– Junto a la marisma sólo había huellas de dos personas -dijo el hermano Guy tras un largo silencio-. No parece que el hermano Edwig saliera por allí.
– No, él no haría algo así -respondí con amargura-. Debió de salir por el portón en cuanto Bugge se dio la vuelta. -Apreté los puños-. Pero le daré caza aunque tenga que perseguirlo durante el resto de mis días.
Oímos llamar a la puerta, y al cabo de un instante el prior Mortimus entró y nos miró con expresión sombría.
– ¿Habéis avisado a Copynger? -le pregunté.
– Sí. No creo que tarde en llegar. Pero, comisionado, hemos encontrado…
– ¿A Edwig?
– No. A Jerome. En la iglesia. Deberíais venir a verlo.
– No estáis en condiciones -me dijo el hermano Guy agarrándome del brazo, pero me zafé y cogí el bastón.
Seguí al prior hasta la iglesia, ante la que se había formado una pequeña muchedumbre. El despensero montaba guardia en la puerta y mantenía alejados a monjes y criados. El prior se abrió camino entre ellos y me hizo entrar.
En algún sitio goteaba agua; aparte de eso, no se oía otro ruido que unos débiles sollozos, un lamento. Seguí al prior por la enorme nave vacía, que devolvía el ruido de nuestros pasos, entre las hornacinas iluminadas con velas, hasta llegar a la que había ocupado la mano del Buen Ladrón. Las muletas y demás aparatos ortopédicos que había visto amontonados al pie del pedestal estaban desparramados por el suelo. El suelo de la hornacina había quedado al descubierto, y al acercarme pude ver que estaba hueco, con espacio suficiente para que cupiera un hombre. Dentro, hecho un ovillo y abrazado a algo, estaba Jerome, llorando como un niño. Tenía el hábito rasgado y mugriento, y despedía un hedor insoportable.
– Lo he encontrado hace media hora -dijo el prior-. Se metió ahí dentro y volvió a poner las muletas en su sitio para ocultarse. Estaba registrando la iglesia y me acordé de este hueco.
– ¿Qué tiene entre los brazos? ¿Es la…?
El prior asintió.
– La reliquia. La mano del Buen Ladrón.
Haciendo una mueca, pues me dolían todas las articulaciones, me arrodillé ante el cartujo. Vi que sujetaba una gran caja cuadrada con incrustaciones de pedrería que destellaban a la luz de las velas. En su interior, distinguí un bulto oscuro.
– ¿Fuisteis vos quien se llevó la reliquia, hermano? -le pregunté con voz suave.
Por primera vez desde que lo conocía, Jerome habló con voz serena:
– Sí. Es tan preciada para nosotros, para la Iglesia… Ha curado a tanta gente…
– Así que la cogisteis en la confusión posterior al asesinato de Singleton…
– La escondí aquí abajo para salvarla. Para salvarla -repitió Jerome agarrando el relicario con más fuerza-. Sé lo que haría Cromwell; destruiría esta santa reliquia que Dios nos dio en señal de perdón. Cuando me encerraron en mi celda, comprendí que acabaríais encontrándola. Tenía que protegerla. Ahora está perdida, perdida… No puedo resistir más, estoy tan cansado… -murmuró el cartujo con resignación; luego movió la cabeza y se quedó mirando el vacío.
El prior Mortimus se acercó y posó la mano en su hombro.
– Vamos, Jerome, ya ha acabado todo. Soltadla y venid conmigo. -Para mi sorpresa, el cartujo no replicó. Trepó penosamente fuera de la hornacina, se volvió para coger su muleta, besó el relicario y lo dejó en el suelo con cuidado-. Lo llevaré a su celda -me dijo el prior.
Asentí.
– Sí, hacedlo.
Jerome no volvió a mirarme, y tampoco a la reliquia; se dejó llevar por el prior y se alejó lentamente arrastrando los pies por el suelo de la nave. Yo me quedé mirándolo durante unos instantes. Si el día que lo interrogué me hubiera contado que había visto a Alice visitando a Mark Smeaton, en lugar de jugar conmigo, habría podido detenerla de inmediato y, resuelto el asesinato de Singleton, tal vez hubiera descubierto a Edwig mucho antes. Mark no habría muerto, y Gabriel tampoco. Pero, por alguna extraña razón, no le guardaba rencor; era como si ya no fuera capaz de sentir ninguna emoción.
Me arrodillé y examiné el relicario sin levantarlo del suelo. Era un cofre de oro artísticamente trabajado y adornado con las esmeraldas más grandes que había visto en mi vida. A través del cristal, distinguí una mano unida por la muñeca con un clavo de cabeza gruesa a un trozo de vieja y negra madera que descansaba sobre un cojín de terciopelo púrpura. Era un apéndice marrón y momificado, pero indudablemente una mano; incluso aprecié unos engrosamientos que parecían callos en el nacimiento de los dedos. ¿Sería realmente la mano del ladrón que había aceptado a Cristo antes de morir con Él en la cruz? Toqué el cristal, con la absurda y fugaz esperanza de que el dolor que sentía en las articulaciones cesara, mi joroba desapareciera y mi espalda se volviera tan recta y lisa como la del pobre Mark, que tan a menudo había envidiado. Pero no pasó nada, salvo que mis uñas hicieron rechinar el cristal.
De pronto, por el rabillo del ojo, vi un ínfimo pero vivo destello dorado que descendía en el aire. Algo golpeó el suelo con un tintineo a dos pasos de mí, giró sobre su eje durante unos instantes y se inmovilizó. Me quedé boquiabierto. La cabeza del rey Enrique me miraba desde el suelo. Era una moneda de oro, un noble.
Alcé la vista. Estaba bajo el campanario; sobre mi cabeza pendía la maraña de cuerdas y poleas que había dado pie a las bromas sobre Edwig durante la cena de la noche anterior. Pero había algo diferente. El cajón de los canteros había desaparecido. Lo habían izado a lo alto de la torre.
– ¡Está ahí arriba! -dije entre dientes.
Así que era ahí donde había escondido el oro, en aquel cajón… Tenía que haber comprobado lo que ocultaba la lona que había visto en su interior el día que subí al campanario con Mortimus. Era un buen escondite. Por eso había hecho parar las obras.
La primera vez que subí la escalera de caracol del campanario tenía miedo, pero ahora, mientras trepaba haciendo oídos sordos a los gritos de protesta de mis piernas, sólo sentía una furia salvaje y temeraria. Estaba claro que las emociones no habían muerto en mi interior; sólo estaban dormidas. Una cólera como nunca había sentido me urgía a subir. Llegué al cuarto desde el que se tocaban las campanas. El cajón estaba allí, volcado sobre un costado y vacío, aunque un par de monedas relucían en el suelo. Pero no había nadie. Miré hacia la escalera que subía hasta las campanas; en los peldaños también había monedas. Si había alguien allí, tenía que haberme oído subir. ¿Se habría escondido en la galería de las campanas?
Subí los peldaños cautelosamente esgrimiendo el bastón ante mí. Hice girar la manivela de la puerta, retrocedí rápidamente y empujé la hoja con el bastón. Fue una precaución providencial, porque al instante una figura surgió de la oscuridad y descargó una antorcha apagada contra el espacio donde yo debería haber estado. Al tiempo que la improvisada porra golpeaba mi bastón, entreví el encendido y colérico rostro del tesorero, que me miró con ojos desorbitados.
– ¡Os he descubierto, hermano Edwig! -le grité-. ¡Sé lo del barco a Francia! ¡Os detengo en nombre del rey por robo y asesinato! -El tesorero desapareció en el interior de la galería, y oí el roce de sus pies sobre el suelo de madera, acompañado de un tintineo que no supe identificar-. ¡Se acabó! -le grité-. Ésta es la única salida.
Subí el último peldaño, asomé la cabeza al interior de la galería y traté de localizarlo, pero desde donde estaba sólo veía parte de la curva y las enormes campanas, al otro lado de la barandilla. El suelo estaba sembrado de monedas.
Comprendí que ambos estábamos atrapados; él no tenía escapatoria, pero yo tampoco. Si emprendía la retirada hacia la escalera de caracol, le daría la oportunidad de atacarme desde arriba, y era evidente que el hombre al que hasta hacía poco consideraba un avaro y medroso contable era capaz de cualquier cosa. Avancé hacia el interior de la galería blandiendo el bastón ante mí.