Sin quererlo, acabé cogiéndole cariño y acostumbrándome a utilizar su ágil mente como caja de resonancia para ciertos aspectos legales o los hechos más enrevesados con los que me tocaba lidiar. Si tenía algún defecto, ése era la pereza, pero solían bastar unas palabras severas para ponerlo en movimiento. Pasé de sospechar que mi padre lo habría preferido a él como hijo a desear que lo fuera mío. Empezaba a hacerme a la idea de que nunca tendría hijos propios, pues mi pobre Kate había fallecido durante la epidemia de peste de 1534. Aún llevaba un anillo de luto con una calavera por ella, indebidamente, porque me constaba que, de haber vivido, Kate se habría casado con otro.
* * *
Joan me llamó para cenar al cabo de una hora. En la mesa había un rollizo capón con zanahorias y nabos. Mark me esperaba sentado en su sitio; se había puesto la camisa y un jubón de lana marrón, en el que advertí los mismos botones de ágata. Bendije la mesa y me serví una pata de pollo.
– Bueno, tal vez lord Cromwell vuelva a aceptarte en Desamortización -empecé diciendo-. Pero antes quiere que me ayudes con una tarea que m«ha encomendado. Luego Dios dirá.
Hacía seis meses, Mark había tenido una aventura con una dama de honor de la reina Juana. La joven sólo tenía dieciséis años y era demasiado inmadura y atolondrada para servir en la corte, a la que había llegado empujada por sus ambiciosos parientes, a los que a la postre sólo les causó vergüenza, porque empezó a zascandilear por todos los rincones de Whitehall y Westminster hasta que se vio en Westminster Hall, entre escribientes y abogados. Allí, aquella cabeza loca encontró a Mark, con el que acabó retozando en un despacho vacío. Luego se arrepintió y se lo contó a otras damas; como no podía ser de otra manera, a su debido tiempo la historia llegó a oídos del chambelán. La muchacha fue devuelta a casa y Mark pasó de sus brazos a las garras de los altos funcionarios de la Casa Real, que lo interrogaron. Estaba desconcertado y asustado. Aunque me enfadé con él, su miedo acabó ablandándome; después de todo, era joven. Pedí a lord Cromwell que interviniera, pues sabía de su indulgencia hacia ese tipo de faltas, ya que no hacia otros.
– Gracias, señor -respondió Mark-. Estoy sinceramente arrepentido de lo que ocurrió.
– Tienes suerte. A la gente de nuestra condición no suelen darle una segunda oportunidad. Y menos después de algo así.
– Lo sé. Pero… Era muy atrevida, señor. -El chico sonrió débilmente-. Y uno no es de piedra.
– Una atolondrada, eso es lo que era. Pudiste dejarla preñada.
– De haber ocurrido, me habría casado con ella, si nuestra posición lo hubiera permitido. Soy un hombre de honor, señor.
Me llevé un trozo de pollo a la boca y agité el cuchillo en su dirección. Aquélla era una vieja discusión.
– Sí, y un cabeza de chorlito. La diferencia de posición lo es todo. Vamos, Mark, llevas cuatro años trabajando al servicio del gobierno. Ya sabes cómo funcionan las cosas. Nosotros somos plebeyos y debemos mantenernos en nuestro sitio. Hay hombres de humilde cuna, como Cromwell y Rich, que han llegado muy alto trabajando al servicio del rey, pero sólo porque Su Majestad ha querido tenerlos a su lado. Podría retirarles su favor en cualquier momento. Si el chambelán se lo hubiera contado al rey en vez de a Cromwell, podrías haber acabado en la Torre, con una tanda de azotes que te habría dejado señalado para toda la vida. Es lo que me temía, ¿sabes? -De hecho, el asunto me había costado varias noches sin dormir, aunque nunca se lo había dicho. Mark parecía apesadumbrado-. Bueno, por esta vez parece que el asunto quedará olvidado -le dije más suavemente lavándome en el aguamanil-. ¿Y el trabajo? ¿Has preparado las escrituras para la compraventa de Fetter Lañe? -Sí, señor.
– Les echaré un vistazo cuando acabemos de cenar. Tengo que examinar unos documentos. -Doblé la servilleta y lo miré seriamente-. Mañana nos pondremos en camino hacia la costa meridional.
Le expliqué nuestra misión, pero no mencioné su trascendencia política. Cuando le hablé del asesinato, Mark me miró con los ojos muy abiertos: el irreflexivo entusiasmo de la juventud volvía a hacer presa en él.
– Puede ser peligroso -le advertí-. No sabemos lo que está ocurriendo allí. Debemos estar preparados para todo. -Parecéis preocupado, señor.
– Es una gran responsabilidad. Y, francamente, ahora mismo preferiría quedarme aquí en vez de hacer ese viaje a Sussex. Las tierras del otro lado del Weald son más bien inhóspitas. -Solté un suspiro-. Pero, como Isaías, debemos ir allí y luchar por Sión.
– Si tenéis éxito, lord Cromwell os recompensará con generosidad.
– Sí. Y conservaré su favor. -Sorprendido por mis palabras, Mark alzó la vista hacia mí. Comprendí que era más prudente cambiar de tema-. Nunca has estado en un monasterio, ¿verdad?
– No.
– No tuviste el dudoso privilegio de asistir a la escuela catedralicia. Los monjes apenas sabían el latín necesario para leer los antiguos volúmenes que utilizaban como libros de texto. Si no hubiera tenido cierto ingenio natural, hoy sería tan analfabeto como Joan.
– ¿Están tan corrompidos los monasterios como dicen? -me preguntó Mark.
– Ya has visto el Libro Negro con los extractos de las inspecciones que circula de mano en mano.
– Como casi todo Londres.
– Sí, a la gente le encantan las historias de monjes disolutos -respondí bajando la voz al ver que entraba Joan con las natillas-. Pero es cierto, están corrompidos -seguí diciendo cuando volvimos a quedarnos solos-. La regla de san Benito, que he tenido la oportunidad de leer, prescribe una vida dedicada a la oración y al trabajo, alejada del mundo y sustentada con lo imprescindible. Sin embargo, la mayoría de los benedictinos viven en magníficos edificios, atendidos por criados, disfrutando de las rentas de sus tierras y practicando todos los vicios imaginables.
– Dicen que los cartujos vivían austeramente y que cantaban himnos de alegría cuando los llevaban a Tyburn para destriparlos.
– Bueno, hay alguna orden que vive según su regla. Pero no olvides que los cartujos murieron por negarse a reconocer al rey como cabeza de la Iglesia. Todos quieren la vuelta del Papa. Y ahora parece que uno de ellos es un asesino -murmuré, y solté un suspiro-. Siento que te veas implicado en esto.
– Los hombres de honor no deben temer al peligro.
– Siempre hay que temer al peligro. ¿Sigues asistiendo a clases de esgrima?
– Sí. El señor Green dice que hago grandes progresos.
– Bien. Los caminos poco transitados están plagados de asaltantes.
Durante un momento, Mark permaneció en silencio, mirándome pensativamente.
– Señor, agradezco la posibilidad de recuperar mi puesto en Desamortización, pero me gustaría que no fuera el lugar inmundo que es. La mitad de las tierras acaban en manos de Richard Rich y sus amigos.
– No exageres. Es una institución nueva; es lógico que quienes la dirigen premien a quienes les han demostrado su lealtad. En eso consiste el buen patronazgo. Mark, tú sueñas con un mundo ideal. Y deberías tener cuidado con lo que dices. ¿Has vuelto a leer la Utopía de Moro? Cromwell la ha mencionado hoy mismo.
– La Utopía infunde esperanza en la condición humana. Vuestro Maquiavelo, sin embargo, produce desesperación.
– Pues, si quieres ser como los utópicos -dije señalando su jubón-, deberías cambiar tu elegante ropa por un sencillo sayo de saco. Por cierto, ¿qué representa el dibujo de los botones?
Mark se quitó el jubón y me lo extendió por encima de la mesa. Todos los botones tenían un minúsculo grabado que representaba a un hombre empuñando una espada y a una mujer a la que rodeaba por los hombros; junto a ellos había un jabalí. Era un trabajo primoroso.
– Los compré muy baratos en el mercado de San Martín. Las ágatas son falsas.