– Sí -dijo Alice con toda naturalidad-. Os mentí. Mis amigos de la infancia no desaparecieron durante una tormenta y siguen siendo mis amigos. Hay un barco francés esperando frente a la costa; mañana por la noche recibirán un cargamento del monasterio, pero van a mandar un bote para recogernos esta noche.
– ¿Un cargamento del monasterio? -pregunté asombrado-. ¿Sabes de quién, o qué es?
– Eso me trae sin cuidado. Esperaremos en el barco hasta mañana por la noche y luego partiremos a Francia.
– Mark, ¿sabes qué es ese cargamento?
– No -contestó el chico mordiéndose el labio-. Lo siento, señor. Ahora lo único que me importa es Alice y nuestra huida.
– En Francia no sienten demasiado aprecio por los reformistas ingleses…
Mark me miró con lástima.
– Yo no soy reformista. Nunca lo he sido. Y, ahora que sé cómo trabaja lord Cromwell, menos que nunca.
– Eres un traidor -le espeté-. Desleal con tu rey y desleal conmigo, que te he tratado como a un hijo.
– Para vos no soy un hijo, señor -replicó Mark mirándome con conmiseración-. Nunca he estado de acuerdo con vuestras ideas en materia de religión. Os habríais dado cuenta si hubierais escuchado lo que os decía en lugar de utilizarme como caja de resonancia de vuestras opiniones.
Solté un gruñido.
– No merecía que me hicieras esto, Mark. Ni tú, Alice.
– ¿Quién sabe lo que se merece cada uno? -dijo Mark con inesperada vehemencia-. En este mundo no hay ni orden ni justicia, como veríais si no estuvierais tan ciego. Después de lo que me contó Alice, ya no me queda ninguna duda. Me voy con ella; lo decidí hace cuatro días.
Y, sin embargo, mientras hablaba, vi que su rostro se demudaba, que estaba avergonzado y que el afecto que sentía por mí no había desaparecido por completo.
– ¿Vas a decirme que te has convertido en un papista? No estoy tan ciego como piensas, Mark. Muchas veces me he preguntado en qué creías realmente. ¿Qué piensas de que esta mujer profanara la iglesia? Porque fuiste tú, ¿verdad, Alice? Después de matar a Singleton, depositaste ese gallo sacrificado sobre el altar para dejar una pista falsa…
– Sí -respondió Alice-. Lo hice. Pero si creéis que Mark y yo somos papistas estáis muy equivocado. Sois todos iguales, papistas y reformistas; os inventáis credos que imponéis a las personas so pena de muerte, mientras vosotros os disputáis el poder, la tierra y el dinero, que es lo único que en realidad os importa.
– Eso no es lo que yo quiero.
– Puede que no. Tenéis buen corazón, y habría preferido no verme obligada a engañaros. Pero en lo que concierne a lo que está ocurriendo en Inglaterra estáis tan ciego como un murciélago -dijo Alice con una mezcla de cólera y lástima-. Deberíais ver las cosas a través de los ojos del pueblo, pero la gente de vuestra clase nunca lo hará. ¿Creéis que me importa alguna Iglesia después de lo que he visto de la una y de la otra? Me dolió más tener que matar aquel gallo que lo que hice en el altar.
– ¿Y ahora qué? -les pregunté-. ¿Vais a matarme?
Mark tragó saliva.
– No podría hacerlo. A menos que me obliguéis -dijo, y se volvió hacia Alice-. Podemos atarlo, amordazarlo y encerrarlo en el aparador. No se les ocurrirá mirar aquí. ¿Cuándo descubrirá el hermano Guy que has desaparecido?
– Le he dicho que me acostaría temprano. No me echará en falta hasta que vea que no aparezco por la enfermería, a las siete. Para entonces, ya estaremos en el barco.
– Por favor, Mark, escúchame -dije tratando de ordenar mis ideas-. ¿Te has olvidado del hermano Gabriel, de Simón Whelplay de Orphan Stonegarden?
– ¡Yo no tuve nada que ver con sus muertes! -gritó Alice.
– Lo sé. Había considerado la posibilidad de que hubiera dos asesinos actuando juntos, pero nunca se me ocurrió que podía haber dos asesinos sin relación entre sí. Piensa en lo que has visto, Mark. Orphan Stonegarden, pudriéndose en el estanque; el hermano Gabriel, aplastado como un insecto; Simón, trastornado por un veneno… Me has ayudado, has estado a mi lado… ¿No te importa que el asesino siga suelto?
– Íbamos a dejaros una nota diciéndoos que Alice mató a Singleton.
– Por favor, escúchame. El hermano Edwig. ¿Lo han cogido?
Mark negó con la cabeza.
– No. Os seguí hasta la puerta del refectorio y oí a Bugge cuando os comunicó que teníais un mensaje. Os seguí hasta la portería y luego vi que os dirigíais a la enfermería. Pero el prior Mortimus me vio y me dijo que el tesorero no estaba en la contaduría ni en su celda. Parece que ha huido. Por eso he tardado tanto, Alice.
– ¡No podemos permitir que escape! -exclamé con exasperación-. Ha vendido tierras, creo que a espaldas del abad; tiene mil libras escondidas en alguna parte. Piensa huir en ese barco. Por supuesto, tenía que ganar tiempo hasta que llegara. Por eso mató a Simón, porque temía que el novicio me hablara de Orphan Stonegarden y yo lo hiciera detener.
Mark bajó la daga y me miró asombrado. Había conseguido captar su atención.
– ¿El hermano Edwig mató a Orphan Stonegarden?
– ¡Sí! Y luego intentó matarme a mí en la iglesia. Con esta nieve, pasarían días o semanas antes de que llegara alguien de Londres para reemplazarme, y para entonces ya estaría lejos. Harás el viaje a Francia en compañía de un asesino.
– ¿Estáis seguro de eso? -me preguntó Mark.
– Sí. Me equivoqué con el hermano Gabriel, pero esta vez no hay error posible. Lo que me has contado sobre el barco ha despejado mis últimas dudas. Edwig es un ladrón y un asesino despiadado. En conciencia, no puedes dejarlo escapar.
Por un segundo, lo vi titubear.
– ¿Estáis seguro de que el hermano Edwig mató a la muchacha? -me preguntó Alice.
– Totalmente. Tenía que ser uno de los obedienciarios que visitó a Simón Whelplay. Tanto el prior Mortimus como el hermano Edwig habían acosado a mujeres; Mortimus también te molestó a ti, pero Edwig no lo hizo… porque temía perder el control, como lo perdió con Orphan.
Mark se mordió el labio.
– No podemos permitir que escape, Alice.
– Me colgarán -dijo la joven mirándome con desesperación-, si es que no me queman. Y me acusarán de brujería por matar al gallo.
– Escucha -le dijo Mark-. Cuando lleguemos al barco, podemos decirles que no esperen, que zarpen esta noche. Así no podrá huir con su apestoso oro. No querrán esperar a un asesino.
– Sí -respondió Alice aliviada-. Haremos eso.
– Seguirá estando libre -les recordé.
Mark respiró hondo.
– Entonces tendréis que capturarlo solo, señor. Lo siento.
– Tenemos que irnos -lo urgió Alice-. La marea cambiará pronto.
– Hay tiempo. Según el reloj de la abadía, son las ocho; falta media hora para la pleamar. Nos sobra tiempo para cruzar la marisma.
– ¿Cruzar la marisma? -les pregunté con incredulidad.
– Sí -respondió Alice-. Por el camino que os mostré. El bote nos espera en el estuario.
– ¡No podéis hacer eso! -les grité-. ¿No habéis visto el tiempo que hace? La nieve se está derritiendo, la marisma no será más que barro líquido… He entrado por el canal esta tarde; he visto cómo estaba y ahora estará mucho peor. El agua del deshielo está bajando por las Downs. Y la niebla cada vez es más espesa. ¡No lo conseguiréis! ¡Debéis creerme!
– Conozco bien los caminos -dijo Alice-. No me perderé -aseguró, pero me pareció que dudaba.
– ¡Por amor de Dios, Mark! ¡Vais a una muerte segura, créeme!
Mark respiró hondo.
– Alice conoce el camino. Aquí es donde nos espera la muerte.
Solté un profundo suspiro.
– Dejaré que Alice escape. Que se vaya ahora mismo y rehaga su vida donde le plazca. No diré nada sobre su implicación, lo juro. ¡Por Dios santo, os estoy diciendo que seré cómplice vuestro, que pondré en peligro mi vida por los dos! ¡Pero no vayáis a la marisma!
Alice miró a Mark con desesperación.
– ¡No me abandones, Mark! ¡Lo conseguiremos!