– Este lugar es inquietante -murmuró Mark-. Todos esos pasillos de piedra, todas esas arcadas… Cada uno de ellos podría ocultar a un asesino.
– Sí, recuerdo lo interminables y lúgubres que me parecían los solitarios corredores de la escuela cuando me mandaban a hacer algún recado. Estaban llenos de puertas que no podíamos traspasar. Pero ahora puedo acceder a todas partes -dije tratando de ser optimista-. Es un lugar como cualquier otro; no tardaremos en conocerlo bien.
No hubo respuesta, y el sonido de la acompasada respiración de Mark me hizo comprender que se había dormido. Sonreí con ironía y cerré los ojos.
Lo siguiente que supe fue que alguien aporreó la puerta y Mark dio un respingo en el catre y soltó una maldición. Me puse en pie, sorprendentemente descansado tras la breve cabezada y con la mente de nuevo alerta, y abrí la puerta. El hermano Guy apareció en el umbral sosteniendo una vela, que arrojaba extrañas sombras sobre su oscuro y preocupado rostro.
– ¿Estáis listo para ver el cuerpo, señor?
– Tan listo como cabe estarlo -respondí y cogí mi capa.
En la sala de la enfermería, Alice trajo una antorcha para el hermano Guy, que se puso una gruesa bata sobre el hábito y nos condujo por un largo y oscuro pasillo de techo alto y abovedado.
– Llegaremos antes cruzando el patio del claustro -dijo abriendo una puerta que daba al exterior.
El patio, formado en tres de sus lados por los edificios en los que vivían los monjes, y en el cuarto por el muro sur de la iglesia, ofrecía un aspecto inesperadamente alegre. Se veían luces en muchas de las numerosas ventanas.
El claustro que rodeaba el patio era una galería sostenida por elaborados arcos. Antaño, los monjes debían de estudiar allí, en los cubículos que jalonaban las paredes, expuestos al frío y al viento; pero en esos tiempos más clementes era un lugar de paseo y conversación. Junto a una columna había una hermosa pila de piedra en la que caía el agua de una pequeña y cantarina fuente. El tenue resplandor de los vitrales de la iglesia arrojaba caprichosas manchas de color sobre el enlosado del patio. De pronto vi unas extrañas motitas blancas que flotaban en el aire y, por un instante, me quedé perplejo, hasta que comprendí que estaba nevando. Las losas del patio ya estaban salpicadas de copos.
– Tengo entendido que fuisteis vos quien encontró el cuerpo -le dije al hermano Guy mientras atravesábamos el patio.
– Sí. Alice y yo estábamos levantados atendiendo al hermano August; tenía fiebre y estaba angustiado. Fui a buscar leche caliente para él a la cocina…
– … que normalmente está cerrada con llave…
– Por supuesto. De lo contrario, los criados, y me temo que también los monjes, cogerían lo que quisieran cuando les apeteciera. Yo tengo llave porque a menudo necesito cosas con urgencia.
– ¿Eran alrededor de las cinco?
– La campana acababa de darlas.
– ¿Habían empezado los maitines?
– No, aquí se rezan más tarde. Hacia las seis, generalmente.
– La regla de san Benito los prescribe a medianoche.
El hermano Guy sonrió.
– San Benito escribió su regla para italianos, comisionado, no para quienes deben soportar los inviernos ingleses. El oficio se canta y Dios lo oye. Ahora acortaremos por la sala capitular.
El monje abrió otra puerta y lo seguimos al interior de una amplia sala cuyas paredes estaban ricamente pintadas con escenas bíblicas. Había taburetes y mullidos sillones por todas partes y una larga mesa ante la chimenea, en la que ardía un buen fuego. El aire estaba caldeado y olía a sudor. Habría unos veinte monjes leyendo o conversando y otros seis jugando a las cartas. Todos tenían al lado una copita de cristal llena del líquido verde de una botella de licor francés que descansaba sobre la mesa de los jugadores. Busqué con la mirada al cartujo, pero no vi ningún hábito blanco. El sodomita desgreñado, el hermano Gabriel, y el hermano Edwig, el tesorero de ojos inquisitivos, tampoco estaban entre los presentes.
Un hermano joven de rostro alargado y barba rala acababa de perder una partida, a juzgar por su expresión apesadumbrada.
– ¡Nos debéis un chelín, hermano! -exclamó regocijado un monje alto de aspecto cadavérico.
– Tendréis que esperar. Necesitaré un adelanto del mayordomo.
– ¡Nada de adelantos, hermano Athelstan! -le espetó un anciano grueso que tenía una enorme verruga en la cara, agitando un dedo en su dirección-. El hermano Edwig dice que os ha adelantado tanto que estáis cobrando vuestro sueldo antes de habéroslo ganado…
En ese momento, los monjes me vieron y se apresuraron a levantarse y hacerme una reverencia. Uno de ellos, un joven tan grueso que la grasa le formaba arrugas incluso en el cuero cabelludo, golpeó su copa y la tiró al suelo.
– ¡Septimus, pedazo de idiota! -masculló su vecino clavándole el codo en el costado.
El aludido miró a su alrededor con la expresión alelada de un retrasado.
El monje de la verruga dio un paso adelante y volvió a inclinarse ceremoniosamente.
– Soy el hermano Jude, señor, el despensero.
– Doctor Matthew Shardlake, comisionado del rey. Veo que estáis disfrutando de una agradable velada…
– Un pequeño descansé antes de vísperas. ¿Podemos ofreceros una copita de licor, comisionado? Es de una de nuestras casas en Francia.
Negué con la cabeza.
– Aún tengo trabajo que hacer -dije con severidad-. En los primeros tiempos de vuestra orden, el día concluía con el Gran Silencio.
El hermano Jude titubeó.
– Eso fue hace mucho tiempo, señor, en la época anterior a la Gran Peste. Desde entonces el mundo ha seguido rodando hacia su fin.
– En mi opinión, al mundo inglés le va muy bien con el rey Enrique.
– No, no -balbuceó el despensero-. No quería decir…
El monje alto y delgado se apartó de la mesa de juego y se acercó a nosotros.
– Perdonad al hermano Jude, señor, dice las cosas sin pensar. Soy el hermano Hugh, el mayordomo. Sabemos que debemos enmendarnos, comisionado, y lo haremos de buen grado -dijo fulminando a su compañero con la mirada.
– Bien. Eso me facilitará el trabajo. Vamos, hermano Guy. Tenemos un cadáver que examinar.
El joven monje grueso dio un vacilante paso al frente.
– Perdonad mi torpeza, señor. Tengo una llaga en la pierna que me está matando -dijo mirándonos acongojado.
El hermano Guy le puso una mano en el hombro.
– Si siguierais mi dieta, Septimus, vuestras pobres piernas no tendrían que soportar tanto peso. No me extraña que protesten.
– Soy débil, hermano. Necesito comer.
– A veces lamento que el Concilio de Letrán levantara la prohibición de comer carne. Ahora perdonadnos, Septimus, tenemos que ir al panteón. Os alegrará saber que el comisionado Singleton podría recibir cristiana sepultura pronto.
– ¡Alabado sea Dios! No me atrevo a acercarme al cementerio. Un cuerpo insepulto, un hombre muerto sin confesión… -Sí, sí. Ahora idos, casi es hora de vísperas. El hermano Guy lo apartó, abrió otra puerta y nos condujo de nuevo al exterior. Vimos una extensión de terreno llano salpicado de lápidas, entre las que se alzaba un puñado de fantasmales formas blancas, que identifiqué como panteones familiares. El hermano Guy se cubrió con la capucha del hábito para protegerse de la nieve, que ahora caía en apretados copos.
– Debéis perdonar al hermano Septimus -dijo el enfermero-. Es un pobre hombre sin maldad.
– No me extraña que le duelan las piernas -comentó Mark-, con el peso que deben soportar.
– Los monjes pasan muchas horas de pie en el frío de la iglesia, señor Poer. Un poco de grasa no les viene mal. Pero permanecer tanto tiempo así produce llagas varicosas. La vida monástica no es tan fácil como parece. Y el pobre Septimus no tiene voluntad para dejar de atiborrarse.
– No hace tiempo para pararse aquí a charlar -dije yo con un escalofrío.