Hacedme una visita, ¿de acuerdo?
– ¿No os perjudicará relacionaros conmigo? -No volveré a trabajar para lord Cromwell. Viviré más tranquilo si me dedico a mi despacho. Y así podré pintar.
– Tened cuidado, Matthew -me susurró Guy echando un vistazo a nuestras espaldas-. No creo que os convenga pasearos charlando amistosamente conmigo en presencia de sir Gilbert.
– Al diablo con Copynger. No soy tan tonto como para hacer algo que viole la ley. Y, aunque tal vez no sea el reformista que fui, tampoco me he vuelto papista.
– Eso no es suficiente protección en estos días.
– Puede que no. Pero si nadie está seguro, y ciertamente nadie lo está, prefiero no estarlo ocupándome de mis propios asuntos en mi casa. -Pasamos ante la casa del abad, que ahora era la de Copynger. Un jardinero estaba esparciendo estiércol de caballo alrededor de los rosales-. ¿Ha arrendado mucha tierra Copynger?
– Mucha, sí, y muy barata.