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– Cuando os habéis marchado, he ido a hablar con el prior para que vaciaran el estanque -dijo Mark sentándose en la cama-. Ya lo están drenando.

– Sí, ya lo he visto.

– Luego, he vuelto aquí para coger las fundas de los zapatos y, cuando me las estaba poniendo, he vuelto a oír ruidos. Ya sabía yo que no eran imaginaciones mías -añadió lanzándome una mirada de reproche.

– Tu oído funciona mejor que tu cabeza. ¿A quién se le ocurre encerrarse ahí dentro? Continúa.

– Los ruidos parecían venir del aparador, como las otras veces. Se me ha ocurrido moverlo para ver lo que había detrás y he descubierto esa portezuela. He cogido una vela, he entrado y he visto el pasadizo. Luego he cerrado la puerta por si entraba alguien en la habitación y, al hacerlo, la corriente ha apagado la vela. Entonces, me he puesto a empujar la portezuela con el hombro, pero no había manera de abrirla. La verdad es que me he asustado -admitió Mark sonrojándose-. Tenía que haber cogido la espada… Luego he distinguido en la oscuridad el punto de luz de una mirilla, un agujerito practicado en el panel de madera -dijo Mark señalando un punto de la pared.

Me levanté y lo inspeccioné. Desde dentro de la habitación, parecía un agujero dejado por un clavo.

– ¿Cuánto rato llevabas encerrado?

– No mucho. Gracias a Dios que habéis vuelto enseguida. ¿Habéis ido a la marisma?

– Sí. Los contrabandistas han estado allí hace poco; hemos visto restos de un fuego. He tenido una charla con Alice; luego hablaremos -dije encendiendo dos velas en la chimenea y tendiéndole una a él-. ¿Qué, le echamos un vistazo a ese pasadizo?

Mark soltó un suspiro.

– Sí, señor.

Tras cerrar con llave la puerta de la habitación, nos deslizamos detrás del aparador y abrimos la portezuela. Ante nosotros se extendía un oscuro y estrecho corredor.

– El hermano Guy me explicó que había un pasadizo que conectaba la enfermería con la cocina -dije recordando mi conversación con el enfermero-. Al parecer, fue condenado en la época en que la peste asoló la zona.

– Éste ha sido utilizado recientemente.

– Sí. -Desde dentro, pude ver el punto de luz en el revestimiento de madera-. Se ve toda la habitación. Parece que lo han hecho hace poco.

– El hermano Guy fue quien nos ofreció esta habitación

– Sí. Una habitación en la que cualquiera podía espiarnos y oírnos. -Me volví hacia la portezuela. El picaporte sólo permitía abrirla desde la habitación-. Esta vez tomaremos precauciones -dije, entornándola y colocando mi pañuelo entre la hoja y el marco para impedir que se cerrara.

Avanzamos por el pasadizo, que discurría paralelo al muro de la enfermería. Una de las paredes estaba formada por los paneles de madera de las habitaciones y la otra, por el húmedo muro de piedra de los edificios claustrales, en el que se veían roñosas anillas colocadas a intervalos regulares para sujetar antorchas. Era evidente que no se utilizaba desde hacía mucho tiempo; apestaba a humedad y las junturas de los sillares estaban cubiertas de extraños hongos bulbosos. Tras un corto tramo, el pasadizo torcía en ángulo recto y, unos pasos más adelante, desembocaba en una cámara. Entramos en ella y la examinamos a la luz de las velas.

Se trataba de una mazmorra cuadrada y sin ventanas. En la parte inferior de uno de los muros había varios juegos de viejos grilletes fijados a la roca y, en un rincón, un mohoso montón de trapos y tablas que en otro tiempo había sido un catre. Examiné los muros a la luz de la vela y vi que estaban cubiertos de inscripciones. Leí una frase profundamente grabada en la roca: «Frater Petrus tristissimus. Anno 1339.»

– El tristísimo hermano Pedro. Me pregunto quién sería.

– Aquí hay otra salida -dijo Mark, acercándose a una gruesa puerta de madera.

Me agaché y miré por la cerradura. No se veía luz. Pegué la oreja a la hoja, pero no oí nada.

Giré la manivela lentamente y la puerta se abrió hacia el interior del calabozo sin hacer ruido; habían engrasado los goznes recientemente. Vimos la parte posterior de otro aparador, lo bastante separado de la pared para permitir el paso de un hombre. Nos deslizamos por la abertura y salimos a un pasillo con el suelo de losas de piedra. A escasa distancia había una puerta entreabierta tras la que se oían voces y el entrechocar de cacharros.

– Es el pasillo de la cocina -le susurré a Mark-. ¡Volvamos! ¡Rápido, antes de que nos vean!

Mark se deslizó detrás del aparador. Yo lo seguí y cerré la portezuela. En ese momento, la humedad del aire me provocó un ataque de tos. De pronto, una mano me tapó la boca y otra me agarró del hombro. Las velas estaban apagadas.

– Silencio, señor -me susurró Mark al oído-. Se acerca alguien.

Asentí, y Mark me soltó. Yo no oía nada; decididamente, el chico tenía oídos de murciélago. Un instante después, el resplandor de una vela iluminó un trozo de pared y una figura en hábito asomó al interior de la mazmorra; bajo la capucha, entrevi un rostro delgado y oscuro. La vela iluminó el rincón en el que nos encontrábamos, y el hermano Guy dio un respingo al vernos.

– ¡Por Cristo Nuestro Señor! ¿Qué hacéis aquí?

– Lo mismo podríamos preguntaros nosotros, hermano -respondí avanzando hacia él-. ¿Cómo habéis llegado hasta aquí? La puerta de nuestra habitación está cerrada con llave.

– La he abierto. Venía a deciros que el estanque ha sido vaciado. Al no recibir respuesta, he temido que os hubiera ocurrido algo y he decidido abrir con mi llave. Al entrar, he visto el aparador separado de la pared y la portezuela abierta.

– El señor Poer llevaba días oyendo ruidos al otro lado del muro, y esta mañana ha descubierto esa puerta falsa. Nos han estado espiando, hermano Guy. Nos habéis dado una habitación a la que se puede acceder a través de un pasadizo secreto. ¿Por qué? ¿Por qué no me dijisteis que había otro modo de llegar a la cocina desde la enfermería?

Mi tono era áspero. Había empezado a considerar al hermano Guy casi como un amigo en aquel lugar hostil. Me maldije por haber confiado en un hombre que, a fin de cuentas, seguía siendo un sospechoso.

El enfermero tensó el rostro. La luz de la vela arrojaba extrañas sombras sobre sus oscuras y finas facciones.

– Había olvidado que el pasadizo daba a vuestra habitación. Comisionado, este pasadizo no ha sido utilizado desde hace doscientos años.

– ¡Alguien lo ha utilizado esta misma mañana! ¡Nos habéis dado la única habitación en cuya pared podía abrirse una mirilla!

– No es la única -respondió el hermano Guy con calma. Su mirada era serena y su mano sostenía la vela con firmeza-. ¿No os habéis fijado? El pasadizo discurre a lo largo del revestimiento de madera de la enfermería, donde están las habitaciones.

– Pero la única habitación en la que hay una mirilla es la nuestra. ¿Es la que suelen utilizar los visitantes?

– Los que no se alojan en casa del prior. Por lo general, mensajeros, o los administradores de nuestras tierras cuando vienen a rendir cuentas.

– ¿Y qué es este horrible lugar, por Dios santo? -le pregunté abarcando la lóbrega y húmeda mazmorra con un gesto de la mano.

El hermano Guy soltó un suspiro.

– Es el antiguo calabozo de los monjes. Casi todos los monasterios tienen uno; antaño, los abades solían encerrar a los hermanos que cometían algún pecado grave. Según la ley canónica, todavía pueden hacerlo, aunque no es habitual.

– No, no es un castigo para estos tiempos.

– Hace unos meses, el prior Mortimus preguntó si aún existía el antiguo calabozo, con intención de volver a utilizarlo para castigar a los monjes. Le dije que, por lo que yo sabía, aún existía. No había vuelto aquí desde que un viejo criado me trajo al poco de llegar. Creía que la puerta estaba condenada.

– Pues no lo está. Así que el prior Mortimus os preguntó por el calabozo…

– Sí. Creía que lo aprobaríais -dijo el enfermero en tono de reproche-. Tengo entendido que el vicario general quiere que nuestra vida sea lo más dura y penosa posible.

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