Литмир - Электронная Библиотека
A
A

– Ha sido la cagada con más suerte que nadie jamás haya logrado en la vida -comentó Starr.

32

A las 21.50, Brezhnev, que estaba hablando con Kosygin, recibió un papel de parte de Grechko, y el Presidente tuvo la impresión definida de que la reacción en cadena ya había alcanzado a la Unión Soviética y que el liderazgo de ésta se desintegraba entre las manos.

– Señor Presidente…

La voz era ronca y apenas inteligible. Hubo un silencio.

– Señor Presidente, aquí tenemos un mensaje de Albania. Enver Hoxha ha dado las órdenes de llevar a cabo la prueba a las seis del día de hoy, es decir diez días antes de lo previsto. Presumo que como resultado de su intervención.

El Presidente miró el reloj.

– ¿Qué hora es en este momento? -preguntó.

– Las cuatro de la madrugada, señor, -contestó de inmediato el general Rexell.

– Manden los bombarderos.

– Sí, señor.

El general Hollok miraba a los rusos.

– ¿Qué sucede, general? -gritó el Presidente-. ¿Está esperando una orden de los rusos?

– Que vayan, general, que vayan, -rugió el mariscal Grechko-. Ya he impartido las órdenes.

La cara del general Hollok estaba cenicienta. Bajo los ojos del Presidente estaba ejecutando la señal en la caja GE. El único pensamiento que tenía en la cabeza era que él, un general norteamericano, le había causado al Presidente de los Estados Unidos la impresión de estar esperando una orden comunista.

– Vuelva a llamar al comando -ordenó el Presidente.

– Ya no podemos comunicarnos, señor. Están fuera de línea, camino hacia el "Cerdo".

De pronto el Presidente se puso pálido; era la primera vez que le sucedía desde que todos lo conocieran.

– Los matarán nuestras propias bombas. -Así es, señor.

La palidez ya había desaparecido.

– Bueno, son profesionales -dijo el Presidente con calma. Volvió a mirar la pantalla de televisión vacía. Nunca, en toda la vida, había visto una pantalla de televisión más vacía.

33

Little no apartaba los ojos del reloj pulsera. Las 4.50. El cálculo del tiempo preveía que Caulec se entregaría a los albaneses a las 5.00. Se sorprendió esperando oír un tiro, una ráfaga de ametralladora. Si el francés se dejaba matar, tenía que mandar a otro hombre y en ese caso tendría que ser él mismo. Starr lo reemplazaría. Habían armado la coraza del interruptor y se parecía a una tortuga gris verdosa dada vuelta sobre la tierra y conectada a los trajes electrónicos; un impacto de bala en cualquier lugar de los cuerpos provocaría una explosión de una fuerza de veinte megatones.

– Es lo que se llama una verdadera confraternidad, -observó Starr-. Nosotros desaparecemos, y ellos también. Espero que cada bastardo de ustedes tenga por delante una larga y útil vida por delante.

Las 5.05.

En ese momento, Caulec caminaba, llevando las manos en alto en un gesto de rendición, hacia el nido de las ametralladoras. Vio nítidamente emplazar la boca de las ametralladoras en dirección de él. Se detuvo levantando las manos lo más alto que pudo. Esperó el momento decisivo. No llegó como un disparo sino como gritos de los soldados, y murmuró Merci, teniendo conciencia de los gestos nerviosos de su cara. Cuando los soldados se le acercaron y lo rodearon, se presentó usando las palabras albanesas que le habían enseñado, diciendo que era "un saboteador norteamericano que quería rendirse". Lo hicieron prisionero y, pocos minutos después, se encontró de pie en el HQ del Comando del Ejército, una barraca de madera que pudo haber servido de cuartel en alguna guerra de los Balcanes cincuenta años atrás. Su declaración calma, cuidadosamente expresada en albanés, surtió inmediatamente un efecto devastador: en el acto el comando se llenó de bravos hombres profundamente silenciosos, cuyos ojos taladraban a Caulec con una extraña mezcla de odio y curiosidad. Tenían algo de napoleónico. En parte, se debía a las grandes chaquetas militares color gris, y también a la juventud de los "mariscales" revolucionarios. Apenas había empezado a hablar cuando se abrió la puerta y apareció Enver Hoxha, en persona.

El impacto de la personalidad del dictador albanés tuvo un efecto curioso. Fue como si la presencia de los otros hombres se hubiera reducido a la mitad. Era asombrosa la sensación de energía, y de impulso interior que emanaba de uno de los dos últimos jefes comunistas que aún eran fieles a la línea dura de Stalin. Al enfrentarse con el dictador, el francés no tuvo ninguna duda de que la exhalación del individuo suministraría una energía de un poder cien veces mayor que la del resto de sus congéneres. Caulec trató de reprimir una sonrisa. Ante la presencia de esta energía superior no podía dejar de pensar en un viejo aviso de las estaciones de servicio: "Hay un tigre en su tanque".

El mariscal lo escuchaba en silencio. Era evidente que se había vestido apurado. Llevaba una camisa blanca, tenía el cuello desprendido, pantalones grises de fajina, y un pesado capote militar le cubría los hombros. Junto a él, estaban el general Tchen-Li, comandante de los técnicos chinos, vestido con uniforme albanés y el coronel Cocuk, sobrino y aparente sucesor de Enver Hoxha, un joven cuyos rasgos se remontaban a Genghis Khan y a todas las invasiones que habían presenciado los Balcanes durante su sangrienta historia.

El francés les mostró en el mapa el lugar de la cueva, manteniendo la misma tranquilidad que hubiese empleado para dictar una conferencia en laÉcole de Guerre de París. Mientras hablaba, la cara de Enver Hoxha mostraba un vacío total, una ausencia absoluta de expresión. Era velo protector de un confabulador perpetuo. Poseía un control total de sí mismo y de todos los demás. Todo era pura energía en él. El hombre no era ciertamente un Volkswagen. Caulec explicó:

– Estamos transportando una bomba nuclear en miniatura de veinte megatones. Protegidos caminamos hacia el objetivo y lo destruiremos. Tengo que pedirle ahora que ordene a todos los soldados de la zona que no disparen. La bomba está conectada a los trajes electrónicos que usamos. Una bala o una pinchadura producirá la explosión, y no quedará ninguno de ustedes, caballeros, ni nada en la zona, incluyendo las instalaciones, todas las reservas energéticas y, naturalmente, una buena parte del país será destruido también. Estoy seguro de que si consideran la situación desde un punto de vista militar, se tienen que dar cuenta de que no pueden hacer absolutamente nada que nos impida llevar a cabo el operativo. Sugiero que se impartan las órdenes enseguida. A todos los generales presentes también les ruego, incluyendo al mismo mariscal, que me acompañen hasta la cueva para asegurarse personalmente de que nadie debe disparar un solo tiro y que el operativo efectivamente se está realizando. Tendrán que acompañarme sin pérdida de tiempo. Ahora son las 5.25 y si no estoy de regreso junto a mis compañeros a las 5.45, provocarán la explosión. Son profesionales, lo que significa que ustedes pueden estar seguros de que harán volar todo a las 5.45 exactamente, por supuesto, incluyéndose a sí mismos. Ahora son las 5.27.

5.27.

Starr estaba pensando que matarse mediante una bomba de veinte megatones era una de las últimas cosas que un viejo soldado hubiese querido soportar. Sin embargo, todavía quedaban dieciocho minutos para partir, y con cada minuto que transcurría, las posibilidades a su favor aumentaban rápidamente. No había habido ningún tiro, ninguna ráfaga de ametralladora, y era probable que Caulec estuviera a salvo en las manos del comando albanés. Starr no tenía la sensación de que estaba por morir. No se fiaba de su suerte personal. Su suerte era la de dos billones de hombres. Era agradable saber que uno no está solo.

– ¿Puedo decirle algo, mayor?

49
{"b":"100884","o":1}